… pues sólo a los bobos podría importarles algo que no fuera el arte de seguir vivos.
Marcio Souza, final de Illad Illaria
1 Tierra del Fuego: el último adiós
Griselda ocupaba una silla cerca de la chimenea y a la derecha del muerto. Junto a ella se sentaban el doctor Aguirre y su hijo Jacinto. Al otro lado del cajón se ordenaban: Mansur el de la pensión y su mujer Ana la mudita, Santos Ledesma el capador, el sargento Gálvez y el carabinero Bryce, policías quellegaron con la insólita misión de cuidar del orden público.
Cada uno de los presentes le había ofrecido sus sinceras condolencias, que Griselda primero escucho avergonzada, pues ofrecían la confirmación a los infundados rumores de concubinato que rodearon su relación con el viejo Franz y que muy pronto fue aceptando como justas. Después de todo, la vida le debía un velorio en forma, con un muerto suyo presidiendo la ceremonia con su rostro cerúleo. A su difunto marido no pudo verle la cara antes del entierro, porque tenía puesta la escafandra de buzo y media tonelada de hielo lo separaba del mundo.
– No entiendo por qué lo hizo. Hace pocos días lo vi, cuando estaba cambiando el techo. Le ofrecí ayuda y me respondió que hay asuntos que un hombre debe hacer solo. Se veía bien. No lo entiendo, pero lo respeto -dijo Santos Ledesma.
– ¿Estaba triste últimamente? -preguntó Mansur.
– No. Estuve con él antes de…, bueno. Quiso comer cabrito asado y se lo hice. Se tomó sus vasitos de vino y escuchó la música que le gustaba. Hasta hizo bromas antes de que lo dejara -sollozó Griselda.
– No es de cristianos volarse los sesos, disculpe señora -opinó el carabinero Bryce.
– Pero hay que ser buen hombre para hacerlo -corrigió el sargento Gálvez.
– ¿Cambiamos de tema? -sugirió el doctor Aguirre.
– Tiene razón, doctor. Ven, mudita.
Llamó a Mansur y se alejó con su mujer hasta la chimenea. Griselda quiso levantarse también, pero Mansur la conminó con gentileza a permanecer sentada.
La mudita juntó brasas, puso sobre ellas una marmita con aceite y, cuando comprobó que estaba a punto de hervir, fue tirando los pequenes que traian preparados. Uno a uno se fueron dorando los pequenes, las empanadas sin carne, pura cebolla, y que son complemento indispensable de los velorios fueguinos.
Comieron con los cuerpos inclinados para evitar que las gotas de espeso jugo los mancharan. Mansur sirvió vino y la bandeja de los vasos pasó de mano en mano.
– Usted sí que sabe hacer pequenes, Mansur -dijo el sargento Gálvez.
– Yo hago el relleno. El arte está en la masa y ése es trabajo de la mudita -¿ontestó Mansur, palmoteando un brazo de su compañera.
– Tiene mano de monja, señora -piropeó el carabinero Bryce.
La mudita miró a Mansur con ojos interrogantes.
– Dice que tienes mano de monja.
La mudita sonrió y se precipitó a seguir friendo pequenes.
– Por el difunto. Que en paz descanse -brindó Griselda.
Todos asintieron levantando los vasos en silencio.
Jacinto y el doctor Aguirre salieron al aire libre. El cielo se veía intensamente azul y una bandada de avutardas volando hacia el norte les hizo alzar las cabezas. Caminaron hasta una loma desde la que se divisaba Bahía Inútil en toda su inmensidad.
– El mar cambia de color. Un invierno más -comentó el doctor.
– Oiga. ¿Cómo es eso del testamento? No termino de entenderlo.
– Muy simple. El viejo nombró a tu madre heredera universal de todos sus bienes. Casa, parcela, animales. Todo. Pero el testamento tiene una cláusula bastante especial: tu madre no puede ni vender ni hacer modificaciones en la casa.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Nunca. Pero, si un día Griselda se nos va entonces todo será tuyo y podrás hacer lo que quieras.
– Qué macana. Yo nunca quise al viejo, doctor. Siempre lo consideré un impostor, alguien que trataba de suplantar a mi padre. Y me fui a Punta Arenas porque no soporté las habladurías que corrían respecto de mi madre y él. Esa herencia hace de mi madre la viuda oficial del viejo. Si la quería tanto, ¿por qué no se casó con ella?
– Eres muy tonto, Jacinto. Entre tu madre y el viejo había algo muy intenso y bello que se llama amistad. Amistad entre dos seres con mucha vida detrás. Eso suele ser más interesante que el amor.
Cuando regresaron a la casa vieron un tercer caballo atado junto a los de los carabineros. Era el matungo del cura. Se veía como un enano peludo al lado de los briosos corceles de los policías.
El cura saboreó entre elogios un par de pequenes, se echó un vaso de vino al coleto, se colgó la estola del cuello y se acercó al muerto.
– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo te absuelvo de todos tus pecados, hermano Franz. Poco sabemos de ti, tal vez hay muchos detalles de tu vida que jamás conoceremos pero tal vez Dios ha dispuesto que esta inmensidad esté llena de secretos. Has cometido el peor de los pecados, has quitado con tus manos la vida que sólo el señor podía retirarte. Sin embargo yo te absuelvo; Dios nunca mira para la Tierra del Fuego. Amén.
2 Tierra del Fuego: el descolgado
Al aterrizar en Punta Arenas agradecí el anorak que me proporcionara Pedro de Valdivia. El sol alumbraba, pero su calor era raptado por las ráfagas de viento gélido y salobre que azotaban los árboles y los cuerpos.
No me costó un gran trabajo llegar hasta la dársena y tampoco lo fue encontrar las puertas del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto. Nunca antes había estado en esa ciudad austral, pero en Hamburgo escuché a docenas de marinos hablar del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto como uno de los mejores tugurios para gente de mar.
Apenas traspuse el umbral sentí la acogedora bienvenida de una salamandra encendida en medio del local y el apetitoso aroma de cordero estofado que salía de la cocina. La barra era larga, de madera muy pulida y brillante. Detrás se ordenaban cientos de botellas, astrolabios, compases, gallardetes y otros utensilios de mar.
– Al cordero le falta un poco -saludó el mesonero.
– Puedo esperar.
– ¿Seco?
– Póngame algo para calentar los huesos.
– Un guarapón entonces.
Una buena docena de hombres se repartía entre varias mesas. Hablaban de los precios del marisco. Puteaban a los pesqueros japoneses. Con el vaso de aguardiente me senté frente a una mesa vacía. Un tipo fornido giró el cuerpo para hablarme.
– ¿Juega truco, paisano? Nos falta un cuarto hombre -dijo.
– Uno dispuesto a pagar el almuerzo -apuntó otro, que lucía un casco plateado de petrolero.
– No, lo siento. Siempre quise aprender pero no tuve la chance.
– Bueno. Si quiere aprender perdiendo, arrime la silla -invitó el fortacho.
Me uní a la mesa. El tercer hombre fumaba una pipa y empezó a barajar las cartas.
Era cierto que siempre quise aprender a jugar truco, pero también lo era que no deseaba hacerlo en esa ocasión. Así es siempre la vida.
– Tengo un amigo que es truquero. Y de los buenos -dije.
– ¿Patagón o fueguino? -consultó el fortacho.
– De aquí. De Punta Arenas -respondí.
– Patagón entonces. ¿Y cómo sellama su amigo si se puede saber? -preguntó el fumador de pipa.
– Cano. Carlos Cano. ¿Lo conocen?
– Cano. El del Perla delsur -indicó el fortacho.
– El mismo. ¿Saben si está en la ciudad?
– ¿Y usted sabe si él quiere que le respondamos? -consultó el del casco plateado.
– Apuesto el almuerzo a que se alegra de verme.
– Retruco. Si no se alegra, nosotros le pagamos la nueva dentadura, porque la va a necesitar -aceptó el fortacho.
El del casco plateado salió anunciando que volvía en media hora. Los otros dos me invitaron a cambiar el aguardiente por el vino que bebían.
– De nuevo somos tres. ¿Jugamos un dominó? -propuso el de la pipa.
Empezamos a disputar unas partidas de dominó. Sentía a los tipos observándome por el rabillo del ojo. Traté de jugar lo mejor que pude mientras pensaba en cómo reaccionaría Cano al verme.
Carlos Cano. Pocas veces he conocido a tipos con su humor. Era capaz de inventar chistes en medio de las situaciones más graves. Cano fue el único fueguino en el GAP, el grupo de amigos personales de Salvador Allende, la guardia privada del extinto presidente. Le llamaban el Llagan, o el Náufrago de Kanasaka, y siempre fue un tipo de un valor tan fino como la región de donde provenía. Como miembro del GAP combatió en el palacio de La Moneda aquel 11 de septiembre del 73.
Casi todo el GAP murió luchando junto a Allende. Cano consiguió salvar la vida simulando estar muerto. Con dos balas en el cuerpo se tendió entre los compañeros caídos y, aguantando la respiración, vio cómo los oficiales del ejército asesinaban a los heridos. Pero salió del infierno y en cuanto se vio lejos del centro de Santiago saltó del camión que transportaba los cadáveres. Renqueando y debilitado por la sangre perdida llegó hasta el cordón industrial San Joaquín, donde todavía se combatía contra la soldadesca. Allí lo revisó un médico moviendo la cabeza incrédulo.
– Tienes una bala en la panza y otra en un hombro -le dijo.
– Corresponde. Yo también disparé unas cuantas -respondió.
Cano consiguió salir a la Argentina en noviembre del 73, y el camino de su desencanto político se fue nutriendo con los fracasos de los Montoneros argentinos, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias colombianas, y finalmente sufrió el fin de la Brigada Simón Bolívar en Nicaragua. La última vez que lo vi fue en 1985 en Malmö. Timoneaba un pequeño transbordador que unía ese puerto sueco con Copenhague.
– En un año me largo. He ahorrado dinero para comprar un barco. Un tremendo barco -dijo mientras bebíamos unas cervezas.
– ¿En Chile?
– Sí, pero muy al sur. Nunca saldré más al norte que el Estrecho de Magallanes.
– ¿Y las viejas causas?
– Que se vayan a la mierda. Pero sin mí. Yo soy un descolgado.
Cinco años más tarde volví a verlo, pero en la televisión alemana. Timoneaba el barco de unos alemanes buscadores de tesoros en las aguas preantárticas.
El hombre del casco plateado entró primero al bar y me señaló con un dedo. Detrás entró Cano. Me vio y se tapó los ojos. Enseguida, con un gesto me invitó a la barra.
– No. Sea lo que sea mi respuesta es no -dijo.
– Alégrate o tendré que pagarles el almuerzo a esos tres.