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Cruzar la calle. Nada más, Verónica, mi amor. Cruzar la calle, tocar el negro pezón de baquelita del timbre y ya estaré contigo, enfrentando por fin tu realidad de ausencia y silencio. Tengo miedo. Déjame entonces que termine de beber el último café de todos estos años de distancia.

Desde el bar miré largamente la casa de la señora Ana. La herida del pie dolía todavía, pero no me importaba. Revolviendo la taza repasé por última vez lo ocurrido en la lejana Tierra del Fuego.

Apenas tres días atrás, Aguirre había trepado al reluciente techo de calaminas de la casa de Hillermann. Cano lo siguió. Con un martillo fueron soltando los clavos que fijaban las planchas de zinc y de entre las junturas sacaron las malditas monedas de oro. Astuto alemán. Incluso se dio el trabajo de impregnarlas de brea para ocultar su brillo.

Una tras otra cayeron allí donde me encontraba. Con una navaja raspé la capa de brea y apareció el brillo conservado por la ambición a través de los siglos en las sesenta y tres monedas frías, tan frías como la media luna que las adornaba.

– Llévese esa mierda -dijo Aguirre. Y toda aquella riqueza quedó dispersa sobre la hierba unida al estiércol de los agotados caballos, mientras él, Cano, Mansur y la mudita se ocupaban respetuosamente de los muertos.

– Supongo que hay que dar cuenta de todo esto a la policía -dije mientras guardaba las monedas.

– Váyase. Si avisamos a los carabineros, se correrá la voz, otros supondrán la existencia de más oro y esto se llenará de indeseables. Lárguese y preocúpese de que esa mierda se aleje de la Tierra del Fuego. Nosotros sabemos qué hacer con los muertos -indicó Mansur.

– Tienen razón. Los tesoros son valiosos nada más que como tema para charlar durante los inviernos -agregó Cano.

Desde el aeropuerto de Punta Arenas llamé a Kramer.

– Tengo su basura. Toda.

– Bravo, Belmonte. Sabía que no me fallarías. ¿Fue difícil?

– Qué importa. Ahora le corresponde cumplir con su parte del trato.

– Apenas tenga esos objetos sobre mi escritorio.

Dejé unas monedas sobre la mesa y cojeando salí del bar. La ciudad seguía triste, aunque fuera verano, aunque ni una sola nube se interpusiera entre los hombres y el cielo, aunque ningún pájaro negro planeaba sobre mi cabeza, y así empecé a cruzar la calle, pensando, Verónica, mi amor, pensando por qué tememos tanto mirar de frente a la vida los que hemos visto los áureos destellos de la muerte.

Hamburgo 1993 – París 1994

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