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Galinsky se frotó los brazos. Sentía deseos de levantarse, trotar un poco para que la sangre le devolviera el calor que empezaba a faltarle. Bostezó y enseguida se abofeteó la cara. Se dijo que tal vez no fue una buena idea hacer el viaje de Porvenir a Tres Vistas durante la noche.

En Porvenir, en la agencia donde alquiló el Land Rover todo terreno, le dijeron que no resultaría difícil llegar a Tres Vistas y que allí le informarían de cómo llegar a la parcela de su amigo Franz Stahl.

– Son unas cinco o seis horas. Con un bidón de gasolina de repuesto le alcanza para ir y volver -le indicó el agente.

Galinsky salió poco después de la medianoche. La luna llena le iluminó el solitario camino haciendo casi innecesarios los focos. Iba tenso y al mismo tiempo alegre. Sentía que su cuerpo se preparaba a recibir la serenidad indispensable que augura el éxito de las misiones.

El camino era difícil, sembrado de baches, y el panorama que la luminosidad lunar le ofrecía a los costados resultaba tan monótono como desolador: una extensión de manchas grises apenas interrumpida por los arbustos de calafate. Pero Galinsky no había viajado veinte mil kilómetros para disfrutar del paisaje fueguino. La conocida obsesión por entrar en acción le fue ganando todos los músculos y así, de pronto, se palpó la entrepierna comprobando la erección atormentante. Recordó haber leído alguna vez sobre las erecciones y hasta eyaculaciones involuntarias que sorprenden a los cazadores en el instante más tenso de la faena cuando toda la atención se centra en la presa y el ritmo respiratorio está determinado por su lejanía o acercamiento. "Y no sólo a los cazadores", murmuró. También a los soldados. Alejandro Magno pedía a sus oficiales que observaran las entrepiernas de los guerreros antes de entrar en combate.

El Land Rover avanzaba lentamente, esquivando los baches demasiado grandes y las pozas de profundidad sospechosas. Así lo sorprendieron los primeros albores del amanecer. La luna seguía brillando, como si dudara de la costumbre del sol que empezaba a emerger de las aguas del Atlántico. El conductor iba atento a los accidentes del camino. Apagó los focos. Su concentración le impidió ver la mirada de odio que le prodigaban los entumecidos teros desde lo alto de los postes del telégrafo, ni las nutridas bandadas de garzas que empezaron a surcar el cielo hacia el noroeste en cuanto el sol impuso su magnificencia. Aquellas aves venían de lejos, de tanto o más lejos que Galinsky, desde Las Malvinas o de Las Georgias del sur, buscando el abrigo de los fiordos al norte de la península de Brunswick.

A las seis y pico de la mañana detuvo el vehículo. Estaba en Tres Vistas. El lugar era tal como se lo describieran en la agencia de alquiler de vehículos: dos casas levantadas frente a frente, separadas por el camino, empeñadas en crear la ilusión de una calle.

Primero llamó a la puerta de la pensión sin obtener respuesta. Luego lo hizo en la pulpería y fue atendido por un anciano que lo miró entre amistoso y desconfiado.

– Sólo puedo ofrecerle mate y galletas -saludó el anciano.

– No tengo hambre. Busco a un amigo que vive cerca de aquí.

– Es que se fueron todos. No sé adónde. Tal vez me lo dijeron, pero lo olvidé. Se me olvida todo. Aguirre dice que son los años. ¿Le parece si mato una gallina?

– Mi amigo se llama Franz Stahl, ¿entiende? Es un alemán.

– Tal vez lo conozco. Quién sabe. Ahora no me acuerdo. Si no le gusta la gallina podemos matar un cordero, pero entonces tendrá que ayudarme. No tengo tantas fuerzas.

– ¿Puedo hablar con alguien más?

– No. Ya le dije que se fueron todos.

– ¿Quiénes son todos?

– Mi yerno Mansur, mi hija la mudita, el doctor Aguirre y el capador.

– ¿Adónde fueron?

– ¿ Quiénes?

– Mansur, el capador, su hija.

– No me acuerdo. Se fueron y me dijeron: nos vamos, no hagas cabronadas. Sabía para dónde iban, pero lo olvidé. ¿Matamos un cordero?

Galinsky estiró un brazo y agarró al viejo por el cuello. Lo remeció con violencia hasta sentir que sus quejas se confundían con el lastimero cloquear de los huesos. Vio pánico en los ojos del anciano.

– Escucha, viejo de mierda. Franz Stahl, el alemán. ¿Cómo llego hasta su casa? Franz Stahl. Franz Stahl. Repite conmigo.

– Franz…, suélteme badulaque: Ahora me acuerdo.

– Habla. ¿Cómo llego hasta la casa de Franz Stahl?

– ¿Tiene un caballo? Necesita un caballo.

– Tengo. ¿Cómo llego a la casa de Franz Stahl?

– Siga el camino hasta el puesto postal. Allí se mete a la pampa, hasta la quebrada. Al fin se ve la casa. ¿Dónde está su caballo?

– Escucha, imbécil: para llegar a la casa del alemán sigo el camino hasta el puesto postal, entro a la pampa hasta la quebrada, ¿es así?

– Si lo sabe para qué pregunta, carajo. ¿Qáé hacemos con el cordero?

Galinsky soltó al anciano. Lo dejó mascullando maldiciones por no ayudarlo a matar un cordero. Fue hasta el Land Rover; sacó un mapa de la región y lo extendió sobre el asiento. Tal vez el anciano le había informado bien. Vio el punto que indicaba el puesto postal junto al camino. Al sur había un corto trecho de pampa y luego el mar. Hacia el norte vio marcados los signos de un accidente que podía ser un arroyo o una quebrada. Mucho más arriba corría el serpenteante China Creek, un río nacido en las faldas del Boquerón. Había también varios cuadraditos que representaban estancias ganaderas diseminadas junto al río. Un minúsculo círculo impreso al fin de la quebrada debía de ser la casa que buscaba. El anciano le tocó un brazo.

– Ahora me acuerdo -dijo.

– ¿De cómo se llega a lo del alemán?

– Se fueron al velorio. Todos se fueron al velorio.

– ¿Al velorio de quién?

– De su amigo el alemán. Mi sentido pésame.

El anciano permaneció con la mano estirada en medio del camino. Tosió y se restregó los ojos para seguir al vehículo alejándose entre una nube de polvo.

En la cumbre de la loma, Galinsky empezó a hacer unos ejercicios de relajamiento. Apretó primero los dedos de los pies, se llenó los pulmones de aire y lo fue soltando lentamente al mismo tiempo que estiraba los dedos. Luego repitió el ejercicio tensando los músculos de las pantorrillas de los muslos, del culo, del abdomen, hasta llegar a las cejas. Al final se sintió recorrido por una ola de bienestar que permitió olvidar temporalmente las siete horas que llevaba tendido sobre la hierba.

Había dejado Tres Vistas a las seis y treinta de la mañana. Al filo de las ocho divisó la construcción sobre pilotes del puesto postal y se internó en la pampa. Fue una penosa travesía la que hizo hasta alcanzar la quebrada. Las ruedas resbalaban sobre el pasto aceitoso y varias veces estuvo a punto de perder el control. Abandonó el Land Rover al comienzo de la quebrada, era imposible seguir con él por el suelo de pasto resbaladizo, de tal manera que se echó el macuto a la espalda y caminó manteniendo un ritmo ágil hasta las nueve y treinta de la mañana. La quebrada terminaba en la loma desde donde vigilaba la casa del bajo. Los separaban unos quinientos metros de pampa.

Al parecer el anciano de Tres Vistas había recuperado la coherencia en un buen momento. Desde la loma, Galinsky observó la casa con unos prismáticos. Junto a la casa contó nueve caballos. Dos de ellos sobresalían entre los demás por estatura y garbo. Eran caballos finos; en cambio los otros seis eran más bajos y peludos. Al examinar las sillas de montar ordenadas en el porche de la casa, descubrió que dos de ellas mostraban el emblema de las carabinas cruzadas de la policía chilena. Más tarde vio a los uniformados, cuando en compañía de un individuo de cabellera cana salieron de la casa para hacer un corto paseo. Ocho personas diferentes habían salido y vuelto a entrar luego de visitar una pequeña construcción alejada de la casa y a la que se llegaba por un sendero de tablones bordeado de manzanos. Dos eran mujeres. Galinsky dispuso ocho fósforos sobre la hierba, y les fue adjudicando las características que observaba en los habitantes conforme aparecían y desaparecían bajo

el techo de calaminas.

El sol empezó a bajar por el Pacífico. Galinsky recurrió una vez más a la tableta de chocolate.

"Es extraña la vida", se dijo, "llegué aquí con la determinación de eliminar a un hombre y me encuentro con que ya está muerto. ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Un achaque propio de la edad? ¿Un accidente? ¿Recibió un aviso de su leal amigo Ulrich Helm y le falló el corazón?

Desde que la vio, Galinsky no tuvo dudas acerca del propietario de la casa. Con los prismáticos recorrió la construcción de madera y se detuvo en los batientes de las ventanas. En todos ellos vio grabada la puerta de las tres torres coronadas por dos estrellas de David y una cruz cristiana. El peso de la nostalgia o la fuerza de la costumbre delataban a Hans Hillermann; aquélla podía ser una casa de Bergedorf, Curslack o de cualquier villorrio junto al Elba. Sólo la brillante techumbre de calaminas traicionaba la fidelidad arquitectónica.

Frank Galinsky vio el sol brillando como una enorme bola de fuego en el oeste. Calculó que aún quedaban unas dos horas de luz diurna y sin dejar de preguntarse qué diablos hacían con el muerto sacó del macuto una delgada bolsa de dormir. Se metió en ella cubriéndose hasta la cabeza y se llevó los prismáticos a los ojos. Parecía un gusano gigante mirando la puesta de sol, pero Galinsky tenía la vista fija en los dos hombres que en ese momento salían de la casa, se alejaban unos cien metros y empezaban a cavar un agujero rectangular.

4 Tierra del Fuego: larga noche austral

Las dos edificaciones que componían Tres Vistas se veían como el ojo de una aguja abierto en medio del camino. Llegué allí cuando las sombras se adueñaban del paisaje. Las dos casas eran de madera, y las techumbres de coirón les daban un aspecto de animales en descanso. Una estaba decorada por un descomunal anuncio de Anís del Mono, y justo bajo las asentaderas del simio gemelo de Charles Darwin se leía un rótulo escrito con pintura oscura: PULPERIA DE UN CUANTO HAY. La otra casa mostraba un discreto anuncio pintado en un tablón: PENSION MANSUR. No se veía luz en ninguna de ellas. Antes de apagar el motor hice sonar el claxon. De la pulpería se asomó un vejete portando una lámpara de carburo.

– No están. No hay nadie -dijo escudriñándome.

– Usted es alguien, abuelo.

– Pase. Si quiere algo lo toma y anota el precio. Me dijeron que no haga cabronadas y que no me meta en el negocio.

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