– Tú no eres bajo.
– No, tuvo que ser otra cosa. Uno de los moros que estaban con nosotros me dijo, cuando vio el tiro, que tenía lo que ellos llaman baraka .
– Baraka . ¿Qué significa?
– Suerte, pero también algo más. La baraka es una especie de distinción, una fuerza especial que Alá pone en uno, y que no necesariamente trae fortuna. A menudo la baraka tiene un reverso, porque Dios a los que favorece también les exige más que a los otros.
– ¿Eso crees?
– Eso me dijo él. Yo no soy musulmán. No lo sé.
– No te rías de mí -protestó-. Te preguntaba en serio.
Se había ofendido. Como si notara que él le escondía algo y no pudiera aceptar esa reserva. Juan trató de rectificar, en lo que podía.
– Nadie sabe nada de estas cosas -se disculpó-. Puede que sí, que el que sobrevive sea un elegido, pero que eso no siempre sea una suerte. Los moros son sabios, a su manera. Hay una historia que leí de niño, y que después de volver de África busqué para releerla, porque no la recordaba bien. Había olvidado cómo terminaba, los nombres de los personajes, en fin, detalles importantes. Es la historia de Bálder y Freya, una leyenda nórdica. ¿Has oído hablar de ella alguna vez?
– No.
– Bálder, hijo de Odín y de Freya, era el más amable y el más amado de los dioses. Pero desde niño vivía angustiado por pesadillas que le anunciaban que su muerte estaba cerca. Para curarlo de la inquietud en que vivía, Freya pidió a toda la creación gracia para su hijo. El agua y el fuego, los metales y la tierra, la madera y las piedras, los animales y las enfermedades le juraron a Freya no dañar nunca a Bálder. Al hacerse invulnerable, los demás jugaban a arrojarle toda clase de venablos, que él aguardaba impasible, porque sabía que al llegar a él se desviarían. Y así fue, durante mucho tiempo. Hasta que un día, el pérfido Loki se las arregló para encontrar una rama de muérdago que no había hecho el pacto con Freya. De ella sacó una azagaya y se la dio al ciego Hodur, hermano de Bálder. El ciego, como hacían todos, jugó a tirársela. Y el muérdago se clavó en el pecho de Bálder y lo mató.
Blanca quedó pensativa, arrebujada bajo la colcha.
– Qué historia más triste -juzgó-. ¿Qué me quieres decir con ella?
– Nada -respondió él-. Sólo es un ejemplo de lo que te contaba. A Bálder le perdió el don que había recibido, que le atrajo la envidia de Loki y le expuso al lanzazo del ciego. Freya le hizo un mal favor.
Entonces ella intuyó algo. Acaso supo, pero sólo borrosamente.
– Dios, Juan -exclamó-. ¿Qué te ha pasado?
Qué me ha pasado.
Blanca, mi amor, mi vida, mi perdición. Qué no me ha pasado, desde que te esfumaste una tarde a las puertas de una iglesia. Por dónde empezar a contarte mi descenso, mi miseria, mi ruina. Qué parte de ella escoger para que me entiendas, para que sepas, lo que nunca podrás, ni debes, saber o entender. Puedo hablarte de la soledad infinita de estar a punto de morir en medio de la noche. Puedo hablarte de la muerte consumada y repetida de saber que has arrebatado una vida ajena, que tu mano ha sido el instrumento de los dioses más siniestros de alguien y que has desempeñado bien ese papel. Puedo hablarte de otra clase de indignidad, la de estar durante días delirando entre fiebres y echando las tripas en chorros malolientes y salpicados de sangre, por culpa del agua podrida. Y de cómo todavía hoy, a la menor, el estómago que las tifoídeas estropearon para siempre se me rebela y convierte en vómito o diarrea los manjares más exquisitos que puedas imaginar. Puedo hablarte de levantarme días y días ciego y muerto como un trozo de madera; o aterrorizado como una niña ante su primera menstruación; o yerto y sin esperanza como una madre que ha matado a sus hijos y no encuentra perdón en la tierra ni en el cielo.
Puedo contarte toda clase de historias lúgubres, sórdidas o terribles, pero no puedo explicarte nada porque después de los años y de las caídas y de los intentos de volver a ponerme en pie, nada consigo explicarme. Sólo sé que un día, cuando el mundo era nuevo y yo todavía estaba limpio, decidí, lleno de amor y de la nobleza y la generosidad que nunca había tenido antes, tomar una senda, tu senda. Que supe que ese acto mío quebrantaba algunas leyes, las de la moral y la religión que habían intentado inculcarme, las de tu compromiso todavía no deshecho, y acaso las que hasta aquel día me habían abocado a ser un muchacho descontento y un poco funerario. Pero juro que no me sentí malo, que creí que todas las infracciones, todos los perjuicios, eran nimios al lado del torrente de belleza y bondad que me envolvía en tu presencia. Y sin embargo, ese día dejé abierta la ruta por la que iba a despeñarme hasta los peores confines del error. Tantas veces he pensado en la crueldad que representa esto, que los errores sólo podamos calibrarlos debidamente cuando nos están pasando la factura, y que yo hubiera de cometer el error máximo, el más definitivo e insuperable, con poco más de veinte años, sin apenas recursos para luchar contra él y contra sus consecuencias. Pero si algo he aprendido en este áspero y degradante camino es que de nada sirve lamentarse y de menos aún implorar clemencia, retroactiva o futura. Que uno debe aprender a vivir en la postración, en la infamia, en la indigencia; a pelear sabiéndose solo, vejado, estafado; a alzar la mirada y sostenérsela al lobo aún mucho después de que haya quedado establecido sin lugar para la incertidumbre que el lobo ha vencido y sólo espera a terminar de devorar la pieza cobrada. Si tú supieras, Blanca, qué sucio, qué débil, qué vil he sido, y con qué firmeza, aun entonces, he sujetado mis armas, negándome a entregarlas, mostrándole a las claras al enemigo que para quitármelas no tendría más remedio que cortarme los brazos.
Pero no puedo tampoco decirte esto, no puedo arriesgarme a que lo malinterpretes y puedas llegar a considerarme en algo encomiable. La única verdad que puedo demostrar cumplidamente, ante ti o ante quien sea, es que he sido ruin y pernicioso, y que por tanto lo sigo siendo (como debo de ser aún angélico por haber besado un día tus labios adolescentes, aunque por desgracia lo uno pesa más que lo otro). Cada día, al irme a dormir, en ese momento en que nada me distrae de mi esencia más profunda, siento principalmente desagrado por el hombre que yace en mí, conmigo. A veces le tengo lástima, pero la mayor parte de las noches le observo, sin más, como el alguacil que observa a un asesino confeso caminando hacia la silla en que han de agarrotarle. Es siempre deplorable cosa ver morir a un hombre, eso puedo decírtelo con conocimiento de causa, pero hay veces en que al lado de eso, del hombre que muere, o quizá por encima, uno tiene otros pensamientos que vuelven irrelevante el pesar por el que cae. Muchas noches no me da pena mí castigo, porque sé que lo he merecido bien, y porque aceptar la penitencia nos proporciona a los dos, al criminal que soy y al juez con cuya severidad me sentencio, una especie de paz que ya no podemos alcanzar, ni uno ni otro, en la piedad o el olvido.
Todos los días me acuerdo, Blanca, todos los días. Todos los días varias veces, a todas horas. Por la mañana, cada día que comienza lo estreno con alivio y con una ilusión ingenua de que el mundo es nuevo y yo también puedo serlo. De que haré cosas, hablaré con gente, ciudadanos ejemplares o truhanes, tanto me da, que me permitirán entretenerme, dispersarme en sus historias interesantes o anodinas, eso tampoco importa. Pero cada día, a medida que las horas avanzan, el empeño se va revelando inviable. Porque me acuerdo, primero a ráfagas, luego deforma casi continua, hasta que cuando viene la noche, una vez más, como siempre, estoy hundido en el fango hasta el pescuezo.
Veo sus caras, Blanca. Las de todos. Las de unos mejor que las de otros, es cierto, como también es cierto que a algunos apenas puedo distinguirlos, los vi caer tan lejos… Pero están ahí, siempre van a estar ahí, conmigo, y hay momentos en los que me gustaría saber sus nombres, para poder llamarlos por ellos, para poder sentarnos y charlar, o pedirles perdón las noches que me veo peor, cuando las fuerzas me fallan y la cabeza empieza a darme vueltas y en el remolino se me pasa que están muertos y que nunca van a perdonarme.
He probado a hacer lo que hacen otros. No creas que no soy hombre de recursos, que carezco de la inteligencia necesaria para ingeniar salidas o paliativos. He probado a decirme que era demasiado joven, que estaba a merced de fuerzas muy superiores a mí, así es la guerra y demás monsergas al uso. Pero tengo un problema que vuelve inútiles todos esos expedientes de autoindulgencia. Cuando veo a otro aplicárselos, lo desprecio. Y no puedo utilizar para mí lo que me parece risible en otros. Porque no me he perdido el respeto hasta ese punto, y sobre todo, porque yo, me consta, soy peor que el peor de ellos. Yo tomé libremente el camino del horror, y perseveré en él aun cuando ya conocía sus perfiles, sus asperezas y sus placeres abominables; y es verdad que conmigo iban otras fieras tan execrables y repulsivas como yo, pero yo hube de superarlas la noche en que compartí su saña y me negué, en cambio, a participar de su desprendimiento suicida. Como ellos, yo maté y tuve que morir, pero ellos saldaron su cuenta, y yo seguí viviendo. Por eso mí crimen no puede compararse al de nadie, y nadie ni nada pueden absolvérmelo.
La cara que más recuerdo es la de ella, la de la mujer a la que no maté. Qué pensarías, mi tierna Blanca, si te dijera que es posible que allá abajo, en la tierra amarilla y roja del Rif, viva ahora un chiquillo o una chiquilla con mi sangre y la suma del odio de los suyos y los míos, una criatura que sembré a la fuerza en el vientre de su madre, mezclando mi basura seminal con las de otros chacales entre las que a lo peor acertó a prevalecer. Cuando uno está perdido, cuando uno ya no puede redimirse, tiene tendencia a consolarse con las ideas más estúpidas. La esterilidad de mí matrimonio, que sólo te he dejado entrever, me ofreció durante un tiempo la esperanza de que ese niño o esa niña nunca llegara a existir, o fuera de otro de los dos que iban conmigo esa noche, del sargento Bermejo o del cabo Klemper, que ya tenían pagado el crimen. No saber si Matilde no podía concebir hijos por infecundidad de su vientre o porque mi semilla era anémica, me inclinaba a creer que la causa era la segunda y que ese fantasma, el del andrajoso infante sin rostro, no tenía por qué regresar a mis pesadillas. Pero ahora ya he dejado de pensar en eso. No sé si el estéril soy yo o si es ella, y no sé si algún día lo sabré. Sin embargo, el morillo con mi cara (suele ser un chico, Dios sabe por qué) me sigue mirando y seguirá haciéndolo mientras viva, porque no ha nacido de un poco de fluido corporal, sino del reflujo de mi alma marcada para siempre por aquella cópula de la que gocé bestialmente. Cómo puedo decirte, Blanca, amada mía, que nadie me obligó a violarla, que lo hice por mí, a conciencia y con deseo, que algunas noches vuelvo a soñar que la penetro y que ella grita mi nombre y yo muerdo sus pechos como no lo hice entonces, y que a la mañana siguiente una polución me acredita la bajeza de mi ser. Cómo puedo contarte que recuerdo su cara, su espalda, el tacto de su piel, la tibieza de su sexo recién usado por otro, el estremecimiento que la sacudió mientras me desahogaba en ella, o que en algunas de mis noches más demenciales he llegado a pensar en abandonarlo todo e ir a buscarla, y averiguar si se llamaba Jalima o Zamimunt o Hadduma o cualquiera de esos otros nombres hermosos y desconcertantes que tienen las bereberes, y averiguar también si tuvo al fin un niño o una niña y enfrentar sus rasgos mestizos para tratar de adivinar si soy yo su padre, o el sargento, o el cabo. Cómo puedo mezclarte a ti en esta pesadilla horrenda. No, sé que no puedo.