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– A ella no, directamente. Pero, ¿qué pasa si consigo que te expulsen de Alemania? Ella depende de ti. Del dinéro que le mandas. Te hice seguir, Belmonte. Vives de una manera espartana. Hasta lías tú mismo los cigarrillos que fumas. Y de Verónica supe que no tiene otra compañía que esa tía que la cuida. Ana creo que se llama. Admirable tu lealtad para con una mujer que no ves desde 1973, de no ser que hayas mantenido encuentros durante tu vida clandestina en Chile. Admirable.

– Me está cansando, Kramer. Diga de una maldita vez qué es lo que quiere de mí.

– Todo a su debido tiempo. Vamos a dar un paseo. Tú empujas la silla de ruedas, de paso ahorro baterías, y entretanto tiro el anzuelo en cuya punta hay una jugosa carnada que terminarás mordiendo.

Salimos del edificio. El recepcionista se deshizo en sonrisas al verme en compañía de Kramer y del asqueroso perro que saltaba de felicidad ante la perspectiva de un paseo. Empezamos a seguir la costanera del Elba y pensé que bastaba con un leve empujón para hacerlo desaparecer en la mezcla de agua e inmundicia.

El paseo se prolongó hasta los jardines de Blankenesse. Observando los barcos que entraban o salían del puerto, Kramer hablo de fortunas, de tesoros artísticos, de colecciones de objetos de valor incalculable extraviados antes, durante y después de la segunda guerra mundial. Yo lo escuchaba luchando con la tentación de arrojarlo al agua. El perro parecía tener dotes telepáticas, porque a cada paso me observaba enseñando los dientes.

– Y los grandes perdedores de todas estas historias de fortunas extraviadas no fueron sus dueños, Belmonte, sino las compañías de seguros. Una vez disparado el último tiro, en el año cuarenta y cinco, empezó la guerra fría, aunque los historiadores insistan en que todo comienza con la construcción del muro de Berlín. El año cuarenta y cinco, el de la división del mapa europeo entre los colores rojo y blanco, fue para las aseguradoras como una guillotina cortando la serie de puntos suspensivos que hilaban el camino hasta muchos de esos tesoros extraviados. Pero todas las compañías de seguros sabían que tarde o temprano los eslabones de la cadena volverían a juntarse, recuperando la continuidad lógica que condujera al desenlace, al inevitable cierre de los círculos.

– Está hablando chino. No le entiendo un carajo.

– Conforme. Abreviaré la historia: durante más de cuarenta años a los dos lados del muro de Berlín se preservaron parcelas de historias, con la certeza de que los poseedores del otro lado esperarían pacientemente hasta que llegara el momento propicio de juntarlas. Ese momento llegó con el derrumbe del mundo socialista; los círculos empezaron a cerrarse, sólo que de una manera demasiado vertiginosa y que amenazó con transformarlos en espirales.

– Me aburre, Kramer. Dijo que jugaría limpio y no deja de envolverme con parábolas que no entiendo. Qué me importa que sus putos círculos se cierren o sigan abiertos. Y que el maldito perro deje de restregarse contra mis piernas. ¿No lo baña nunca?

– La higiene de Canalla es su problema personal. Empújame hasta esa cafetería. Todavía no he desayunado.

El café Mirador del Elba estaba vacío a esa hora. Ocupamos una mesa frente a una ventana. Afuera los barcos seguían pasando. En muchos se veía sobre cubierta a tripulantes entregados a las faenas de zarpe. Los envidié. Muy pronto alcanzarían Cuxhaven y la libertad del mar abierto. Kramer ordenó jarras de café y huevos revueltos. Al perro le sirvieron una enorme salchicha.

– Come, Belmonte. Entretanto te contaré una historia que servirá para que entiendas por qué te necesito. Escucha: cuando la caída del muro de Berlín era una simple cuestión de tiempo, todos los alemanes de la parte oriental festejaban por adelantado, desfilaban gritando: "Somos un pueblo", preparaban las papilas para el sabor de la Coca-Cola, todos menos un vejete al que llamaremos Otto. ¿Verdad que en toda Sudamérica se conocen los chistes de don Otto? Pues bien, nuestro don Otto, ex miembro de las SS hitlerianas y más tarde héroe del trabajo en la RDA, esquivó los festejos y se plantó como un poste frente al legendario Check Point Charlie. Esperó día y noche. Inamovible como un centinela de otros tiempos. Esperó acalambrado, aguantando las ganas de mear, hasta que llegó el histórico momento en que los vopos empezaron a vender sus uniformes y condecoraciones a los periodistas. Acababa de morir la RDA, y entonces, mientras los berlineses de los dos lados de la ciudad corrían

a abrazarse y a derribar el muro hasta con las uñas, nuestro don Otto corrió hasta la primera cabina telefónica que encontró en Occidente, discó el número de informaciones, pidió el teléfono del Lloyd Hanseático en Hamburgo, llamó y solicitó hablar con el mandamás. Presumo que don Otto debió de sentirse algo frustrado al recibir como respuesta un: "Llame mañana", pero un hombre que ha esperado más de cuarenta años para jugar sus cartas no puede perder el tiempo. Don Otto insistió. Dijo: "Busque al mandamás en su casa, donde sea necesario y dígale solamente Kunsthalle, Bremen, 1945. El entenderá. Volveré a llamar en una hora".

"Mágicas palabras, Belmonte. El director del Lloyd apareció en pijama a las once de la noche. En menos de dos horas nuestro don Otto acomodaba el culo en una limousine que lo trasladó de Berlín a Hamburgo, y a las seis de la mañana era recibido con honores por el director, y una caterva de historiadores y expertos en arte. Varios empleados del Lloyd no durmieron esa noche. Al grano, Belmonte. Don Otto aceptó un café y dijo: "Ustedes buscan la colección de arte perdida de la Kunsthalle de Bremen. Yo sé dónde está. Hablemos de la recompensa". Por si lo ignoras, se trata de una magnífica colección de pinturas evaluadas en unos sesenta millones de dólares. "Nuestras averiguaciones indican que posiblemente se encuentre en Moscú", dijo un historiador. Don Otto continuó sin inmutarse. "Puede ser. Pero sólo una parte", indicó y a continuación narró su participación en la desaparición de las pinturas. Arreglado el tema de la recompensa, se tornó más locuaz. Una parte importante de la

colección se encontraba en Asunción, Paraguay, guardada por un ex camarada de armas en las SS cuya identidad y paradero valían oro en Israel. Para enfatizar sus argumentos don Otto enseñó unas fotografías que, pese a ser de pesima calidad, hicieron temblar de emoción a los expertos.

"Don Otto empezó a ver la vida de un color absolutamente rosa. Acompañado por ejecutivos del Lloyd y expertos en arte voló sobre el Atlántico. Durante la travesía debió de reflexionar sobre lo que haría con la recompensa, sobre la virtud de la paciencia, pero al aterrizar en Asunción sus sueños continuaron bajando hasta el infierno. Los periódicos paraguayos informaban sobre la trágica muerte de un distinguido miembro de la colonia alemana residente en Asunción. Al parecer sufrió un accidente en la tina de baño. Un secador de pelo que por desgracia estaba conectado a la corriente, cayó al agua y lo hizo brincar hasta el otro mundo. Accidente, ¿entiendes?

– Vi algo parecido en una película de James Bond. Con un ventilador. ¿Qué pasó con las pinturas?

– Nadie sabe dónde están ahora. Tal vez aparezcan. Lo más probable es que terminen en el sótano climatizado de algún coleccionista árabe.

– Termine el chiste de don Otto.

– No creo que lo haya encontrado gracioso. Le pagamos el boleto de regreso y lo entregamos a la policía. Después de todo, el año cuarenta y cinco fue cómplice de un robo que afectó los intereses del Lloyd. ¿Entiendes la moraleja de la historia?

– No por mucho madrugar amanece más temprano. Llegaron tarde al Paraguay. Pero sigo sin entender por qué me habla de todo esto y qué quiere de mí.

– Necesito tu astucia y tu experiencia. Para investigar. Para no llegar tarde al Paraguay o a donde sea.

– Está loco. Qué sé yo de investigaciones. Supongo que una compañía como el Lloyd trabaja con los mejores detectives. Y dígale al perro de mierda que deje en paz mis pantalones.

– Creo que le gustas. Supones bien. Contamos con los mejores detectives, investigadores, pero son ratones de bibliotecas o laboratorios. Investigan con ordenadores. En realidad dar con el paradero de una obra de arte o de un objeto valioso no es tan difícil. Es cuestión de paciencia. Las verdaderas dificultades se dan luego con el tira y afloja, con los sobornos, con las reglas que impone la ley de oferta y demanda, que son las que en definitiva deciden si el objeto cambia de manos. Pero todo esto es así en tiempos normales y como sabes, Belmonte, los tiempos han cambiado muy rápidamente. También las reglas del juego han cambiado. Ahora se trata de investigar contando con muy pocas pistas, se trata de rastrear, dar con ciertos asuntos y actuar. No pongas esa cara, que me acerco al meollo de lo que debes saber. No te imaginas, nadie puede imaginar, la cantidad de bienes que hemos conseguido recuperar en Sudamérica. Durante cuarenta y pico de años fuimos estableciendo las

reglas de la negociación con los muchachos del Tercer Reich que salvó la Odessa Conection. Un trabajo arduo y lento, de burócratas, que fue posible gracias a que disponíamos de tiempo. Pero ahora, con el fin de las fronteras que encerraban a los habitantes del mundo socialista, nada impide que los poseedores de muchos secretos viajen a por lo que consideran suyo. Y como la mayoría de estos depositarios de verdades ha envejecido, o bien vende los secretos al mejor postor o bien se lanza al camino. Quiere ahora su tajada.

– Sigo sin entender qué demonios pinto yo en su historia.

– Piensa en un tipo como Menguele. Proscrito y reclamado por medio mundo, y sin embargo consiguió disfrutar de una existencia legal y feliz entre Brasil y Paraguay. Los judíos nunca pudieron comprobar ante un tribunal brasileño o paraguayo que el vejete de aspecto bonachón fotografiado miles de veces era el mismo Angel de la Muerte. Entonces intentaron echarle el guante por otros medios, tal como lo hicieron con Adolf Eichmann en Buenos Aires, pero no les resultó. Enviaron varios comandos a secuestrar o eliminar a Menguele, pero todos fracasaron, y ¿sabes por qué? Porque no conocían los secretos de la ilegalidad sudamericana. Y tú sí que sabes del tema, Belmonte. Dominas el arte de la clandestinidad. Un ex guerrillero del cono sur no es el sujeto romántico y fracasado que pintan los informes políticos de la socialdemocracia. El capitalismo victorioso ha hecho que sus conocimientos sean una ciencia temporalmente exacta y necesaria. Entonces, ¿qué quiero de ti? Tu experiencia.

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