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En la RDA la Stasi golpeó con ganas. Los implicados alemanes fueron a dar al banquillo de los colaboradores con el enemigo de clase, les confiscaron los bienes y recibieron largas condenas en cárceles que poco o nada tenían que envidiarle a las mazmorras de Pinochet o de Videla. Los latinos que no alcanzaron a escapar fueron expulsados a sus países de origen, para felicidad de muchos dictadores de todos los pelajes, y Moreira recibió la orden de regresar a Frankfurt a cerrar el caso.

El cerebro del correo era un uruguayo, un militante con muchos años de circo entre los tupamaros. El oriental vio desmoronarse la red y se puso a hilar fino hasta que dio con la identidad del topo. Entonces hizo un análisis bastante objetivo de la situación: la represión proletaria no iba a estirar la mano hasta Frankfurt para raptarlo.

No. No eran tontos los hijos de papá Stalin. Lo entregarían a la policía política de Alemania Occidental. Sabía demasiado acerca del movimiento contestatario de la RFA. Los alemanes occidentales le permitirían elegir entre servir como chivato o viajar al Uruguay a pudrirse en un penal de nombre paradójico, Libertad. Fue un análisis acertado. Como también lo fue pensar que tenía una carta de triunfo en las manos: conocía la verdadera identidad de Moreira. Los comunistas chilenos y los alemanes orientales no querrían ver "quemado" a un hombre en el que habían invertido dinero, confianza y tiempo. Vio una posibilidad de negociar con Moreira y se anticipó citándolo a conversar en un lugar abierto. Su propuesta era simple y directa: no destapar ni la acción desbaratadora ni la identidad de Moreira a cambio de un par de semanas de tranquilidad, tiempo suficiente para trasladarse a algún país escandinavo del que se comprometía a no salir jamás. Pensando en todo eso vio aparecer a

Moreira por una de las entradas de la estación Konstablerwache. Lo que no vio ni previó fue al militante del Partido de los Trabajadores del Kurdistán que lo empujó hacia las vías del metro.

– Háblame de ti, Moreira. ¿Qué haces?

– Vegeto. Leo, cago, duermo, y vuelta a lo mismo. Perdí.

– El Partido tenía bienes.

– El Partido. Tú conociste a quien manejaba nuestras finanzas en Berlín. Un cuadro. Un gran compañero con estudios en la URSS y en la RDA. Ahora tiene una empresa de transportes, y la única vez que lo visité para pedirle apoyo me rezó el rosario de la economía de mercado: "No pueden crearse puestos de trabajo fantasmas, compañero. Entiendo su situación, pero yo no soy Cáritas, compañero. Estábamos equivocados, compañero. Así que, muy fraternalmente, compañero, cáguese de hambre y salga de mi oficina antes de que llame a la policía". El Partido. ¿Quieres saber en qué trabajo? Soy mayordomo, bonita palabra, pero no mayordomo de un Lord. Soy mayordomo de un parvulario. Cada mañana debo limpiar, encender la estufa, revisar los columpios para que ningún crío se desnuque, pulir el tobogán, reparar mesas y sillas enanas, colgar cortinas, juntar chupetes y tijeritas olvidadas, y por las tardes reunir los pañales enmierdados. El Partido. Estuve dos años viviendo del poco dinero que

traje de la RDA y más tarde de lo que ganaba mi ex mujer. Pagar la casilla postal, mi contacto con la causa, con los hombres como tú, Werner, a veces me significó pasar semanas a pan y agua. El Partido. Algunos que fueron dirigentes están bien colocados, son individuos prósperos. Una vez visité a uno para pedirle trabajo y csabes qué me preguntó?: "¿.Cuáles son tus estudios, compañero?". Mis estudios.¨ Geopolítica materialismo histórico y dialéctico, conducción psicológica de la guerra, técnicas de sabotaje, contrainteligencia, la teoría de Von Clausewitz, la de Ho Chi Minh, historia de la resistencia argelina, tae kwon do. Paja. Ni siquiera sirvo para ser basurero. El Partido. No existe. Todo fue una farsa, una miserable estafa. Cuando los rusos nos quitaron la teta en el ochenta y cinco se derrumbó todo y vino el sálvese quien pueda. Y para los actuales dirigen¨tes los tipos como yo somos unos miserables aventureros, los responsables de la gran desgracia, los culpables del

debacle. El Partido. Salud.

– Feo discurso, Moreira. Jamás pensé que se les derrumbaría el castillo de esa manera. Después de los rusos, los chinos y los italianos, ustedes tenían el cuarto partido comunista mejor organizado del planeta.

– Todo fue una estafa. ¿Preparo otra ronda?

– No. ¿Lo tienes?

– El matarratas. Sí.

Moreira fue hasta el cuarto de baño. Al retirar los pernos que fijaban el espejo a la muralla se vio retratado y sintió vergüenza. Se había mostrado como un sujeto desesperado, a punto de perder el control, ¿y para qué puede servir un hombre en semejante estado? Era pura escoria. quitó el espejo y con la ayuda de una pinza movió el ladrillo que tapaba la boca del barretín.

Antes de volver a la sala se enjuagó la cara. Al poner sobre la mesa el bulto envuelto en una toalla respiró confiado. No estaba tan al fin del camino. Ahí tenía la prueba.

Werner desenvolvió el bulto.

– ¿Crees que podría volver a Berlín?

– Colt nueve milímetros largo. Es una excelente pistola. Y este tubo, ¿qué diablos es?

– Tecnología criolla. Un silenciador. Empezamos a fabricarlos antes del setenta y tres. Es algo muy simple; un tubo de acero al que por dentro se le soldan cojinetes formando una espiral en sentido contrario a las estrías del cañón. Amortigua un ochenta por ciento del estampido. Se acopla por fuera del cañón y, aunque queda fijo, conviene sujetarlo con una mano para que el retroceso no lo desvíe.

– Admirable. ¿De veras funciona?

– Nunca te fallé. Werner. Respóndeme.

– Berlín. Ni lo pienses. ¿Ignoras la caza de brujas que se desató? No faltaría alguien que te reconociera, y por el momento cualquier delación confirma el pedigrí democrático del delator.

– Pero hay compañeros que podrían echarme una mano.

– Olvídalos. Se delatan unos a otros. Es una forma de sobrevivir, y debes saber que los alemanes somos campeones en eso. Al finalizar la segunda guerra cada vecino vendió al otro por una barra de chocolate o cigarrillos. Ahora lo hacemos por vídeos, autos, vacaciones en Torremolinos, trabajo.

– No lo puedo creer. Eran miles, cientos de miles los compañeros. Yo los vi desfilar con los puños en alto, las antorchas, las camisas azules de la FDJ. Yo estuve allí. El anticomunismo no puede haberse impuesto tan fácilmente.

– Eso no existe. El comunismo no existe, de tal manera que nadie puede ser anticomunista. Ahora todos somos anti RDA. ¿No lo entiendes? Todo lo que hicimos como RDA fue malo, perverso, podrido, avergonzante. Durante cuarenta años nos alimentamos de basura, nos vestimos con harapos, follamos con gonorreicas y tuvimos hijos cretinos. Pero eso se acabó, y ahora, a cambio de una delación sincera, Occidente nos perdona, nos redime, nos mete en un útero climatizado, nuestros cordones umbilicales se conectan a una lata de Coca-Cola, y enseguida nos expulsa por la vagina de doña Mercedes Benz. Aleluya, Moreira. Hemos nacido de nuevo.

– No hablas en serio, Werner. ¿Me crees un imbécil? Me estás provocando, me estás probando. No soy tonto. Estás aquí por algo, Werner. Por algo has conservado la llave de la casilla. Vienes a cumplir una misión y me necesitas. Como en los viejos tiempos.

– Correcto. ¿La revisaste?

– Funciona perfectamente. Todavía me consideran, ¿verdad?

– Eres nuestro hombre al otro lado del Atlántico. Véndame los ojos. Como en los viejos tiempos.

Moreira obedeció, y para asegurarse de que el pañuelo estaba bien puesto hizo el amago de darle un puñetazo deteniendo la mano a escasos centímetros del rostro vendado. El alemán no reaccionó.

– Desármala, Moreira.

Con movimientos precisos, Moreira quitó el cargador, soltó los pasadores de seguridad, ahuecó una mano para recibir el resorte recuperador, desacopló el cañón del ánima, y en pocos segundos la pistola se convirtió en un rompecabezas de piezas diseminadas.

– Listo, Werner. Empieza.

– Toma el tiempo, Moreira.

Las manos del alemán se movieron como dos autómatas, rápidas, precisas. Cada dedo asumió la tarea de sostener o empujar una pieza, y no se detuvieron hasta que la pistola recuperó su forma definitiva y mortal con una bala en la recámara.

– Tiempo.

– Un minuto y cinco segundos. No está mal Werner.

– Envejezco. Siempre lo conseguí en menos de un minuto. Veamos qué tal lo haces tú.

– Tienen que darme una chance. La inactividad me está volviendo loco. Nunca les fallé. Lo sabes Werner.

El alemán le vendó la vista, también se aseguró de la temporal ceguera y lo miró detenidamente.

– Un cuadro militar se sobrepone a cualquier situación. Eso de volverse loco no suena consecuente, Moreira.

– Lo sé. Y por eso tengo miedo.

– Tengo algo para ti, Moreira. Harás un largo viaje. No. No te quites el pañuelo de los ojos. Quiero comprobar que estás en forma.

– Lo sabía. Apenas vi tu nota supe que no me dejarían tirado. Revuelve bien las piezas. Siempre fui el mejor en este juego.

Pero Frank Galinsky no desarmó la pistola. Acopló el silenciador de fabricación criolla y apuntó a la cabeza del hombre con la vista vendada.

Moreira recibió el tiro entre los ojos y se fue de espaldas con silla y todo. En el suelo, alcanzó a quitarse el pañuelo que le cubría los ojos, mas desde esa perspectiva humillante no pudo ver al alemán sentado al otro lado de la mesa. Lo último que vio fue la mueca cínica del cascanueces sajón.

3 Tierra del Fuego: intimidades

El viejo se quitó la parte superior del grasiento mameluco azul y se sentó en la cama para que Griselda le sacara la parte de abajo. Enseguida se tendió mirando al techo de calaminas nuevas que reflejaban los destellos de la lámpara en sus ondulaciones. La mujer le preguntó si quería ponerse el camisón de dormir y el viejo le respondió que prefería quedarse así, vestido con los calzoncillos largos y la camiseta de franela, prendas que a fuerza de sudadas iban tomando la misma coloración cenicienta de su pellejo. De espaldas sobre la cama, suspiró y luego dejó que escapara de su garganta un murmullo indescifrable, propio de un hombre al que los años empiezan a confundirle los dolores y las dichas.

– ¿Se siente mal, don Franz? -preguntó la mujer.

– Cansado no más. ¿Y qué le importa, vieja intrusa?

– Eso le pasa por terco. Mire que ponerse a cambiar el techo al final del verano y sin permitir que le ayuden. Todavía no entiendo por qué lo hizo. El otro techo, el de coirones, era mucho mejor. Se va a helar con las calaminas.

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