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– ¿Lo sigues creyendo?

– Te digo que nunca lo creí. Simplemente, tu idea de la libertad del cuerpo no era igual a la mía.

– ¿Crees que me acostaba con ese muchacho porque lo consideraba inferior y podía despacharlo a mi gusto?

– No, creo que no sólo no discriminabas lo suficiente, sino que te avergonzabas demasiado y por eso hacías pública tu preferencia.

– Para que nadie me acusara de ser una snob sexual.

– Tampoco. Para que nadie creyera en tu discreción y eso te liberara aún más. Tenía que acabar mal. Las relaciones sexuales tienen que mantenerse en secreto.

Inez se desprendió irritada de Gabriel.

– Las mujeres somos mejores guardianes de los secretos de alcoba que ustedes. Ustedes son los machos, los pavo reales. Tienen que ufanarse, como los kobs triunfantes en la lucha por la hembra.

Él la observó con intención.

– A eso me refiero. Escogiste a un amante que iba a hablar de ti. Ésa fue tu indiscreción.

– ¿Y por eso te fuiste sin una palabra?

– No. Tengo otra razón más seria.

Rió y le apretó el brazo.

– Inez, quizás tú y yo no nacimos para hacernos viejos juntos. No te imagino saliendo a comprar la leche a la esquina mientras yo busco el diario con paso arrastrado y terminamos el día mirando la tele como recompensa por estar vivos…

Ella no rió. Desaprobó la comedia de Gabriel. Se estaba alejando de la verdad. ¿Por qué se separaron después del Fausto de Bellas Artes? Casi veinte años…

– No hay historia sin sombras -apeló Gabriel.-

– ¿Hubo sombras en tu vida, todo este tiempo? -le preguntó ella cariñosamente.

– No sé cómo llamar a la espera.

– ¿Espera de qué?

– No sé. Quizás de algo que debía ocurrir para hacer inevitable nuestra unión.

– ¿Para hacerla fatal, quieres decir?

– No, para evitar la fatalidad.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé muy bien. Es un sentimiento que sólo ahora reconozco, al verte después de tanto tiempo.

Le dijo que tuvo miedo de comprometerla mediante el amor con un destino que no era el de ella y acaso, con egoísmo, el de él tampoco.

– ¿Tú tuviste muchas mujeres, Gabriel? -repuso con aire burlón Inez.

– Si. Pero ya no recuerdo una sola. ¿Y tú?

Inez convirtió la sonrisa en carcajada.

– Me casé.

– Oí decirlo. ¿Con quién?

– ¿Recuerdas a ese músico o poeta o censor oficial que se sentaba a ver los ensayos?

– ¿El de las tortas de frijol?

Ella rió; ese mismo; el licenciado Cosme Santos.

– ¿Engordó?

– Engordó. ¿Y sabes por qué lo escogí? Por la razón más débil y obvia del mundo. Era un hombre que me daba seguridad. No era el mequetrefe violento que, hay que admitirlo, era un verdadero stud, un garañón al que nunca le fallaba el vigor sexual y que no te cuenten cuentos, no ha nacido mujer que resista eso. Pero tampoco era el gran artista, el ego supremo que me prometería ser pareja creadora con él, sólo para dejarme atrás, o dejarme sola, en nombre de lo mismo que debió unirnos, Gabriel, la sensibilidad, el amor a la música…

– ¿Cuánto duró tu matrimonio con el licenciado Cosme Santos?

– Ni un minuto -hizo ella una mueca e imitó la reacción impuesta por el frió-. Ni el sexo ni el espíritu se dieron. Por eso duramos cinco años. No me importaba. Pero no me estorbaba. Mientras él mismo se restó importancia y no se metió en mi vida, lo toleré. Cuando decidió volverse importante para mi, pobrecito, lo abandoné. ¿Y tú?

Habían dado la vuelta completa a las avenidas boscosas de Holland Park y ahora cruzaban el prado en el que algunos chiquillos jugaban soccer. Gabriel tardó en contestar. Ella sintió que se reservaba algo, algo que no podría decir sin desconcertarse a sí mismo, más que a ella.

– ¿Recuerdas cuando nos conocimos? -dijo al cabo Inez-. Tú eras mi protector. Pero también entonces me abandonaste. En Dorset. Me dejaste con una foto mutilada de la cual había desaparecido un muchacho del cual quisiera haberme enamorado. En México volviste a dejarme. Ya van dos veces. No te lo reprocho. Te devolví en prenda el sello de cristal que me regalaste en la playa inglesa en 1940. ¿Tú crees que puedes hacerme ahora un don para corresponderme?

– Es posible, Inez.

Había tal duda en su voz que Inez acrecentó el calor de la suya.

– Quiero entender. Es todo. Y no me digas que fue al revés, que yo te dejé a ti. ¿O es que estaba demasiado disponible y te rebelaste con disgusto contra algo parecido a la facilidad excesiva? Te gusta conquistar, yo lo sé. ¿Me viste muy ofrecida?

– Nadie ha sido más difícil de conquistar que tú -dijo Gabriel cuando salieron de vuelta a la avenida.

– ¿Cómo?

El ruido súbito del tráfico la ensordeció. Cruzaron con la luz verde y se detuvieron frente a la marquesina del cine Odeón en el cruce con Earls y Court Road.

– ¿Por dónde quieres seguir? -le preguntó él.

– Earls Court es muy ruidosa. Ven. A la vuelta de aquí hay un callejón.

Hasta el callejón llegaba la banda sonora del cine, la música típica de las películas de James Bond. Pero al final se abría el pequeño parque arbolado y enrejado de Edwardes Square con sus casas elegantes de balcones de fierro y su pub cuajado de flores. Entraron, se sentaron y pidieron dos cervezas.

Gabriel dijo mirando alrededor que un lugar así era un refugio y lo que sintió en México era todo lo contrario. En esa ciudad no había amparo, todo estaba desprotegido, una persona podía ser destruida en un instante, sin advertencia…

– ¿Y me abandonaste a eso, sabiendo eso? -silbó ella, pero sin reproche.

Él la miró directamente.

– No. Te salvé de algo peor. había algo más peligroso que la terrible amenaza de vivir en la ciudad de México.

Inez no se atrevió a preguntar. Si él no entendía que ella no podía inquirir directamente, más le valía quedarse callada.

– Quisiera decirte qué peligro era ése. La verdad es que no lo sé.

Ella no se enfadó. Sintió que él no estaba evadiendo nada al decirle esto.

– Sólo sé que algo en mí me prohibió pedirte que fueras mi mujer para siempre. En contra de mi, a favor tuyo, así fue.

– ¿Y aún no sabes qué obstáculo te lo impidió, por qué no me dijiste…?

– Te amo, Inez, te quiero para siempre conmigo. Sé mi mujer, Inez… Eso debí decir.

– ¿Ni ahora lo dirías? Yo hubiese aceptado.

– No. Ni ahora.

– ¿Por qué?

– Porque todavía no sucede lo que temo.

– ¿No sabes qué cosa temes?

– No.

– ¿No temes que lo que temes ya sucedió y que lo que sucedió, Gabriel, es lo que no sucedió?

– No. Te juro que aún no ocurre.

– ¿Qué cosa?

– El peligro que represento para ti.

Mucho tiempo después, no sabrían recordar si hubo algunas cosas que se dijeron cara a cara, o sólo las pensaron al mirarse después de tanto tiempo, o si las pensaron a solas, antes o después del encuentro. Uno y otro se desafiaron y desafiaron a todos los seres humanos, ¿quién recuerda exactamente el orden de una conversación, quién sabe con exactitud si las palabras de la memoria fueron dichas realmente o sólo pensadas, imaginadas, socalladas?

Antes del concierto, en todo caso, Inez y Gabriel no supieron recordar si uno de ellos se atrevió a decir no queremos vernos más porque no queremos vernos envejecer y quizás no podemos querernos ya por la misma razón.

– Nos estamos desvaneciendo como fantasmas.

– Siempre lo fuimos, Inez. Lo que pasa es que no hay historia sin sombras, y a veces confundimos lo que no vemos con nuestra propia irrealidad.

– Te sientes pesaroso? ¿Te arrepientes de algo que pudiste hacer, dejando pasar la ocasión? ¿Debimos casarnos en México?

– No sé, sólo te digo que por fortuna nunca tuvimos tú y yo el peso muerto de un amor fracasado o de un matrimonio insoportable.

– Ojos que no ven, corazón que no siente.

– A veces he pensado que volverte a amar seria sólo una indecisión voluntaria…

– Yo en cambio a veces creo que no nos queremos porque no queremos vernos envejecer…

– ¿Has pensado, sin embargo, en el temblor que sentirás si un día yo camino sobre tu tumba?

– ¿O yo sobre la tuya? -rió al cabo la mujer.

Lo cierto es que él salió al frió de noviembre pensando que no tenemos otra salvación que olvidar nuestros pecados. No perdonarlos, sino olvidarlos.

Ella, en cambio, permaneció en el hotel preparándose un lujoso baño y pensando que los amores frustrados hay que dejarlos rápidamente atrás.

¿Por qué, entonces, los dos, cada uno por su lado, tenían la intuición de que esa relación, este amor, este affaire, no acababa de concluir, por más que ambos, Inez y Gabriel, lo diesen, no sólo por terminado, sino, acaso, por nunca iniciado en un sentido profundo? ¿Qué se interponía entre los dos, no sólo para frustrar la continuación de lo que fue, sino para impedir que tuviese lugar lo que nunca fue?

Inez, enjabonándose con delectación, pudo pensar que la pasión original nunca se repite. Gabriel, caminando por el Strand (pólvora de 1940, polvo de 1967), añadiría más bien que la ambición había vencido a la pasión, pero que el resultado era el mismo: nos estamos desvaneciendo como fantasmas. Ambos pensaron que nada debía interrumpir, de todos modos, la continuidad de los hechos. Y los hechos ya no dependían ni de la pasión ni de la ambición ni de la voluntad de Gabriel Atlan-Ferrara o de Inez Prada.

Ambos estaban exhaustos. Lo que habría de ser, sería. Ellos iban a cumplir el último acto de su relación. La Damnation de Faust de Berlioz.

En el camerino, vestida ya para la representación, Inez Prada continuó haciendo lo que, obsesivamente, hacía desde que Gabriel Atlan-Ferrara puso en sus manos la fotografía y se fue del hotel Savoy sin decir una palabra.

Era la vieja foto de Gabriel en su juventud, sonriente, desmelenado, con sus facciones menos definidas pero con los labios llenos de una alegría que Inez jamás conoció en él. Estaba desnudo hasta la cintura; el retrato no llegaba más abajo.

Inez, sola en la suite del hotel, un poco deslumbrada por el encuentro del decorado de plata y el pálido Sol del invierno que es como un niño nonato, miró largamente la foto, la postura del joven Gabriel con el brazo izquierdo abierto, separado del cuerpo, como si abrazara a alguien.

Ahora, en el camerino de Covent Garden, la imagen se había completado. Lo que esa tarde fue una ausencia -Gabriel solo, Gabriel jóven se había ido convirtiendo, poco a poco, con levísimas palideces primero, con contornos cada vez más precisos después, con una silueta inconfundible ahora, en una presencia en la fotografía: Gabriel abrazaba al muchacho rubio, esbelto, sonriente también, exactamente opuesto a él, sumamente claro, sonriendo abiertamente, sin enigma. El enigma era la reaparición lenta, casi imperceptible, del muchacho ausente, en el retrato.

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