– Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia? -dijo indicándome.
– Estos llegaron insultando al establecimiento, le pegaron al barman y, cuando quise pedirles que se retiraran, tropecé y choqué con el señor. Lo siento mucho. Fue una casualidad.
– Naturalmente. Y tiene los huevos en el cuello porque sufre de hipo. Me temo que tendrás que venir con nosotros. Cuestión de rutina.
– ¿Por qué? El se limitó a proteger el prestigio del establecimiento -dijo Big Jim.
– ¿Quién es este breva? preguntó el poli.
– Big Jim Splash. El follador telepático. Americano -informo el barman.
– Tápese o lo detengo por inmoral. Y el chileno nos acompaña al cuartel -enfatizó el poli.
El asunto tomaba un matiz bastante desagradable. La pasma alemana es terriblemente sensible cuando les joden los esquemas. Ahí tenían un claro, nítido, caso de alteración del orden y con un turco culpable servido en bandeja, pero el turco no era turco y hasta tenía un testigo alemán a su favor. Mal asunto, parecía reflexionar el poli, y no se precisaba de una gran sagacidad para adivinarle las intenciones: quería verme un par de horas en una celda y con los cuatro bebés que se sostenían sobre sus patas como compañeros de infortunio.
– Dame tus manitas pidió mostrándome las esposas.
Hay que saber perder. Obedecí, y en ese preciso momento se escuchó la voz del hombre de la silla de ruedas. Habló con un pausado acento suizo y sin moverse del reservado.
– Oficial. Acérquese, por favor. Creo que puedo colaborar para superar este malentendido.
Mientras el poli se aproximaba al inválido entraron los camilleros. Esquivando las patadas y manotazos del bebé lo examinaron.
– Varios dientes perdidos y posible fractura del tabique nasal. Lo demás lo dirán las radiografías -murmuró uno, y lo sacaron todavía doblado sobre la camilla.
El poli al mando regresó del reservado. Estiré las manos, pero me ignoró.
– El pasaporte -dijo al poli que había consultado por mi currículo.
– Está limpio -informó el otro.
– Vamos. Y ustedes, chicos, a divertirse a otra parte -aconsejó a los bebés.
– ¿Y mi denuncia, ¿qué? Esos me pegaron -volvió a insistir el barman.
– Si quiere hacer una denuncia pase por el cuartel. Buenas noches.
Se marcharon. Recién entonces el dueño del Regina se atrevió a abandonar su despacho. El tipo era un monumento al valor.
– Se te pasó la mano. Un golpe es un golpe, pero esta vez fuiste demasiado lejos. Estos escándalos desprestigian el local y ahuyentan a los clientes.
– Su ayuda no pudo ser más oportuna. Gracias.
– ¿Y qué querías que hiciera? No me gustan los líos con la pasma.
– Gracias de todos modos.
El barman se acariciaba la cara con un trozo de hielo. Hizo un gesto de desprecio en cuanto el dueño regresó a la tranquilidad de su despacho.
– ¿Te pongo un trago?
– Un Jack Daniel's con hielo, pero no con ese que estás babeando. ¿Te duele todavía? Algo. Lo hiciste bien. Condenaste a ese cabrón a comer papillas y a sonarse por la nuca. Lástima que no le reventaras los huevos. No le vi sangre en la entrepierna.
– Nadie es perfecto.
– El tipo del reservado hace señas para que te acerques.
Avancé hasta el reservado. Los bávaros se habían marchado luego del incidente, de tal manera que era el único parroquiano. Le calcule unos sesenta años, apenas había probado el champaña y fumaba un grueso cigarro. Al acercarme, el perro salió de debajo de la mesa y me enseñó los dientes.
– Tranquilo, Canalla. ¿Una copa?
– No sé qué le dijo al poli, pero supongo que debo darle las gracias.
– Olvídalo. ¿Puedo tutearte?
– El cliente manda.
– No estuvo mal la exhibición.
– A veces hay suerte. A veces no.
– Juan Belmonte. ¿Sabes que tienes nombre de torero?
– Veo que sabe mi nombre.
– Sé mucho de ti. Mucho.
– ¿Qné hace un inválido como tú en un lugar como éste?
La pregunta le caia cortada al viejo. Ocupaba una silla de ruedas dotada de numerosos botones de mando, y la parte superior de su indumentaria se notaba fina. Aquel viejo no se vestía con los saldos de C amp; A. Lucía manos pequeñas y bien cuidadas. En la ópera no hubiera llamado la atención, pero en un cabaret de mala muerte como el Regina resultaba totalmente fuera de sitio. Lo sentí escudriñándome sin perder una sonrisa cínica. El perro también me observaba.
– Usted me llamó. ¿Qué quiere de mí?
– Hablar largamente. En privado, se entiende.
– A diez metros encontrará un club gay. Lo siento, pero no es lo mío.
– ¡¿Marica yo?! ¡Dios mío! En silla de ruedas y con un tipo dándome por el culo. Parecería una pala mecánica. Y con la verga parada me vería como un tanque. ¡Dios mío!
Le vino un ataque de risa que ahogó con su contundente tos de fumador. El perro, alarmado, gruñó amenazante.
– Tranquilo, Canalla. No pasa nada. Tenemos que hablar, Belmonte.
– Depende del tema.
– De tu pasado, por ejemplo. No me decepciones. Sé que eres ¨chileno y los chilenos son grandes conversadores. Creo que les viene de los indios. Los mapuches elegían a sus jefes en concursos de oratoria.
– También los suizos son grandes conversadores. Pero no me interesa hablar ni de mi pasado ni del suyo.
– ¿Tan fuerte es mi acento? En fin. Vamos a hablar de trabajo.
Trabajo. No era la primera vez que alguien se me acercaba para proponerme un "Trabajo sencillo, sin complicaciones, se trata de llevar unos paquetes a Berlín, ¿entiendes? Un polvito blanco, un detergente muy delicado".
– Tengo trabajo y me gusta lo que hago. Dejémoslo aquí. Buenas noches.
– Espera. Si das un solo paso, Canalla te arranca los huevos. Vas a trabajar para mí, Belmonte. Sé todo lo que se puede saber de ti. Todo. ¿No me crees? Te daré un ejemplo: hace dos semanas giraste quinientos marcos a Verónica.
El dedo, la mano entera en la llaga. Estiré los brazos con la intención de levantarlo con silla de ruedas y todo, mas el perro se interpuso presto a saltarme al cuello.
– ¿Quién demonios eres, tullido de mierda?
– ¿Ves como es posible conversar? Quieto, Canalla. Vas a trabajar para mí y te aseguro que no te arrepentirás. Aquí te dejo una tarjeta. Nos vemos mañana a las diez. Vamos, Canalla.
Lo vi mover la mesa y avanzar en la silla de ruedas hasta la salida. El perro, con el lomo erizado y sin dejar de mostrar los dientes, le cuidó la retirada. Cogí la tarjeta. En ella se veía un velero y tres líneas de texto:
Oskar Kramer
Lloyd Hanseático
Investigaciones de Ultramar
– Belmonte -el inválido me llamó desde la puerta-, casi lo olvido: ¡Feliz cumpleaños!
El local quedó vacío. Regresé a la barra sintiendo que el sudor me empapaba la espalda. El inválido conócía mi punto más vulnerable. Necesitaba pensar y deprisa. Si algo me mantuvo hasta entonces fue la certeza de saber que Verónica se encontraba a salvo, segura en su país construido con olvidos y silencios. Si el inválido sabía de ella era porque mi nombre, mis datos, mis pasos, mis costumbres no habían sido olvidados por la máquina tragahombres. Alguien leía las cartas que me remitían desde Santiago, se enteraba del estado de Verónica tal vez hacía comentarios con sus colegas en un cuarto secreto. Ese mismo alguien leia también mis cartas, las palabras, las frases de amor que mes a mes enviaba para que se las colocaran sobre el regazo con la esperanza de que, de pronto, súbitamente, preguntara por mí y la vida tuviera nuevamente un sentido. Y en aquel cuarto secreto, los empleados de la máquina se reirían de mis palabras, harían comentarios obscenos mientras bebían cerveza
y alimentaban el cartapacio que reflejaba cada uno de mis movimientos.
– Te llama el jefe -dijo el barman.
El tipo ocupaba un sillón giratorio detrás del escritorio. A su espalda colgaban docenas de fotografías de artistas del cabaret. Fue directo al grano.
– No me gustó lo que hiciste.
– Ya lo dijo antes.
– No hablo de los Skids. Me refiero al inválido. Vi toda la escena.
– Es un asunto personal.
– Me interesan un carajo tus asuntos personales. El inválido arregló el lío con la pasma. Y tú trataste de golpearlo. Hasta aquí llegamos ¨con tus servicios. No se puede amenazar o golpear a alguien que tiene buenas relaciones con la pasma.
– ¿Estoy despedido?
– Pasa mañana a buscar lo que se te debe.
Vaya día. Me había caído de todo. Al regresar a la barra, el local se notaba algo animado por una docena de turistas japoneses. Miré la hora. Era casi medianoche. Menos mal que finalizaba el maldito día de mi cumpleaños.
– Dame el último Jack Daniel's -pedí al bar man.
– Lo escuché todo. Mierda de tipo. Si sé de algo te aviso.
– Suerte, turco -murmuró Big Jim.
– Gracias, muchachos.
Afuera llovía intensamente. Subí el cuello del abrigo y me eché a andar en dirección del puerto. Debía actuar, llevar la delantera, anticiparme a los hechos, pero no sabía cómo ni por dónde empezar. De pronto, mientras caminaba pegado a las murallas sentí el peso de las monedas en el bolsillo. Bendita costumbre de cargar siempre monedas. Bendito hábito de tener siempre abiertas las posibilidades de comunicación. Me encerré en la primera cabina de teléfonos.
Dos ceros y tus deseos se van al espacio, allá los almacena un satélite, innegable evidencia del porvenir científico que aguarda a la humanidad. Otros dos números trasladan tus ansias desde el espacio hasta la costa más austral del Pacífico, un número las deposita en la ciudad de Santiago, y la seguidilla de los otros cinco dígitos las lleva hasta la sala de una casa.
– ¿Aló? ¿Señora Ana?… Sí. Soy yo. Estoy bien,.muy bien. ¿Y Verónica?… Igual. Sí. Sigue igual… Sí, por favor. Vea si está despierta.
Pasos. Una puerta se quejó en mi memoria. Habría que aceitar los goznes. Fijar las bisagras.
– ¿Éstá despierta? Por favor, acérquele el teléfono. ¿Verónica?
La sentí respirar acompasadamente y no le dije nada. ¿Qué podía decirle? Soy yo, amor, Juan, y te hablo aunque sé que mi voz no te alcanza que ninguna voz te alcanzará mientras sigas perdida en el laberinto del horror. ¿Por qué no sales de él, Verónica? ¿Por qué no sigues el porfiado ejemplo de tu cuerpo que emergió del mar de las desapariciones luego de dos años durante los cuales la máquina intentó destrozarlo? Tu cuerpo desnudo en un basural de Santiago. Verónica, mi amor.