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6.

Soñó que el hielo empezaba a retroceder, revelando enormes peñascos y depósitos de arcilla. Se han formado lagos nuevos en la montaña esculpida por la nieve. Hay un paisaje nuevo de rocas estriadas y rebaños de piedra. Bajo el hielo del lago, se agita una tormenta invisible. El sueño se va formando en cadena. La memoria se vuelve una catarata que amenaza con ahogarla e Inez Prada despierta con un grito.

No está en una cueva. Está en una suite del hotel Savoy en Londres. Mira de reojo al teléfono, a la libreta de notas, a los lápices del albergue para cerciorarse, ¿dónde estoy? Una cantante de ópera a menudo no sabe ni dónde está ni de dónde llegó. Todo aquí parece, sin embargo, una lujosa caverna, todo aquí es cromado y niquelado, los baños, los respaldos. Los marcos brillan como platería y aplacan aún más la vista del triste río desperdiciado, con su color leonado, de espaldas a la ciudad (¿o es la ciudad la que le niega la cara al rió?). El Támesis es demasiado ancho para fluir, como el Sena, por el corazón de la ciudad. Domesticado, reflejando recíprocamente la belleza del río y la de Paris. Bajo el Puente Mirabeau, fluye el Sena…

Ella aparta las cortinas y mira el paso lento y tedioso del Támesis y su escolta de cargueros y remolcadores circulando frente a monstruosos edificios grises de almacenaje o baldíos desperdiciados. Con razón Dickens, que tanto amó a su ciudad, llenó su río de cadáveres asesinados primero y luego expoliados por ladrones a la medianoche…

Londres de espaldas a su río y ella cierra las cortinas. Sabe que la llamada a la puerta del apartamento es de Gabriel Atlan-Ferrara. Han pasado casi veinte años desde que montaron juntos La Da mnation de Faust en la ciudad de México y ahora repetirán la hazaña en Covent Garden pero, igual que cuando trabajaron en Bellas Artes, querían verse en privado primero. Desde 1949 hasta 1967. Ella tenía veintinueve, él cuarenta y dos. Ahora ella tendrá cuarenta y siete, él tiene sesenta, los dos serán un poco los fantasmas de su propia juventud, o quizás sea sólo el cuerpo el que envejece, encarcelando para siempre a la juventud dentro de ese espectro impaciente que llamamos «alma».

Sus encuentros prescritos, por más tiempo que dejaran de verse, eran así un homenaje no sólo a la juventud de ambos, sino a la intimidad personal y a la colaboración artística. Ella - y quería creerlo que él también- pensaba seriamente que así eran las cosas.

Gabriel había cambiado muy poco pero había mejorado también. El pelo entrecano, tan largo y revuelto como siempre, suavizaba un poco sus facciones un poco bárbaras, su mezcla racial mediterránea, provenzal, italiana, acaso zíngara y norafricana (Atlan, Ferrara), aclaraba la piel morena y ennoblecía aún más la frente ancha, aunque no le restaba su fuerza inesperada y salvaje a la respiración de anchas aletas o a la mueca -pues hasta cuando sonreía, y hoy entró particularmente alegre, su sonrisa era una mueca de labios largos y crueles-. Las marcas profundas de las mejillas y las comisuras labiales las había tenido siempre, como si su duelo con la música no acabase de cicatrizar. No eran novedad. Y al quitarse la bufanda roja, el signo menos evitable de la edad apareció colgando del cuello, aflojado a pesar de que los hombres -sonrió Inez-, afeitándose todos los días, por lo menos eliminan naturalmente las escamas del reptil que llamamos vejez.

Se miraron primero.

Ella había cambiado más, las mujeres cambian más que los hombres, más rápidamente, como para compensar la maduración más precoz de su sexo, no sólo física, sino mental, intuitiva… Una mujer sabe más y más pronto de la vida que un hombre lento que tarda en abandonar la infancia. Adolescente perpetuo o, peor, niño viejo. Hay pocas mujeres inmaduras y muchos niños disfrazados de hombres.

Inez sabía cultivar las señas de su identidad permanente. La naturaleza la dotó de una cabellera roja que podía, con la edad, teñirse con el tono de la juventud sin llamar la atención. Ella sabía perfectamente que nada subraya la edad que avanza como los peinados cambiantes. Cada vez que una mujer cambia de peinado, se echa un par de años encima. Inez dejó que su cabellera en llamas, un poco erizada, natural en ella, se convirtiese en su artificio; el pelo de fuego, el signo de Inez, el contraste con los ojos inesperadamente negros y no verdes, como suelen tenerlos las pelirrojas. Si la edad los iba velando, una cantante de ópera sabia cómo hacerlos brillar. La pintura que en otra mujer seria exagerada, en la diva Inez Prada era una prolongación o un anuncio de la representación de Verdi, Bellini, Berlioz…

Se miraron un rato para reconocerse y también para «curiosearse» como dijo ella con sus mexicanismos recurrentes, tomarse de las manos con los brazos extendidos y decirse no has cambiado, eres el/la de siempre, has ganado con la edad, qué distinguidas canas, y habían tenido el gusto, además, de conservar su ropa en un estilo clásico -ella con un peignoir azul pálido que a una diva le permitía recibir en su casa como en su camerino, él con el completo de pana negra que, de todas formas, se acercaba bastante a la moda de la calle en el swinging London de 1967, aunque los dos eran conscientes de que jamás se disfrazarían de jóvenes, como tantos viejos ridículos que no quisieron quedarse fuera de la «revolución» de los sesenta y súbitamente abandonaron sus hábitos de businessmen para reaparecer con patillas enormes (y calvicies imparables), sacos mao, pantalones de marinero y macrocinturones, o respetables señoras de edad madura encaramadas en plataformas frankenstein y mostrando, con sus minifaldas, los estragos varicosos que ni las pantimedias color de rosa alcanzaban a disimular.

Se mantuvieron así, unidos de las manos, con los brazos extendidos, mirándose a los ojos, algunos segundos.

– ¿Qué has hecho en este tiempo? ¿Qué ha pasado? -se dijeron con las miradas: conocían sus carreras profesionales, brillantes ambas, ambas separadas. Ahora, como las líneas paralelas de Einstein, acabarían por encontrarse en el momento de la curva inevitable.

– Berlioz nos vuelve a reunir -sonrió Gabriel Atlan-Ferrara.

– Si -ella sonrió menos-. Ojalá que no sea, como en los toros, función de despedida.

– O, como en México, anuncio de otra separación muy larga… ¿Qué has hecho en este tiempo, qué ha pasado?

Ella lo pensó y lo dijo primero, ¿qué pudo haber pasado?, ¿por qué no sucedió lo que, posiblemente, pudo suceder?

– ¿Por qué no podía suceder? -aventuró él.

Su cuerpo había recuperado la salud después de la golpiza que le propinó la pandilla del bigotón en la Alameda.

– Pero tu alma quedó dañada…

– Creo que si. No pude entender la violencia de esos hombres, aún sabiendo que uno de ellos era tu amante.

– Siéntate, Gabriel. No estés de pie. ¿Quieres té?

– No, gracias. -Ese muchacho no tenía ninguna importancia.

– Yo lo Sé, Inez. No imagino que tú lo hayas mandado a pegarme. Entendí que su violencia iba dirigida contra ti porque lo expulsaste de tu casa, entendí que me golpeaba a mi para no golpearte a ti. Quizás ésa era la forma de su caballerosidad. Y de su honor.

– ¿Por qué te separaste de mi?

– Más bien, ¿por qué no nos acercamos los dos? Yo puedo pensar que tú también te alejaste de mi. ¿Fuimos tan orgullosos que ninguno se atrevió a dar el primer paso de la reconciliación?

– ¿Reconciliación? -murmuró Inez-. Quizás no se trataba de eso. Quizás la agresión de ese pobre diablo no tuvo nada que ver con nosotros, con nuestra relación…

Era una mañana fría pero soleada y salieron a caminar. Un taxi los llevó hasta la iglesia de St. Mary Abbots en Kensington adonde ella, -le dijo a Gabriel-, iba de jovencita a rezar. Era una iglesia no muy antigua con una torre altísima pero con cimientos del siglo XI que a sus ojos maravillados parecían surgir del fondo de la tierra para construir la verdadera iglesia, tan antigua como su fundación y no tan reciente como su construcción. Todo había conspirado para que la disposición de los claustros, las penumbras, los arcos, los laberintos y hasta los jardines de St. Mary Abbots pareciesen tan antiguos como los cimientos de la abadía. Era, casi, -comentó Gabriel-, como si la Inglaterra católica fuese el fantasma confeso de la Inglaterra protestante, apareciendo como duende en los pasadizos, las ruinas y los cementerios del mundo sin imágenes del puritanismo anglosajón.

– Sin imágenes, pero con música -le recordó sonriendo Inez.

– Seguramente para compensar -dijo Gabriel.

La High Street es cómoda y civilizada, abunda en tiendas útiles y expeditas, papelerías, venta de máquinas de escribir y duplicadoras, boutiques de ropa juvenil, expendios de periódicos y revistas, librerías y un gran parque abierto detrás de rejas elegantes, Holland Park, uno de esos espacios verdes que puntean la ciudad de Londres y le dan su más singular belleza. Las avenidas son utilitarias, anchas y feas -al contrario de los grandes bulevares de Paris-, pero protegen el secreto de las calles tranquilas que con regularidad geométrica desembocan en parques enrejados de altas arboledas, pastos bien peinados y bancas para la lectura, el reposo o la soledad. Inez amaba regresar a Londres y encontrar siempre esos remansos que no cambiaban más que con las estaciones, los jardines estacionarios independientes de la moda invasora y el ruido tribal con que la juventud anuncia su llegada, como si el silencio la consignara a la inexistencia.

Inez, envuelta en una gran capa negra forrada de pieles de reno rubio contra el frió de noviembre, tomó el brazo de Gabriel. El conductor era resistente al clima, con su traje de pana, la garganta cubierta por la larga bufanda roja que a veces se echaba a volar como una enorme llamarada cautiva.

– ¿Reconciliación o miedo? -prolongó ella.

– ¿Debí retenerte entonces, Inez? -preguntó él sin mirarla, con la cabeza baja, mirando la punta de sus propios zapatos.

– ¿Debí retenerte yo? -Inez guardó la mano sin guantes en la bolsa de la chaqueta de Gabriel.

– No -observó él-, creo que ninguno de los dos, hace veinte años, quería comprometerse con algo que no fuese su propia carrera…

– La ambición -lo interrumpió Inez-. Nuestra ambición. La tuya y la mía. No queríamos sacrificarla a otro, a otra persona. ¿Es cierto? ¿Basta? ¿Bastó?

– Tal vez. Yo me sentí ridículo después de la golpiza. Nunca pensé que era culpa tuya, Inez, pero sí pensé que si eras capaz de acostarte con un tipo así, no eras la mujer que yo quería.

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