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– Tu hermano?

– si, porque era sobre todo mi compañero. Compañero, hermano, ceci, cela, qué más da…

– ¿Dónde está?

Gabriel no sólo bajó la mirada. La perdió.

– No sé. Siempre le gustaron las ausencias largas y misteriosas.

– ¿No se comunica contigo?

– Si.

– Entonces, si sabes dónde está.

– Las cartas no tienen fecha ni lugar.

– ¿De dónde llegan?

– Yo lo dejé a él en Francia. Por eso escogí este sitio.

– ¿Quién te las trae?

– Desde aquí, estoy más cerca de Francia. Veo la costa normanda.

– ¿Qué te dice en las cartas? Perdón… siento que no me has dado permiso…

– Si. Si, no te preocupes. Mira, le gusta hacer recuerdos de nuestra vida de adolescentes. Bah, recuerda, no sé, cómo me envidiaba cuando yo sacaba a bailar a la muchacha más bonita y la hacía lucir en la pista. Confiesa que me tenía celos, pero tener celos es darle importancia a la persona que quisiéramos sólo para nosotros, celos, Inés, no envidia, la envidia es una ponzoña impotente, queremos ser otro. El celo es generoso, queremos que el otro sea mío.

– ¿Cómo era? ¿Él no bailaba?

– No. Prefería verme bailar y luego decirme que sentía celos. Él era así. Vivía a través de mi y yo a través de él. Éramos camaradas, ¿te das cuenta?, teníamos esa liga entrañable que el mundo pocas veces comprende y siempre trata de romper, aislándonos mediante el trabajo, la ambición, las mujeres, las costumbres que cada cual va adquiriendo por separado… La historia.

– Quizás es bueno que sea así, maestro.

– Gabriel.

– Gabriel. Quizás si la maravillosa camaradería de la juventud se prolongara, perdería su luz.

– La nostalgia que la sostiene, quieres decir.

– Algo así, maestro… Gabriel.

– ¿Y tú, Inés? -cambió el tema bruscamente Atlan-Ferrara.

– Nada especial. Me llamo Inés Rosenzweig. Mi tío es diplomático mexicano en Londres. Desde pequeña todos notaron que tenía buena voz. Entré al Conservatorio de México y ahora estoy en Londres -rió- metiendo el desorden en el coro de La Damnation de Faust y dándole cólicos al célebre y joven maestro Gabriel Atlan-Ferrara.

Levantó el tazón de café como si fuese una copa de champaña. Se quemó los dedos. Estuvo a punto de preguntarle al maestro:

– ¿Quién te trae las cartas?

Sólo que Gabriel se adelantó.

– ¿No tienes novio? ¿No dejaste a nadie en México?

Inés negó con un movimiento de cabeza que sacudió su melena acerezada. Frotó los dedos irritados, discretamente, contra la falda a la altura del muslo. El sol ascendiente parecía conversar con la aureola de la muchacha, envidiándola. Pero ella no apartaba la mirada de la foto de Gabriel y su hermano-compañero. Era un muchacho muy bello, tan diferente de Gabriel como puede serlo un canario de un cuervo.

– ¿Cómo se llamaba?

– Se llama, Inés. No ha muerto. Sólo ha desaparecido.

– Pero recibes sus cartas. ¿De dónde llegan? Europa está aislada…

– Hablas como si quisieras conocerlo…

– Claro. Es interesante. Y muy bello.

Una belleza nórdica tan lejana de la personalidad latina de Gabriel -¿era buen mozo o sólo impresionante?, ¿hermano, compañero?-. La pregunta dejó de preocupar a Inés. Era imposible ver la fotografía del muchacho sin sentir algo por él, amor, inquietud, deseo sexual, intimidad quizás, o quizás cierto desdén helado… Indiferencia no. No la permitían los ojos claros como lagunas jamás cursadas por navegantes, la cabellera rubia y lacia que era como el ala de una espléndida garza real y el torso esbelto y firme.

Los dos muchachos estaban sin camisa pero la foto se detenía en los vientres. El torso del joven rubio correspondía a la suma de las facciones esculpidas hasta el punto en que una talla más de la nariz afilada, los labios delgados o los pómulos lisos los hubiese quebrado o, quizás, borrado.

El muchacho sin nombre merecía atención. Eso se dijo Inés esta madrugada. El amor que exigía el hermano o camarada era el amor atento. No dejar que pasaran las ocasiones. No distraerse. Estar presente para él porque él estaba presente para ti.

– ¿Eso te hace sentir esta foto?

– Te soy franca. No es la foto. Es él.

– También estoy yo. No está solo.

– Pero tú estás aquí, a mi lado. No te hace falta la foto.

– ¿Y él?

– Él es sólo su imagen. Nunca he visto a un hombre tan bello.

– No sé dónde está -concluyó Gabriel y la miró con enfado y una suerte de orgullo vergonzoso-. Si quieres, piensa que las cartas las escribo yo mismo. No vienen de ningún lado. Pero no te sorprendas si algún día reaparece.

Inés no quiso arredrarse ni mostrar asombro. Con seguridad, una regla del trato con Gabriel Atlan-Ferrara era ésa: afirmar la normalidad en toda circunstancia salvo en la gran creación musical. No seria ella quien alimentase la hoguera de su creatividad dominante, no seria ella quien se riese de él cuando entró sin avisar al único baño -la puerta estaba entreabierta, no violaba ningún tabú- y lo vio ante el espejo como un pavo real que fuese capaz de saberse reflejado. Luego vino la risa de él una risa forzada mientras se peinaba rápidamente, explicando con los hombros encogidos, desdeñosos:

– Soy hijo de madre italiana. Cultivo la bella figura. No te preocupes. Es para impresionar a los demás hombres, no a las mujeres. Ése es el secreto de Italia.

Ella sólo traía puesta una bata de algodón metida apresuradamente en el maletín de weekend. Él estaba completamente desnudo y se acercó a ella excitado, abrazándola. Inés lo alejó.

– Perdón, maestro, ¿crees que vine aquí sólo como una gama, sólo para atender a tu llamado sexual?

– Toma la recámara, por favor.

– No, el sofá de la sala está bien.

Inés soñó que esta casa estaba llena de arañas y puertas cerradas. Quería escapar del sueño pero los muros de la casa chorreaban sangre y le impedían el paso. No había puertas abiertas. Manos invisibles tocaban a los muros, rat-tat-tat, rat-tattat… Recordó que los búhos se comen a las ratas. Logró escapar del sueño pero ya no supo distinguirlo de la realidad. Vio que se acercaba a un acantilado y que su sombra se proyectaba sobre la arena plateada. Sólo que era la sombra la que la miraba a ella, obligándola a huir de regreso a la casa y pasar por un rosedal donde una niña macabra arrullaba a un animal muerto y la miraba, sonriéndole con dientes perfectos pero manchados de sangre, a ella, a Inés. El animal era un zorro plateado, recién creado por la mano de Dios.

Cuando despertó, Gabriel Atlan-Ferrara estaba sentado a su lado mirándola dormir.

– La oscuridad nos permite pensar mejor -dijo él con voz normal, tan normal que parecía ensayada. Malebranche sólo podía escribir con las cortinas cerradas. Demócrito se sacó los ojos para ser filósofo de verdad. Homero sólo ciego pudo ver el mar color de vino. Y Milton sólo ciego pudo reconocer la figura de Adán naciendo del lodo y reclamándole a Dios: Devuélveme al polvo de donde me sacaste.

Se alisó las negras y salvajes cejas.

– Nadie pidió que lo trajeran al mundo, Salieron, después del frugal almuerzo de huevos y chorizo, a caminar frente al mar. Él con su pullover de cuello de tortuga y sus pantalones de pana, ella con la pañoleta amarrada a la cabeza y un traje sastre de lana gruesa. Él empezó por bromear diciendo que éste era país de cacería suntuosa, si pones atención puedes adivinar el paso de las aves costeras con sus picos largos para arrancar el alimento, si miras tierra adentro verás pasar al urogallo rojo en busca de su desayuno de brezos, a la perdiz de patas rojas o el estricto y esbelto faisán; los patos salvajes y los patos azules… y yo sólo puedo darte, como Don Quijote, «duelos y quebrantos».

Le pidió perdón por lo de anoche. Quería que ella lo entendiese. El problema del artista era que a veces no sabia distinguir entre eso que pasa por ser la normalidad cotidiana y la creatividad que también es cotidiana, no excepcional. Ya se sabe que el artista que espera la llegada de la «inspiración» se muere en la espera, mirando pasar al urogallo, y acabando con un huevo frito y medio chorizo. Para él, para Gabriel Atlan-Ferrara, el universo estaba vivo en todo momento y en todo objeto. De la piedra a la estrella.

Inés miraba con un instinto hipnótico hacia la isla que podía mirarse, muy lejana, en el horizonte marino. La Luna había tardado en dormirse y continuaba exactamente arriba de sus cabezas.

– ¿Has visto a la Luna de día? -preguntó él.

– Si -contestó ella sin sonreír-. Muchas veces.

– ¿Sabes por qué está tan alta la marea hoy? -ella negó y él prosiguió-: Porque la Luna está exactamente encima de nosotros, en su más poderoso momento magnético. La Luna hace dos órbitas alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas más cincuenta minutos. Por eso todos los días hay dos mareas altas y dos mareas bajas.

Ella lo miró divertida, curiosa, impertinente, preguntándole en silencio ¿a qué viene todo esto?

– Dirigir una obra como La Damnation de Faust requiere convocar todos los poderes de la naturaleza. Tienes que tener presente la nebulosa del origen, tienes que imaginar un Sol gemelo del nuestro que un día estalló y se dispersó en los planetas, tienes que imaginar al universo entero como una inmensa marea sin principio ni fin, en expansión perpetua, tienes que sentir pena por el Sol que en unos cinco mil millones de años quedará huérfano, arrugado, sin oxígeno, como un globo infantil exhausto…

Hablaba como si dirigiese una orquesta, convocando poderes acústicos con un solo brazo extendido y un solo puño cerrado.

– Tienes que encarcelar la ópera dentro de una nebulosa que esconde un objeto invisible desde afuera, la música de Berlioz, cantando en el centro luminoso de una galaxia parda que sólo revelará su luz gracias a la luminosidad del canto, de la orquesta, de la mano del director… Gracias a ti y a mí.

Guardó un silencio momentáneo y se volvió a mirar, sonriente, a Inés.

– Cada vez que sube o baja la marea en este punto donde nos encontramos en la costa inglesa, Inés, la marea sube o baja en un punto del mundo exactamente opuesto al nuestro. Yo me pregunto y te lo pregunto a ti, igual que la marea sube y baja puntualmente en dos puntos opuestos de la Tierra, ¿aparece y reaparece el tiempo?, ¿la historia se duplica y se refleja en el espejo contrario del tiempo, sólo para desaparecer y reaparecer azarosamente?

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