Tampoco querrías saber lo que hubo luego: los dos años siguientes, apurando mi compromiso tan necia e inconscientemente manifestado al alistarme. Lo único que puedo alegar en mí descargo es que durante varios meses llegué a acariciar muy en serio la idea de desertar. Que sopesé las posibilidades, medí las consecuencias y hasta busqué la ocasión. Otros lo hacían cuando se cansaban de soportar la disciplina, los insultos y los abusos de los oficiales, la dureza de la campaña que no acababa nunca y que siempre nos ponía delante un nuevo cerro que asaltar o un nuevo blocao que defender. Alguno lo consiguió, o al menos nos cupo la duda, porque no volvimos a saber de él. A otros los pillaron, los nuestros o los otros; si eran los nuestros, se les fusilaba, y si eran los moros, cuando encontrábamos el cadáver tirado en el campo no había que hacer muchas cábalas sobre lo que les había ocurrido. También contaban que había algunos que se habían pasado a ellos, a los moros, pero sabía que de eso yo nunca iba a ser capaz. No me gustaba tirar sobre el enemigo, porque ya había comprendido que ellos eran unos pobres diablos como nosotros y que un hatajo de hijos de puta nos enfrentaba para que nos despedazáramos en su provecho. Pero menos aún me habría gustado tirar sobre los míos, sobre los desgraciados cuyas historias conocía, a los que había visto reír o llorar y que me habían cubierto cuando me disparaban. Así que lo único que me quedaba era tratar de llegar vivo a la zona francesa y perderme allí. Lo malo era que la zona francesa estaba lejos, demasiado lejos. Eran muchos días de marcha solitaria por territorio casi desértico y hostil. Pese a todo, estuve a punto de hacerlo cuando las operaciones nos llevaron a la zona del Guerruao. También fue la vez que estuve más cerca de la zona francesa. Desde la posición contemplaba la llanura pelada, que el viento batía de lo lindo, cuando se ponía a soplar, y pensaba que allí, al fondo, estaba la libertad, la posibilidad de dejar de ser un pedazo de carne de cañón arrojado una y otra vez contra otros pedazos de carne de cañón. La posibilidad, también, de dejar de vivir acorralado entre el miedo y la rabia, porque cada vez que me exponía al fuego tenía pánico a que me hirieran, pero la única forma de evitarlo era apretar los dientes y ser más homicida que ellos. Pude intentarlo, ésa es la verdad. Varias noches me tocó estar de centinela en el puesto que más se prestaba a servir de punto de partida de la escapada. Lo quise hacer, y hasta llegué a alejarme unos pasos del parapeto, calculando el tiempo que tardarían en dar la alarma, dudando si enviarían o no a alguien tras de mí. Pero al final, me pudo el miedo. A la sed, a perderme, a que me cazaran los moros y me degollaran, a conseguirlo y a que los franceses me cogieran y me obligaran a elegir entre alistarme en su propia Legión o ser entregado a los míos para acabar ante el pelotón de fusilamiento. No era una mala muerte, doce balazos bien metidos, ya me encargaría de pedirles a los compañeros que afinaran la puntería para que el asunto fuera rápido. Pero tuve miedo, Blanca. Este desecho humano quería vivir. Quiere vivir, todavía.
Desde ese momento, cuando comprendí que no iba a desertar y que tendría que cumplir los tres años, apliqué mi cerebro en conservarme. Si iba a seguir allí, tenía que buscar la mejor manera de hacerlo, de reducir los riesgos y las penalidades que hubiera de sufrir. Entonces tomé la decisión que menos habría podido imaginarme unos meses atrás: tratar de prosperar en la milicia. No carecía de cualificación para ello. Tenía estudios y era diestro con las armas. Y dentro de lo que había a mi alcance, no me las apañé mal. Llegué a sargento y logré pasar los últimos meses como instructor de tiro de los nuevos reclutas. No me libraba de tener que ir al campo cuando la guerra se complicaba, ni siquiera de tener que correr contra las balas, aunque ahora al mando de mi pelotón. Pero se acabó estar de centinela y jugármela siempre en las descubiertas, y también tenía una compensación de orden moral, de las pocas que a la sazón me eran asequibles. A los nuevos (algunos, pobres muchachos; otros, perfectos hijos de perra, pero todos criaturas humanas rotas, y en general ignorantes de las artes del soldado) les daba al enseñarles a usar el fusil una oportunidad de no morder el polvo en aquel infierno. A la vez estaba contribuyendo a que perecieran otros, los que se les pusieran a tiro, pero la guerra es bárbara, y lo único justo que cabe hacer en ella es equilibrar las opciones de los que se enfrentan. Yo hacía de ellos soldados capaces de medirse con los combatientes curtidos que se iban a encontrar delante. Y el resto era cosa de Dios.
Pero, para decírtelo todo, tendría que contarte también, Blanca, la nueva ignominia que sumé entonces a todas las que ya llevaba. Porque para poder seguir adelante, para disfrutar de mí nueva suerte y beneficiarme de aquella manera (aunque fuera intermitente) de sustraerme a la cochambre de la primera línea, hube de hacer un nuevo aprendizaje ominoso. Debí convertirme en un artista de la mentira y la simulación, habilidad que después me ha prestado no pocos servicios de importancia. Debí convencer a quienes me impusieron los galones, primero, de que era un fanático y un cómitre a la medida de lo que ellos deseaban; hasta llegué a persuadirles de que creía en todos los dislates que me obligaban a proferir con las venas de¡ cuello a punto de reventar. Debí fingir también ante los que estaban a mis órdenes, sepultando en un sótano al que nunca pudiera llegar su mirada lo que de veras creía acerca de aquella guerra y de quienes en ella medraban y se complacían. Me hice mentiroso, y recibí la recompensa que toca al que miente: me quedé completamente solo.
Bueno, completamente no. Había alguien a quien me unía algo, compartir un secreto que a ambos nos podía destruir si lo descubrían. Fue mi único compañero, el único con el que llegué a mantener una relación duradera de amistad (los otros con los que acaso pude murieron demasiado pronto). No éramos iguales, ni siquiera parecidos. Él no se encontraba mal allí, y en cierto momento decidió que se quedaría mientras no le echasen. Pero, pese a nuestra actitud despareja, nos apoyamos el uno al otro, y nos respetamos siempre. También él se hizo sargento. Cuando se cumplió mi compromiso y recibí la libertad, él no me afeó que decidiera aprovecharla y largarme. Tampoco yo le juzgué mal, a Poveda, por elegir quedarse en el Tercio y seguir haciendo aquella puta guerra. Lo que había entre ambos estaba muy por encima de esas cuestiones.
Y después, qué contarte, Blanca. Regresar a un mundo en el que sabes que ya siempre vas a ser extranjero, donde todos te miran con reparo, conmiseración o repugnancia, hasta que aciertas a hacer olvidar que estuviste allí, y eso te alivia algo, porque nunca has aspirado a que te entienda nadie, y sólo deseas su ignorancia para que sustituyan el recelo por la indiferencia. Pero tú sigues recordando, día a día y noche a noche, y sabes que tendrás que mentir ahora y siempre y que cada vez vas a estar más irremisiblemente solo.
Cuesta aceptarlo. He trabajado para perfeccionar mi mentira, para hacerla confortable. Mi carrera terminada. Mis oposiciones. Mi puesto de funcionario. Mi matrimonio. Pero no te engaño. Quisiera dejar de estar solo. Me arrodillaría llorando a los pies de quien pudiera librarme de esta condena.
Todo esto te diría, Blanca, si pudiera contarte lo que no puedo. Porque si hay alguna remota esperanza para nosotros, así la estaría asesinando.
No me pasó nada -dijo, tras aquel silencio-. Nada de lo que pueda presumir ahora como víctima, nada por lo que debieras tenerme pena. Nunca he querido que nadie me la tuviera. Y menos tú.
Blanca trataba de ver más allá de sus palabras. Eligió lo más obvio:
– Debió de ser terrible aquello. Por eso lo callas.
– No siempre. La mayor parte del tiempo nos aburríamos mucho. Y también bromeábamos. Como San Lorenzo mientras lo asaban.
Se rió, pero ella no lo acompañó en aquella risa. Le rogó, solemne:
– Dime cómo fue. Me gustaría que me lo contaras. No debes tener miedo de impresionarme, o de que piense mal de ti. Todo lo que has vivido quisiera vivirlo yo, aunque sólo sea escuchándolo. Y nada tuyo puedo dejar de aceptarlo, sea lo que sea.
– Fue a tiro limpio, Blanca, qué más quieres saber. Ellos nos mataban y nosotros los matábamos, y tanto ellos como nosotros nos acostumbramos al juego, porque los que no se acostumbraban se quedaban allí, y nadie quiere terminar tumbado panza arriba antes de tiempo. No hay más literatura que hacer. Todo el que te lo cuente con más adornos te estará mintiendo, o te estará utilizando para hacerse su propia mentira. Y yo no voy a utilizarte para eso ni para ninguna otra cosa.
Fue la mejor manera que se le ocurrió de mentirle, ocultar su verdad detrás de otra menos concreta. A ella no podía despacharla como a los demás, a quienes ni siquiera les decía aquello. Blanca, aunque viviera del otro lado, estaba demasiado cerca del tabique, y tenía la inteligencia suficiente como para no tragarse cualquier evasiva. Ella no se quedó conforme, pero entendió que no iba a sacarle de eso y no insistió más. Alzó la mirada al techo y la dejó allí. Durante un rato permanecieron así los dos, sin decir palabra, mientras afuera se abría paso el día con su impetuoso coro de pájaros. Pero esta vez el día que comenzaba no le traía a Juan un presagio de novedades, así fuera endeble y finalmente desmentido por el transcurso de las horas. Más bien al revés. Tras lo que había tenido aquella noche, el día sólo podía significar despojarse y retroceder al páramo de su transcurrir habitual.
Miró de reojo a Blanca. Se la veía cansada y también un poco vencida. Por primera vez desde que la conocía, le ofreció ella una imagen de rutina, de ser normal y corriente expuesto a las decepciones y deterioros de la existencia. Por primera vez, después de haber sido éxtasis y tragedia, devoción y locura, le daba la impresión de que eran rutina ellos mismos. Pensó que si todo hubiera ocurrido de otra forma, si no fuera una extraña quien yacía con él aquella mañana, sino una compañera de fatigas sobradamente conocida en sus manías y sus flaquezas, podrían estar ahora bostezando de tedio y soportándose por simple cortesía o utilidad. Comprendió también que nada era posible, y que no tenía ningún sentido rebelarse contra ello, porque si ella había sido alguna vez la solución, ahora ya no podía serlo en absoluto.
Fue precisamente entonces, ratificando ante sí mismo su desvalimiento, y dejándoselo entrever a ella, cuando le pidió: