"Le adjunto mi dirección y mi número de teléfono.
HLe abrazo en este momento tan duro, y le pido que de él rescate la alegría de saberla viva.
"Su amiga.
"Ana Lagos de Sánchez."
Así volvió Verónica, así volviste, amor, en fotografías que más tarde me envió la buena señora Ana. Tu mismo rostro de niña enmarcado por la ausencia que destilaban tus ojos. La larga cabellera poblada de canas que he recorrido con los dedos hasta casi borrar la imagen, mientras una y otra vez aceptaba vivir sólo para ti, para tu bienestar, y renunciaba a las luchas que me invitaban desde las selvas salvadoreñas o guatemaltecas. Vivir para ti, para que no te faltara nada, Verónica, mi amor. Cumpliendo con cualquier oficio por indigno que fuera, avergonzándome por haber reído en Managua aquel mismo día 19 de julio de 1979 en que aparecías, resucitabas en un basural de Santiago. Cómo he odiado estas manos que aquel día tocaron el cielo rojinegro de la victoria sandinista. Cómo quise volver de inmediato y cuánto me desprecié al comprobar que no deseaba volver por ti, la ausente que eres, sino para vengar la muerte de la que fuiste. Y ahora regreso, Verónica, mi amor, y tengo
miedo, mucho miedo, porque la sed de venganza determina y dirige cada uno de mis pensamientos.
Alguien llamó a la puerta y apreté los puños. Si se trataba de uno de mis vecinos propensos a dar consejos lo haría bajar regando dientes por la escalera.
Pedro de Valdivia me observó con su único ojo abierto. El otro lo tenía hinchado y adornado por un hematoma violáceo.
– La pasma dejó la cagada, jefe. Rompieron todo -saludó.
– Ya me di cuenta. Pasa.
– Les dije que usted no estaba y no me creyeron.
– Así es la pasma. Incrédula. ¿Quién te cerró el ojo?
– No fueron ellos. Me metieron a una celda con un noruego borracho que insistió en hacerme bailar una danza de la lluvia. Pero recibió lo suyo jefe. Le metí un cabezazo que lo hará dormir varios días.
El petisito contempló los destrozos moviendo la cabeza. Al observar el destripado calentador eléctrico adquirió una expresión de Polifemo iracundo.
– Cabrones. Putos cabrones. Se cargaron la estufa.
– No hay problema. Yo lo pago.
– No lo digo por eso, jefe. Todo el edificio tiene calefacción menos usted -dijo, y empezó a recoger libros y otros objetos del suelo.
Mientras Pedro de Valdivia se entregaba a las faenas de reordenar el mundo luego de una explosión policial, fui a la cocina para ver si las fuerzas del orden habían respetado alguna botella. Tuve suerte. Dejaron una de tequila Cuervo amontonada junto a los artículos de la limpieza.
– Deja eso. Echémonos un trago.
– ¿Pisco? Puedo bajar a comprar limones y le hago un piscosour.
– Es tequila. Trago de machos. Salud.
– Bueno el pisco mexicano -dijo el petisito guiñando el ojo intacto.
A las dos horas Pedro de Valdivia tenía el piso tan ordenado como si por él hubiera pasado una pandilla de amas de casa. Sin mayor entusiasmo lo ayudé, pero me gustó que estuviera conmigo. La última mota de espuma de los cojines destripados desapareció junto a la última gota de tequila.
– Yo vengo mañana con aguja e hilo y le dejo los cojines como nuevos, jefe.
– ¿No vas a preguntar qué quería la pasma?
– La pasma siempre quiere lo peor.
– Te metieron en cana por mi culpa.
– Un par de horas. ¿Qué le hace el agua al pescado? Lo que me extraña es que me soltaran luego de haberle roto la cara al noruego.
– ¿Sabes una cosa, Pedro de Valdivia? Nos iremos a comer donde unos amigos turcos.
– Fantástico, jefe. ¿Celebramos algo?
– ¿Por qué no? Celebramos mi regreso a Chile.
Caminando hacia el Imbiss de Zelma empezó a nevar. El petisito se bajó el pasamontañas hasta el cuello y a cada segundo paso giraba la cabeza para mirarme. El brillo de su ojo sano parecía indicar que nos estábamos metiendo en algo grande, en una de esas empresas cuyas tribulaciones serían insoportables sin la presencia de un buen compañero.