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El silencio lo impuso el estruendo del bombardeo externo -el fire bombing que desde el verano incendiaba a la ciudad, fénix renacida una y otra vez de sus escombros-, sólo que éste no era ni un accidente ni un acto de terrorismo local, sino una agresión desde afuera, una lluvia de fuego desde el aire que cabalgaba, como en el acto final del Fausto, mordiendo sus estribos en el aire; todo daba la impresión de que el huracán de los cielos surgía, como un terremoto hirviente, de la entraña de la ciudad: los truenos eran culpa de la tierra, no del cielo…

Fue el silencio roto por la lluvia de bombas lo que incendió al propio Atlan-Ferrara, sin pensarlo dos veces, sin atribuir su cólera a lo que sucedía afuera ni a su relación con lo que ocurría adentro, sino a la ruptura de su exquisito equilibrio musical -darle balance al caos- por esa voz alta y profunda, aislada y soberbia, «negra» como el terciopelo y «roja» como el fuego, desprendida del coro de las mujeres para afirmarse, solitaria como la presunta protagonista de una obra que no era suya de ella, no porque fuera solamente de Berlioz o del director, la orquesta, los solistas o el coro, sino porque era de todos y sin embargo la voz de la mujer, dulcemente contrariada, proclamaba:

– La música es mía.

¡Esto no es Puccini, ni usted es la Tosca, señorita llámese-lo-que-sea!, gritó el maestro. ¿Quién se cree usted? ¿Soy un tarado que no me hago entender? ¿O es usted una retrasada mental que no me comprende? Tonnerre de Dieu !

Pero detrás de sus palabras, Gabriel Atlan-Ferrara admitió, al mismo tiempo que las pronunciaba, que la sala de conciertos era su territorio y que el éxito de la representación dependía de la tensión entre la energía y la voluntad del director y la obediencia y disciplina del conjunto a sus órdenes. La mujer de la cabellera eléctrica y la voz de terciopelo era un desafío al jefe, esa mujer estaba enamorada de su propia voz, la acariciaba, la gozaba y ella misma la dirigía; esa mujer hacia con su voz lo que el director con el conjunto: la dominaba. Desafiaba al director. Le decía, con su insufrible soberbia: una vez fuera de aquí, ¿quien eres?, ¿quién eres cuando desciendes del podio?, y él, desde adentro de si, le preguntaba en silencio a ella, ¿por qué te atreves a mostrar la soledad de tu voz y la belleza de tu rostro a la mitad del coro?, ¿por qué nos faltas así al respeto?, ¿quién eres?

El maestro Atlan-Ferrara cerró los ojos. Se sintió capturado o vencido por un deseo incontrolable. Tuvo el impulso natural y hasta salvaje de detestar y despreciar a la mujer que le interrumpía la fusión perfecta de música y rito, esencial en la ópera de Berlioz. Pero al mismo tiempo le fascinaba la voz que había escuchado. Cerraba los ojos creyendo que entraba al trance maravilloso propiciado por la música y en realidad quería aislar la voz de la mujer, rebelde e inconsciente; aún no lo sabia. Tampoco sabia si al sentir todo esto, lo que quería era hacerla suya, apropiarse la voz de la mujer.

– ¡Está prohibido interrumpir, mademoiselle! -gritó porque tenía derecho a gritar cuando quisiera y ver si su voz tronante opacaba, ella sola, el ruido del bombardeo exterior-. ¡Usted está silbando en una iglesia a la hora de la consagración!

– Creí que contribuía a la obra -dijo ella con su voz de todos los días y él pensó que su habla cotidiana era aún más bella que su tono de cantante-. La variedad no impide la unidad, dijo el clásico.

– En su caso, la impide -tronó el maestro.

– Ése es su problema -contestó ella.

Atlan-Ferrara frenó el impulso de despedirla. Seria una muestra de debilidad, no de autoridad. Aparecería como una venganza vulgar, una rabieta infantil. 0 algo peor…

– Un amor desdeñado -sonrió Gabriel Atlan-Ferrara y se encogió de hombros, dejando caer los brazos con resignación en medio de las risas y los aplausos de la orquesta, los solistas y el coro.

– Rien áfaire ! -suspiró.

En el camerino, con el torso desnudo, secándose con una toalla el sudor del cuello, el rostro, el pecho y las axilas, Gabriel se miró al espejo y sucumbió a la vanidad de saberse joven, uno de los jefes de orquesta más jóvenes del mundo, apenas rebasados los treinta años. Admiró por un instante su perfil de águila, su melena negra y rizada, los labios infinitamente sensuales. La tez agitanada, morena, digna de sus apellidos mediterráneos y centroeuropeos. Ahora se vestirá con un suéter negro de cuello de tortuga y unos pantalones de pana oscura y se echará encima la capa española que le devolverá el aire desenfadado de un kob, un antílope fulgurante de las praderas prehistóricas que saldría a la calle luciendo un collar de plata como la gorguera de un hidalgo español…

Sin embargo, al mirarse para admirarse (y seducirse a sí mismo) en el espejo, lo que vio no fue su propia, vanidosa imagen sino, borrándola, la de la mujer, una mujer, esa muy especial mujer que se atrevía a plantar su individualidad en el centro del universo musical de Hector Berlioz y Gabriel Atlan-Ferrara.

Era una imagen imposible. O quizás sólo difícil. Lo admitió. Quería volverla a ver. La idea lo angustió y lo persiguió mientras salía con aire sobrado a la noche de la Blitzkrieg alemana sobre Londres, no era la primera guerra, no era el primer terror del eterno combate del hombre-lobo-del-hombre, pero abriéndose paso entre la gente que formaba cola para entrar al subterráneo en medio del plañir de las sirenas, se dijo que las filas de burócratas acatarrados, meseras fatigadas, madres cargando bebés, viejos abrazados a sus termos, niños arrastrando frazadas, toda la fila del cansancio y los ojos enrojecidos y la piel insomne, eran únicos, no pertenecían a «la historia» de las guerras, sino a la actualidad insustituible de esta guerra. ¿Qué era él en una ciudad donde en una noche podían morir mil quinientas personas? ¿Qué era él en un Londres donde los comercios bombardeados exhibían rótulos proclamando BUSINESS AS USUAL? ¿Qué era él, saliendo del teatro en Bow Street parapetado por sacos de arena, sino una figura patética, capturada entre el terror de una lluvia de hielo al estallar un escaparate comercial, el relincho de un caballo espantado por las llamas y la aureola roja que iluminaba a la ciudad agazapada?

Él se dirigiría a su hotel en Picadilly, el Regent's Palace, donde le esperaba una cama muelle y el olvido de las voces que escucharía entre las filas por las que se abría paso.

– No gastes un chelín en el gasómetro,

– Los chinos son todos iguales entre si, ¿cómo los distingues?,

– Vamos a dormir juntos, no está mal,

– Si, pero ¿junto a quién?, ayer me tocó mi carnicero,

– Bueno, los ingleses estamos acostumbrados desde la escuela a los castigos perversos,

– Gracias a Dios, los niños se fueron al campo,

– No lo celebres, han bombardeado Southampton, Bristol, Liverpool,

– Y en Liverpool ni siquiera había defensa aérea, qué abandono del deber,

– La culpa de esta guerra la tienen los judíos, como siempre,

– Han bombardeado la Cámara de los Comunes, la abadía de Westminster, la Torre de Londres, ¿te extraña que tu casa aún exista?,

– Sabemos aguantar, compañero, sabemos aguantar,

– Y sabemos ayudarnos unos a otros, como nunca, compañero,

– Como nunca,

– Buenas noches, señor Atlan -le dijo el primer violín, envuelto en una sábana que no derrotaría a la noche fría. Parecía un fantasma evadido de la cantata de Fausto.

Gabriel inclinó la cabeza con dignidad, pero la más indigna de las urgencias le asaltó en ese momento. No aguantó las ganas de orinar. Detuvo un taxi para apresurar el regreso al hotel. El taxista le sonrió amablemente.

– Primero, gobernador, ya no reconozco la ciudad. Segundo, las calles están llenas de vidrio y los neumáticos no crecen en árboles. Lo siento, gobernador. Hay mucha destrucción a donde usted va.

Buscó el primer callejón de los muchos que se tejen entre Brewer's Yard y St. Martin's Lane, acumulando un olor frito de patatas, cordero cocinado en manteca de cerdo y huevos rancios. La ciudad mantenía una respiración agria y melancólica.

Se desabotonó el frente del pantalón, saco la verga y orinó con un suspiro de placer.

La risa cantarina le hizo volver la mirada y paralizar el flujo.

Ella lo miraba con cariño, con gracia, con atención. Estaba detenida a la entrada del callejón, riendo.

– ¡Santa Maria, ora pro nobis ! -gritó entonces la mujer con el terror de quien es perseguida por una bestia, la cara azotada por las alas de pájaros nocturnos, los oídos taladrados por los cascos de los caballos que cabalgan por los aires de donde llueve sangre…

Ella sintió miedo. Londres, con sus estaciones subterráneas, sin duda era un lugar más seguro que la intemperie del campo.

– ¿Entonces por qué envían a los niños al campo? -le preguntó Gabriel mientras tripulaba a gran velocidad el MG amarillo con la capota baja a pesar del frío y del viento.

Ella no se quejaba. Amarró una pañoleta de seda a la cabellera roja para evitar que el pelo le azotara la cara como esas aves negras de la ópera de Berlioz. El maestro podía decir lo que quisiera, pero alejándose de la capital con rumbo al mar, ¿no estaban, de todos modos, más cerca de Francia, de la Europa ocupada por Hitler?

– Recuerda «La carta robada» de Poe. La mejor manera de esconderse es mostrarse. Si nos buscan creyendo que hemos desaparecido, nunca nos encontrarán en el lugar más obvio.

Ella no le daba crédito al jefe de orquesta que manejaba el descapotable de dos asientos con el mismo vigor y concentración desenfadada con que dirigía el conjunto musical, como si quisiese proclamar a los cuatro vientos que también era un hombre práctico y no sólo un «long haired musician», como entonces se les llamaba en el mundo angloamericano: sinónimo de distracción casi bobalicona.

Ella dejó de prestarle atención a la velocidad, a la carretera y al miedo, para darse cuenta de dónde estaba, permitiendo que la ocupase una plenitud que le daba la razón a Gabriel Atlan-Ferrara -«La naturaleza perdura mientras la ciudad muere»- y la incitaba a entregarle sus sentidos a las huertas hundidas del camino, a los bosques y al olor de hojas muertas y a la niebla que goteaba desde las plantas perennes. La asaltaba la sensación de que una savia, inmensa como un gran río sin principio ni fin, invencible y nutricia, fluía con independencia de la locura criminal que sólo el ser humano introduce en la naturaleza.

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