– ¡Griselda, vieja foca!
– Sí, don Franz…, disculpe. Parece que me dormí.
– Qué macana. Me vea la pija y quiere meterse en mi cama.
– Usted está intratable, don Franz. Será mejor que me vaya. Mañana le cambio la ropa de cama, mire cómo la dejó de grasa.
– ¿Hace frío afuera?
– Sí. Ya le dije que el estrecho cambió de color. Cualquier noche nos cae la primera helada.
– Pobres pajarracos.
– ¿Pajarracos? ¿Qué pajarracos?
– Los chimangos. Cuando fui al camino vi volar a dos y, al cambiar el techo, volví a ver a varios. Deben de pasar frío allá arriba.
– Le dejo la tetera puesta y el mate cebado.
Antes de salir, la mujer se echó encima un grueso poncho y se cubrió la cabeza con un gorro de lana. Le dio las buenas noches tirando un par de leños a la chimenea y cerró la puerta tras sus pasos.
El viejo escuchó el alegre ladrido del perro de Griselda. Bajó de la cama, se acercó a la ventana deseando verla alejarse montada en la dócil yegua tordilla, pero el vidrio sólo le ofreció el reflejo de su propia imagen cansada.
Hans Hillermann se sirvió otro vaso de vino. Se echó una campera sobre los hombros, arrastró una silla y se sentó frente a la chimenea. De un bolsillo de la campera sacó la carta que recibiera siete días atrás. La leyó por última vez y la arrojó a las llamas.
– Llegaron, Ulrich. Gracias por el aviso. No sé cuántos son, pero llegaron. Salud. Qué pena que no alcanzaras a probar el vino chileno, Ulrich. Es grueso y oscuro como la noche alemana. Salud, camarada. Te esperé cuarenta y tantos años. Pude fundir esa mierda brillante y venderla al peso, pero te esperé confiado en que alguna condenada mañana aparecerías. Qáé bello hubiera sido sentarnos con una botella de vino frente al Estrecho de Magallanes y charlar mientras arrojábamos al mar nuestra fortuna inútil. Fue un bonito sueño, Ulrich, muy bonito, mas está visto que el gato puede robarle un bife al carnicero, pero jamás la vaca entera. Salud, Ulrich. Los voy a joder en tu nombre.
Hans Hillermann se levantó, fue hasta el anaquel donde guardaba los vinos y el tabaco, tomó la escopeta de dos cañones y un par de cartuchos. Enseguida caminó hasta la mesa de la victrola, giró el magneto y dispuso la aguja sobre los surcos del disco.
Aufdie Repperbahn nachts um hulb eins… -canturreó y no dijo nada más, porque en ese preciso momento su pulgar derecho aplastaba los dos gatillos. Hans Albers siguió cantando solo, y unas gotas de sangre salpicaron las relucientes calaminas.
4 Santiago de Chile: vueltas de la vida
A las nueve de la mañana el sol pegaba fuerte sobre el aeropuerto de Santiago. Vaya. Estaba pisando suelo chileno luego de dieciséis años por el mundo. ¿Por qué no saliste conmigo, Verónica? ¿Por qué ninguna bruja nos vendió el bálsamo para ver el futuro? ¿Por qué la fiebre de aquello tan inexplicable y que llamábamos consecuencia se interpuso entre el amor y nos dejó en frentes diferentes? ¿Por qué fui tan imbécil? ¿Por qué?
– Belmonte, Juan Belmonte -dijo el agente de Interpol examinando el pasaporte.
– Sí. Ese es mi nombre. ¿Pasa algo?
– Nada. Estamos en democracia. No pasa nada.
– ¿Entonces?
– Es que se llama igual que un famoso torero, ¿lo sabía?
– No. Es la primera vez que me lo dicen.
– Hay que leer. Belmonte fue un gran torero. Caramba, lleva varios años sin venir a Chile.
– Así es. Soy un turista consuetudinario y el mundo está lleno de lugares interesantes.
– No me interesa saber qué hizo en el extranjero ni los motivos por los que salió. Sin embargo le daré un consejo y gratis: éste no es el país que dejó al salir. Las cosas han cambiado y para mejor, asi que no intente crear problemas. Estamos en democracia y todos felices.
El tipo tenía razón. El pais estaba en democracia. Ni siquiera se molestó en decir que habían, o que se había, recuperado la democracia. No. Chile "estaba" en democracia, lo que equivalía a decir que estaba en el buen camino y que cualquier pregunta incómoda podía alejarlo de la senda correcta.
Tal vez ese mismo tipo había hecho parte de su carrera en prisiones que nunca existieron o de cuyos paraderos es imposible acordarse, interrogando a mujeres, ancianos, adultos y niños que nunca fueron detenidos y de cuyos rostros es imposible acordarse, porque cuando la democracia abrió las piernas para que Chile pudiera estar en ella, dijo primero el precio, y la divisa en que se hizo pagar se llama olvido.
Quizás ese mismo tipo que ahora se permitía darme el consejo de no ocasionar problemas fue uno de los que se ensañaron con Verónica, contigo, amor mío, con tu cuerpo y tu mente, y ahora disfruta la tranquilidad,de los vencedores, porque nos ganaron, amor mio, nos ganaron olímpicamente y por goleada, sin dejarnos siquiera el consuelo de creer que habíamos perdido luchando por la mejor de las causas. Y como no se puede saltar al cuello del primer sujeto que nos huele a hijo de puta, decidí alejarme rápidamente del control policial.
Siguiendo las instrucciones de Kramer, apenas salí de los controles me fui a las ventanillas de la línea aérea nacional. Allí me entregaron los boletos para seguir vuelo a Punta Arenas. Disponía de dos horas, de tal manera que dejé la valija y salí del edificio para reencontrar el calor.
El aeropuerto está rodeado por un parque de coníferas, compré un periódico al azar y me dirigí a un asiento sombreado. Desde aquel lugar estudié el desplazamiento solar y me volví hacia el sur. En esa dirección, en algún lugar estaba Verónica. Casi me alegré de tener el billete a Punta Arenas en el bolsillo. Cuánto ansiaba y temía el encuentro.
Abrí el periódico. Las noticias hablaban de las dificultades de la selección chilena de fútbol, del aumento de las exportaciones, del encanto manifestado por los turistas que veraneaban en los balnearios costeros. Entre las informaciones destacaban fotografías de individuos sonrientes triunfadores, dueños del futuro. Reconocí a varios ex dirigentes de la izquierda revolucionaria bajo trajes bien cortados y corbatas de diseño. No me importaron, soy todavía duro y el asco no me descontrola de buenas a primeras, pero creo que salté al ver la foto del hombre con los ojos abiertos y un agujero en medio de la frente.
La información hablaba de un crimen:
"En su domicilio de la calle Ureta Cox 120 departamento 3-C, fue encontrado el cadáver de Bonifacio Prado Cifuentes, cuarenta y cinco años, casado, sin profesión. Prado Cifuentes falleció de un disparo realizado a corta distancia. Según informaciones entregadas por la Brigada de Homicidios, Prado Cifuentes llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas al ser encontrado por su cónyuge, Marcia Sandoval, de la que vivía separado. Consultados por la policía, los vecinos del inmueble declararon no haber escuchado ruido de pelea y mucho menos disparos en el departamento del occiso. Prado Cifuentes trabajaba como mayordomo del parvulario Lucero, en la comuna de San Miguel. Sus compañeros de trabajo lo definen como un hombre de carácter reservado.
Vaya una vuelta de la vida. Durante muchos años quise encontrar a aquel hijo de puta del que no conocí más que su chapa política: "Galo". "Comandante Galo", y en ese momento, cuando todavía no llevaba media hora en Chile, un periódico me lo entregaba con un agujero entre los ojos y su identidad completa.
Lo conocí de la peor de las maneras, en Nicaragua a comienzos de los ochenta.
Los internacionalistas de la Brigada Simón Bolívar sabíamos de la llegada de un contingente de chilenos y argentinos, tipos preparados en academias militares de Cuba, la URSS, y otros países socialistas, que, una vez disparado el último tiro contra la guardia de Somoza, aparecieron por Nicaragua para cumplir labores de depuración ideológica. No les temíamos ni nos preocupaban, tal vez porque los nicas nos habían contagiado su cultura de los huevos bien puestos; tipos que no habían tocado en el baile no tenían derecho a estar en nuestra banda. Pero ellos lo veían de manera diferente.
Una noche de enero de 1980, cinco enmascarados me interceptaron cerca del lugar donde vivía. Al mínimo intento de alegato respondieron golpeando con las culatas de sus kalashnikovs impecables, limpísimas, de esas que no dispararon jamás contra la guardia somocista. Recuerdo que perdí el conocimiento mientras me machacaban tendido en el suelo de un jeep y que, cuando abrí nuevamente los ojos, estaba molido y desnudo en un cuarto vacío. Las pateaduras se repitieron varias veces, con los intervalos necesarios para que no disfrutara de la inconsciencia. Aquellos gorilas hacían bien su trabajo. Sabían que al despertar del cuarto o quinto K.O. la víctima ha perdido la noción del tiempo y no sabe dónde está. Pero yo conocía muy bien aquel cuarto. Entonces se presentó Galo.
Hizo que me sentaran con las manos atadas a las patas delanteras de la silla. "Pau de arara del burócrata" llamábamos a aquella posición en la vieja jerga. No era la postura más confortable, porque los deseos de doblar el cuerpo eran impedidos por el gorila que me sostenía de los pelos. Galo se sentó frente a mí con la cara descubierta.
– Mírame bien. Soy el comandante Galo y vamos a tener una larga plática. Nombre y nacionalidad.
– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense.
– Me cago en tu grado. Te llamas Juan Belmonte y eres chileno.
– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense. Tus hombres tienen mis papeles.
– Me limpio el culo con ellos. Eres chileno. Infiltrado para desestabilizar el proceso revolucionario. Eres un agente de la CIA.
– Comunista paranoico. Pruébalo. Y si quieres desconcertarme dile a tus gorilas que me lleven a otro lugar. Conozco este cuarto. Sé dónde estamos; en el búnker. En este mismo cuarto juzgamos a varios "orejas" luego del triunfo. ¿Sabes de qué hablo? Hubo una insurrección en Nicaragua.
Las pateaduras se prolongaron durante dos semanas, y las acusaciones bajaron de categoría: de agente de la CIA pasé a provocador. De eso a trotskista, luego a anarquista, finalmente mi gran pecado fue haber combatido junto al Chato Peredo en Bolivia. Entraba a la tercera semana en el búnker, cuando quiso la suerte que me viera un comandante sandinista.
– ¡Hermano! ¿Qué haces aquí, y en bolas?
– Pregúntale a Galo.
Me sacó puteando a los gorilas de bellos uniformes, los que respondían haciendo chocar los talones y llevándose un puño cerrado al corazón. Mientras caminábamos por las ruinosas calles de Managua el sandinista me informó del trabajo de Galo.