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Segunda parte

Vivir intensamente compensa todo esfuerzo y casi todo sacrificio. Vivir a medias ha sido siempre función y castigo de mediocres.

Rolo Diez, Una baldosa en el valle de la muerte

1 A diez mil metros de altura: reflexiones de un insomne

Luego de la cena proyectaron una película decididamente somnífera, y la mayoría de los pasajeros roncaba bajo las mantas azules de la Lufthansa. Seguí el filme de Indiana Jones sin ponerme los audífonos, deseando que terminara y aparecieran nuevamente en la pantalla los contornos de Europa y Sudamérica separados por un espacio azul. Una línea de puntos suspensivos indicaba el curso del avión. Volábamos muy cerca de unas manchas identificadas como el archipiélago de Cabo Verde, y yo sentía que cada uno de aquellos puntos era un eslabón más de la cadena que me ataba a una aventura de la que dudaba salir bien parado.

Dos días antes de partir tuve la última entrevista con Kramer. Aquél fue uno de esos días de sol inútil que sin embargo llenan las calles de Hamburgo de sujetos extasiados ante la confirmación de que el viejo astro sigue brillando todavía.

Me citó en los jardines de Planten und Blumen, un gran parque que nace en el centro y termina en las inmediaciones del puerto. La cita era a las nueve de la mañana y, cuando llegué, él ya estaba allí disfrutando de un espectáculo denigrante y de las putadas que le dirigía una abuela tan furiosa como horrorizada, porque el asqueroso perro del inválido se estaba cepillando a su perrita.

– Viejo degenerado, ¡haga algo para que su bestia suelte a mi animalito! -dijo la abuela esgrimiendo un bolso que no estrelló contra la cabeza de Kramer, como eran mis deseos.

– Mi buena señora, no se pueden frenar los instintos -respondió el inválido con una sonrisa cínica.

– Señor, por favor -me suplicó la abuela cuando me acerqué; quise darle una patada al perro, aprovechando que gemía, ocupadísimo, pero no tuve suerte pues en ese mismo momento se desacopló de la perrita. Con la roja verga todavía erguida como un cuerno se sentó en el suelo y desde ahí me enseñó los dientes.

– Gracias. Sé que a ustedes el Corán les prohíbe estas inmundicias -dijo la abuela y se alejó con su mascota denigrada.

– No te metas en los asuntos de Canalla. Es un buen consejo -saludó Kramer.

– ¿Cuántas razas ha degenerado su esperpento?

Vamos a desayunar. Canalla se ha ganado un refrigerio.

Ocupamos una mesa al aire libre. También Kramer sentía la necesidad de mentirse jurando que aquel sol le calentaba los huesos. Pidió dos jarras de café con magdalenas y ordenó que al perro le sirvieran una tortilla de soja.

– La soja es un gran reconstituyente sexual. Los chinos saben mucho de estas cosas.

– Por mí, que le den veneno a su perro de mierda.

– Tú y Canalla llegarán a quererse. Estoy seguro. ¿Tienes los pasajes?

– Sabe muy bien que los tengo.

– Sólo trato de ser amable. Veamos: ¿cuál es tu misión?

– Viajar a la Tierra del Fuego. Encontrar a un tal Hans Hillermann y convencerlo para que devuelva sesenta y tres monedas de oro. Todo muy fácil, salvo que un tipo al que llaman el Mayor haya llegado antes y ya no existan ni Hillermann ni las monedas.

– No ha llegado. No se ha movido de Berlín. De eso quería hablarte, Belmonte. Contraté a un detective privado y di con el famoso Mayor. Es un ex oficial de inteligencia de la RDA que ahora dirige un negocio inmobiliario.

– Un ex oficial de inteligencia. Hay otro hombre en camino. Tal vez viene de vuelta.

– Es posible. En todo caso te obliga a actuar muy rápido. Sé y comprendo que quieras ver a Veronica…

– No la nombre, Kramer. No quiero escuchar en su hocico el nombre de mi compañera.

– ¡Quieto, Canalla! Está bien, pero no grites, Belmonte, que el perro se pone nervioso. Escucha: lo que tenga que ver con tu vida personal lo harás una vez cumplida la misión. He cambiado tu vuelo de Santiago a Punta Arenas. En el aeropuerto de Santiago estarás dos horas y enseguida proseguirás rumbo al sur. Lo he arreglado todo y debes retirar el billete de la línea aérea nacional en el mismo aeropuerto. Vas a llegar antes que el otro, Belmonte. Vas a ganar la partida. Debes ganarla y sabes por qué.

Y vaya si lo sabía. Desde el primer encuentro Kramer intentó dar a entender que me tenía en sus manos. Consiguió que la pasma me borrara la retaguardia, la condenada infraestructura de las fábulas guerrilleras, y me quedara en el limbo de los descolgados, de los que no tienen adónde ir, de los que se quedan nada más que con los principios y no saben qué diablos hacer con ellos. En aquella oportunidad me tuvo realmente por las cuerdas. Mis principios empiezan y terminan en Verónica. Tienen su nombre, y todo lo que hice y hago conduce a satisfacer sus mínimas necesidades. Ignoro si Kramer desestimó mi pasado al pensar que me metía en un callejón cuya única salida vigilaba sentado en su silla de ruedas, o si todo lo hizo para comprobar que los hombres como yo pensamos mejor cuando lo hacemos aprisa, apremiados por el cerco que se estrecha. Evaluar la situación sobre la marcha, decíamos en la vieja jerga, y eso hice mientras caminábamos por la orilla del Elba. Me ponía contra

las cuerdas porque me necesitaba. Recurría al chantaje, ergo los dos teníamos algo que ganar o que perder. Y además citaba una bonita suma de dinero como premio a mis servicios. En Nicaragua aprendí algo de Edén Pastora, uno de los mejores guerrilleros de la historia: las retiradas difíciles resultan cuando se disfrazan de ataques masivos.

– Está bien, Kramer. Haré lo que me pida, pero tengo un precio.

– Veamos. Todo se puede negociar.

– Su dinero me interesa un carajo. Quiero algo más: voy a cumplir con la misión, tendrá las malditas monedas, pero usted se encarga de traer a Verónica a Europa, al mejor centro médico para enfermedades psíquicas.

– De acuerdo. La mejor clínica suiza.

– No, danesa. En Copenhague está el mejor centro para víctimas de la tortura. Cueste lo que cueste.

– Acepto. En cuanto vea las monedas sobre mi escritorio empiezo a organizar el viaje de tu compañera. Cueste lo que cueste.

Los puntos suspensivos avanzaban lentamente sobre la mancha azul, como trazando un puente entre las dos orillas. Una azafata me preguntó si acaso tenía dificultades para dormir y me ofreció antiparras. Le pedí un Jack Daniel's con hielo y con el vaso en la mano empecé a recordar la salida de Hamburgo. Habían pasado apenas ocho horas y me resultaba como si hubiese ocurrido en otra vida de la que apenas conseguía retener detalles.

Pedro de Valdivia fue a dejarme al aeropuerto. El petisito quedó instalado en mi piso con instrucciones precisas.

– Entonces, ya sabes; si no regreso en dos semanas, vendes todo lo que puedas vender y el dinero lo giras a la dirección que te he dejado.

– No se preocupe, jefe. Usted va a volver. No sé por qué viaja a Chile, pero le irá bien. Yo no hago preguntas, jefe.

– Cierto. Es lo que más me gusta de ti.

– Febrero. Allá es verano. Ya ni me acuerdo del calor.

– Depende, jefe. En la capital es verano, pero en el sur está empezando el otoño.

– Cierto. Tengo una cita en la Tierra del Fuego.

– Yo soy de allá, jefe. De Porvenir. Tiene que llevar ropa gruesa. En esta época empiezan a soplar los vientos del polo. Sé lo que digo, jefe.

– O sea que no me voy a librar del abrigo.

– Mejor un anorak. ¿No tiene uno? No importa. Le paso uno mío que me queda súper grande. Es de los rellenos con plumas de pato.

La mañana de la partida apareció con el anorak verde que incluso a mí me vino grande. Nos despedimos con un apretón de manos, y luego de pasar por el control de policía giré la cabeza. El petisito seguía en el hall sonriendo, con el pasamontañas azul metido hasta las cejas y un ojo medio cerrado todavía.

Tras diez horas de vuelo fue un verdadero placer estirar las piernas en Sáo Paulo. Un calor pegajoso se adueñaba de las ropas y del cuerpo. Tomando por fin una taza de café verdadero en un bar de la sala de tránsito me vi alarmado por una idea: ¿y si el "alguien", fuera quien fuera, hombre o mujer, mandado por el Mayor viajara en el mismo vuelo? En el avión íbamos unas doscientas personas. Decidí preocuparme de los rostros. Apenas se reanudara el vuelo recorrería los pasillos memorizando caras. Al segundo café me pareció un esfuerzo inútil. Estaba actuando como si fuera un detective privado, suponiendo que así actúan los sabuesos por la libre.

Conocía muchos nombres de detectives privados que solucionan casos en los turbios mundos de las novelas policiacas, pero de carne y hueso no había visto más que a uno, cuyo nombre olvidé disciplinadamente.

Creo que fue en 1977, cuando el mundo era una especie de supermercado donde los revolucionarios de todos los pelajes se surtían de dinero y armamento. Regresaba de Mozambique a Panamá con dos días de descanso en Rabat. Allí debía topar con un militante del Frente Polisario que me entregaría un mensaje para Hugo Spadafora. Nos citamos en un café y el hombre me gustó desde el primer momento. Se llamaba "Salem", como los cigarrillos, y hablaba el español ceremonioso de los saharauis.

– A nosotros nos están olvidando. Parece que las guerras independentistas ya no se venden -dijo Salem.

– Yo, no. Sé poco de los saharauis pero me simpatizan. Debe de ser porque siempre me gustaron las historias de tuaregs.

– ¿Harías algo por nosotros?

– Llevo un mensaje para Hugo. ¿No basta?

– Se trata de algo más. De recuperar una pasta que necesitamos. Hay un traficante de armas que nos jugó sucio, nos entregó pura chatarra y eso no se les hace a los hijos del desierto.

– ¿Y dónde atiende el caballero?

– En México, D.F., que como sabes es una ciudad muy tranquila, pero la pasta la mueve en Luxemburgo. Tenemos a su segundo hombre vigilado día y noche.

De Rabat seguí viaje a Panamá y de ahí a La Habana para buscar al hombre que me ayudaría a echarles una mano a los hijos del desierto. Sé muy poco de Mexico, D.F., lo cual es normal, pues nadie puede jactarse de conocer la ciudad más grande del planeta. Y de los mexicanos sabía aún menos. Curiosos los mexicanos. Un pueblo sin el corte traumático de la historia que significaron los golpes militares en el cono sur. Vivían su rollo, la pasaban mal, pero continuaban empecinadamente la lucha por conseguir días mejores, sólo que, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no hipotecaron la posibilidad de ser felices por el cheque fulero de la toma del poder.

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