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Era la foto de una camaradería ostentosa, con el orgullo de dos seres que se encuentran y reconocen en la juventud para afirmarse juntos en la vida, nunca separados.

«¿Quién es?»

«Mi hermano. Mi camarada. Si tú quieres que yo hable de mí, tendrás que hablar de él…»

¿Fue eso lo que dijo entonces Gabriel? Lo dijo hace más de veinticinco años…

Era como si la foto invisible se hubiese revelado, ahora, gracias a la mirada de Inez.

La foto de hoy volvía a ser la del primer encuentro en la casa de playa.

El muchacho desaparecido en 1940 reaparecía en 1967.

Era él. No cabía duda.

Inez repitió las primeras palabras del encuentro:

– Ayúdame. Ámame. E-dé. E-mé.

Unas terribles ganas de llorar la pérdida se adueñaron de ella. Sintió en su imaginación una barrera mental que le vedaba el paso: prohibido tocar los recuerdos, prohibido pisar el pasado. Pero ella no podía abandonar la contemplación de esa imagen en la cual las facciones de la juventud iban regresando gracias a la contemplación intensa de una mujer también ausente. ¿Bastaba mirar con atención una cosa para que lo desaparecido reapareciera? ¿Todo lo oculto estaba simplemente esperando nuestra mirada atenta?

La interrumpió el llamado a escena.

Más de la mitad de la ópera había transcurrido ya, ella sólo hacia su aparición en la tercera parte, con una lámpara en la mano. Fausto se ha escondido. Mefistófeles se ha escapado. Margarita va a cantar por primera vez:

Que l’áir est étouffant!
J’ai peur comme un énfant!

Cruzó miradas con Atlan-Ferrara dirigiendo la orquesta con un aire ausente, totalmente abstraído, profesional, sólo que la mirada negaba esa serenidad, contenía una crueldad y un terror que la espantaron apenas cantó la siguiente estrofa,

c’est mon réve d'hier
quí m’a toute troublée ,

«mi sueño de ayer es la causa de mi inquietud» y en ese instante, sin dejar de cantar, dejó de escuchar su propia voz, sabia que cantaba pero no se oía a sí misma, ni oía a la orquesta, sólo miraba a Gabriel mientras otro canto, interno a Inez, fantasma del aria de Margarita, la separaba de ella misma, entraba a un rito desconocido, se posesionaba de su propia acción en el escenario como de una ceremonia secreta que los demás, todos los que habían pagado boletos para asistir a una representación de La Damnation de Faust en Covent Garden, no tenían derecho a contemplar: el rito era sólo de ella, pero ella no sabia cómo representarlo, se confundió, ya no se escuchaba a sí misma, sólo veía la mirada hipnótica de Atlan-Ferrara recriminándola por su falta de profesionalismo, ¿qué cantaba, qué decía?, mi cuerpo no existe, mi cuerpo no toca la tierra, la tierra empieza hoy, hasta lanzar un grito fuera de tiempo, un anticipo de la gran cabalgata infernal con que culmina la obra.

Oui, soufflez, ouragans,
-criez, foret sprofondes,
croulez, rochers…

Y entonces la voz de Inez Prada pareció convertirse primero en eco de si misma, en seguida en compañera de si misma, al cabo en voz ajena, separada, voz de una potencia comparable al galope de los corceles negros, al batir de las alas nocturnas, a las tormentas ciegas, a los gritos de los condenados, una voz surgida del fondo del auditorio, abriéndose paso por las plateas, primero entre la risa, en seguida el asombro y al cabo el terror del público de hombres y mujeres maduros, engalanados, polveados, rasurados, bien vestidos, ellos secos y pálidos o rojos como tomates, sus mujeres escotadas y perfumadas, blancas como quesos añejos o frescas como rosas fugaces, el público distinguido del Covent Garden ahora puesto de pie, dudando por un momento si ésta era la audacia suprema del excéntrico director francés, la «rana» Atlan-Ferrara, capaz de conducir a este extremo la representación de una obra sospechosamente «continental», por no decir «diabólica»…

Gritó el coro, como si la obra se hubiese apocopado a sí misma, saltándose toda la tercera parte para precipitarse hacia la cuarta, la escena de los cielos violados, las tormentas ciegas, los terremotos soberanos, Sancta Margarita, aaaaaaaaaah…

Desde el fondo del auditorio avanzaron hacia la escena la mujer desnuda con la cabellera roja erizada, los ojos negros brillando de odio y venganza, la piel nacarada rayada de abrojos y maculada de hematomas, cargando sobre los brazos extendidos el cuerpo inmóvil de la niña, la niña color de muerte, rígida ya en manos de la mujer que la ofrecía como un sacrificio intolerable, la niña con un chorro de sangre manándole entre las piernas, rodeadas de gritos, el escándalo, la indignación del público, hasta llegar al escenario, paralizando de terror a los espectadores, ofreciendo el cuerpo de la niña muerta al mundo mientras Atlan-Ferrara dejaba que los fuegos más feroces de la creación pasaran por su mirada, sus manos no dejaban de dirigir, el coro y la orquesta lo seguían obedeciendo, ésta era acaso una innovación más del genial maestro, ¿no había dicho varias veces que quería hacer un Fausto desnudo?, la doble exacta de Margarita subía desnuda al escenario con un bebé sangrante entre las manos y el coro cantaba Sancta María, ora pro nobis y Mefistófeles no sabia qué decir fuera del texto prescrito pero Atlan-Ferrara lo decía por él, hop! Hop! hop! y la extraña adueñada del escenario silbaba jas, jas, jas y se acercaba a Inez Prada inmóvil, serena, con los ojos cerrados pero con los brazos abiertos para recibir a la niña sangrante y dejarse desnudar a gritos, rasgada, herida, sin resistir, por la intrusa de la cabellera roja y los ojos negros, jas, jás, jas, hasta que, desnudas las dos ante el público paralizado por las emociones contradictorias, idénticas las dos sólo que era Inez quien ahora portaba a la niña, convertida Inez Prada en la mujer salvaje, como en un juego óptico digno de la gran mise-en-sce'ne de Atlan-Ferrara, la mujer salvaje se fundía en Inez, desaparecía en ella y entonces el cuerpo desnudo que ocupaba el centro del escenario caía sobre el tablado, abrazada a la niña violada y el coro exhalaba un grito terrible,

Sancta Margarita, ora pro nobis jas!
irimuru karabao!jas!Jas!jas!

En el silencio azorado que siguió al tumulto, sólo se escuchó una nota espectral, jamás escrita por Berlioz, el tañido de una flauta tocando una música inédita, rápida como el vuelo de las aves raposas. Música de una dulzura y melancolía que nadie había escuchado antes. Toca la flauta un hombre joven, pálido, rubio, color de arena. Tiene las facciones esculpidas hasta el punto que una talla más de la nariz afilada, los labios delgados o los pómulos lisos las hubiera quebrado o quizás borrado. La flauta es de marfil, es primitiva, o antigua, o mal hecha… Parece rescatada del olvido o de la muerte. Su solitaria insistencia quiere decir la última palabra. El joven rubio no parece, sin embargo, tocar la música. El joven rubio padece la música, ocupa el centro de un escenario vacío frente a un auditorio ausente.

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