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"En junio de 1945 unos soldados rusos me encontraron en los sótanos del cuartel general de la Gestapo. No podía caminar. Una lesión en la columna baldó para siempre mis piernas. Me sacaron de ahí. Vi la luz. Vi Berlín en ruinas. Supe que Alemania había capitulado, que el Tercer Reich ya no existía, que la pesadilla terminaba.

"A los oficiales de inteligencia rusos que me interrogaron les inventé un cuento. Les dije que había sido policía y que caí en poder de la Gestapo por mi militancia antifascista. Para dar credibilidad a la historia cité los nombres de los espartaquistas que nos ayudaron en Hamburgo. Los rusos investigaron. Quiso la suerte que todos esos hombres murieran durante la guerra, y a falta de testigos que contradijeran mi versión, la aceptaron.

"A comienzos de 1946 los rusos me trasladaron a Moscú para recibir tratamiento médico. Con mis piernas no había nada que hacer, y así, luego de pasar cinco años en una silla de ruedas identificando a nazis entre los miles de soldados alemanes prisioneros, me permitieron regresar a Berlín. Mis planes eran salir de Alemania y viajar de cualquier manera hasta la Tierra del Fuego. Confiaba plenamente en que Hans había conseguido llegar allá, y que me esperaba con mi parte del botín. Pero un inválido no se mueve con la misma celeridad con que piensa, y me vi convertido en ciudadano de la RDA, encerrado en una cárcel abierta.que juraba ser el paraíso socialista.

"En 1955 tuve la primera noticia de Hans. Ignoro por qué medios consiguió enviar una carta desde Sidney, tal vez un viajero la llevara consigo. El mensaje era muy lacónico, pero lo decía todo: "He sabido que tienes problemas de salud. Estoy donde sabes. Es un buen lugar para reponer los huesos".

"El laconismo de la carta disgustó especialmente a la Stasi. La pesadilla empezó de nuevo. Amenazas. Golpes. Más amenazas. Más golpes. Conocían al dedillo la historia de las monedas y querían saber en qué ciudad de Australia vivía Hans. Cientos de veces me sentaron frente a un mapa de Australia. Cientos de veces les inventé historias. Por fortuna Australia es un continente. En síntesis, viví la existencia de la RDA con prohibición absoluta de salir de Berlín. Cada carta que recibí fue primero leída y analizada por la Stasi, y mi nombre tituló un acta de más de mil folios.

"Cincuenta años conservando el secreto del paradero de Hans y las monedas. Cincuenta años soñando con el reencuentro y con la posibilidad de disfrutar de aquel botín. Cuando la RDA se deshizo como un castillo de naipes, pensé que por fin llegaba el ansiado momento. Disponía de algunos ahorros, suficientes para adquirir un pasaje aéreo a Sudamérica, de un pasaporte en regla, y nada ni nadie me impedía viajar. Eso creí hasta que hace un par de días caí por última vez en manos de sujetos armados, que antes fueron nazis, luego comunistas, y sepa el diablo qué son ahora.

"Me interceptaron en pleno centro de Berlín dos hombres que ya conocía. Ex agentes de la Stasi. "Vamos. Tenemos que hablar de Hans Hillermann", dijeron antes de sacarme de la silla de ruedas y meterme en un automóvil. Actuaron con gran celeridad y no me dieron tiempo de gritar pidiendo auxilio. Tampoco pude hacerlo al bajar, pues me sacaron del vehículo en el garaje subterráneo de un edificio y me llevaron en andas hasta una oficina cuya puerta ostentaba un rótulo de inmobiliaria. Pero desde una ventana pude ver que estábamos en la Kurftirsterdamm.

"Por primera vez fui interrogado por un individuo al que llaman "el Mayor". Me enseñó la voluminosa acta con mi nombre y, abanicándose con los folios, me dio a entender que si antes no habían sido más drásticos conmigo, fue porque esperaron pacientemente a que cometiera la gran falla. Y la falla no vino de mi lado. El hombre al que llaman el Mayor sacó de su escritorio una segunda carta de Hans, de texto tan breve como la anterior: "Ahora nada impide que vengas. Anuncia tu llegada a donde sabes. Puesto Postal número cinco". La carta venía de Santiago de Chile. Un hombre puede soportar mucho dolor. El asombroso mecanismo del cerebro ofrece rincones, regiones de vacío absoluto en los cuales es posible ocultarse, y siempre queda la opción final de dejarse envolver por la locura. Para alcanzar estas dos posibilidades es preciso creer en "algo", y ver, palpar que el silencio mantenido hace que ese "algo" sea inalcanzable para los torturadores. Al leer que la carta venía de Chile

supe que ya no tenía nada en que creer, y siempre me he visto como a un alemán atípico porque sé perder. Al Mayor y sus hombres no podía negarles que Hans se encontraba en Chile y, si les mencionaba cualquier región de ese país como su paradero, procederían a documentarse sobre todos los puestos postales número cinco y, al final, conseguirían el definitivo por un método de descarte.

"Así, traicioné a mi amigo. Traicioné, mas ante la insistencia del Mayor por conocer el nombre de quien nos había ordenado el robo, supe que todavía podía ganar tiempo y complicarle la victoria. Si daba por sentado que alguien nos había ordenado robar las monedas, era porque temía que esa persona llegaría antes que él hasta ellas, y el recuerdo de las palabras "Lloyd Hanseático" grabadas en el candado vino a mi memoria como una carta de triunfo. Para ganar tiempo le seguí el juego y mencioné el nombre del jefe de la policía berlinesa en 1941. Entonces vi al Mayor consultar un ordenador, y la pantalla le entregó datos al parecer interesantes, porque se puso eufórico.

"Ignoro en qué turbios asuntos se habrá involucrado mi antiguo jefe ni me importa, sea lo que sea me ayudó a salir de allí. Es obvio que no pensaba huir, ¿cómo hacerlo en una silla de ruedas? Quería salir de allí antes de que el Mayor descubriera que se había saltado una pregunta importante: la identidad actual de mi amigo. Me bajaron hasta el garaje subterráneo, subimos de nuevo al vehículo, esta vez el Mayor se unió al grupo, y salimos a las calles de Berlín. "Vas a identificar a tu ex jefe. Nada más. Nos dices quién es y se acaba tu participación en esta historia" dijo el Mayor. Yo ni siquiera recordaba los detalles del rostro del hombre que apenas vi un par de veces durante la guerra, pero asentí. El auto se detuvo muy cerca de la Estación Zoológico, uno de los ex agentes de la Stasi empezó a empujar la silla de ruedas y, en cuanto vi que nos rodeaban docenas de paseantes, me lancé al suelo gritando de dolor.

"Inmediatamente acudieron curiosos y personas con intención de ayudar. "Es el corazón. Ya he tenido antes un infarto", dije, y ni el Mayor ni sus hombres lograron impedir que una ambulancia me sacara del lugar.

"A un hombre de setenta y dos años siempre le encuentran anomalías, y más aún si se trata de un lisiado.

"Les escribo desde el hospital de Charlottenburg. Encontrarán a Hans Hillermann y las malditas monedas de oro en la Tierra del Fuego. La única dirección de que dispongo es la que ya he citado: Puesto Postal número cinco. Quiera la suerte que esta carta llegue a vuestras manos y que den con Hans antes que los hombres del Mayor. Mi amigo se llama ahora Franz Stahl.

"De aquí no saldré vivo. Pude contarle la historia a la policía y pedir protección, pero todo este juego ha durado tanto tiempo que sería obsceno darle un final tan necio. Y estoy seguro de que a Hans le gustará jugarlo hasta las últimas consecuencias. A él le he escrito simplemente: "Lo siento, Hans. Los mismos de siempre van por ti. Nos vemos en el infierno".

"Cuando lean esta carta iré en camino. Perdí. Siempre perdí. No me irrita ni preocupa. Perder es una cuestión de método.

"Ulrich Helm." Berlín,febrero de 1991

3 Hamburgo: ¡Feliz cumpleaños!

Aquella tarde de febrero me despertó el frío. Salté de la cama soltando chorros de vapor por la boca y lo primero que hice fue comprobar si las ventanas estaban cerradas. Así era, en efecto. Enseguida miré el termostato del calefactor graduado en el número cinco, el más alto, pero el radiador estaba tan frío como el suelo. Me disponía a telefonear al mayordomo cuando escuché que llamaban a la puerta.

Abrí. Un petisito con un pasamontañas azul metido hasta las cejas y que se empeñaba en expresarse en una mezcla de alemán, inglés e idioma de sordomudo, me enseñó un atado de herramientas.

– Lo siento. No compro nada -le dije.

– No. La calefacción. ¿Comprende?

Le dejé pasar. Llegó hasta el radiador, se hincó, soltó un perno, del agujero empezaron a caer gotas de agua aceitosa, volvió a ajustar el perno, palpó por todas partes, movió la cabeza, echó mano de un walkie-talkie y habló en chileno clásico:

– La cagamos, huevón. Te lo dije, over. ¿Cómo? O sea que yo tengo que ir por todos los pisos dando explicaciones. A mí no me entienden, huevon, over

El petisito permaneció algunos segundos con el artefacto pegado a la oreja, mas al parecer su colega había decidido cortar la comunicación.

– ¿ Chileno? -pregunté.

El petisito hizo una señal de afirmación con la cabeza. Seguía esperando a por la voz de su compañero.

– ¿Y qué va a pasar con la calefacción? Estamos en invierno.

– Parece que atascamos la tubería central. El problema es saber dónde está el atasco. Vamos a tener que desmontar los radiadores de todos los pisos. Flor de cagada, jefe.

– Entonces empieza por éste, yo debo salir dentro de poco.

– No es tan simple. Hay que esperar al ingeniero. Esto va para largo.

– ¿Y qué hacemos? No me pueden dejar sin calefacción.

– No se preocupe. Usted nos deja la llave, pero antes debe firmarnos una autorización para entrar en su piso. Aquí tengo un formulario.

El petisito me entregó una hoja que rellené cumpliendo con la obsesión alemana por las biografías, firmé, y la devolví junto con una copia de la llave del piso.

– Bueno, ahora voy a avisar a los demás inquilinos. Y no se preocupe que cuando regrese tendrá el calefactor funcionando -dijo antes de salir.

– Eso espero. No tengo vocación de pingüino.

En el cuarto de baño descubrí que tampoco había agua caliente, y cuando me resignaba a una afeitada en seco escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Abrí, y ahí estaba otra vez el petisito, con el papel que le firmara en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Feliz cumpleaños!

– ¿Cómo? No te entiendo.

– Está de cumpleaños. Mire, aquí anotó su fecha de nacimiento. ¿Se da cuenta? ¡Feliz cumpleaños!

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