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SEGUNDA PARTE. ALZIRA, PRIMAVERA DE 1932

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Mientras miraba el jardín invadido por la maleza desde la ventana de la habitación que durante todos los veranos de su infancia había sido su dormitorio, Juan Faura cayó de pronto en la cuenta de que aquel día cumplía treinta y tres años. La edad de Cristo, la plenitud de la vida, todas esas pamplinas que se decían quienes no tenían nada más interesante que decirse. Pero él, por desgracia, sí lo tenía. La víspera había enterrado a su madre, y aquel soleado mediodía de junio regresaba a la antigua casa de vacaciones, donde sólo el polvo le aguardaba, para tomar posesión de ella como nuevo y efímero propietario.

El reparto de la herencia se había decidido pocas horas después del entierro y sin grandes dificultades, porque tampoco él había complicado el negocio más allá de lo que dictaba la naturaleza de las cosas. Sus dos hermanos seguían viviendo en Valencia: Jaime, al frente del despacho que en otro tiempo había sido de su padre; Carmen, con su marido y sus hijos, en el piso familiar. Lo que les había propuesto había sido que ellos se quedaran con lo que ya ocupaban, una con el piso y el otro con el despacho, postulándose él mismo como adjudicatario de la destartalada casa de Alzira, por la que nadie iba desde hacía siglos. Su hermano y su cuñado, oída la propuesta, habían cruzado una mirada dubitativa, pero no porque necesitaran evaluar si el lote que ofrecía para cada uno era ventajoso, sino preguntándose, al revés, por qué el primogénito aceptaba quedarse con la que ostensiblemente era la peor porción. Suponía Juan que al final habrían acabado por notar que lo que reclamaba era aquello de lo que con más facilidad podía desprenderse, y que el menoscabo que asumía le parecía un buen precio por hacerse con una propiedad despejada y liquidable. Lo que no habían debido de imaginar siquiera, aunque los dos lo considerasen un tarado de conducta imprevisible, era que de haberse planteado la más mínima discusión sobre la partición de la herencia él habría renunciado a todo, se habría cogido el tren de regreso y habría dejado que se pelearan entre ellos cuanto gustaran. Muerta su madre, ya no tenía nada allí y nada quería tener. Se había hecho a vivir con lo imprescindible y en cualquier sitio, y no sentía ninguna necesidad de que ellos lo entendieran. No le caía del todo mal su hermano, aunque empezara a atisbar en él algunos dejes que le recordaban la parte más deplorable y menos inteligente de su padre; ni su hermana, que era una buena chica ejemplarmente entregada al cuidado de sus hijos; ni siquiera su cuñado, a quien sólo podía reprochar una monótona y fastidiosa obsesión por la posibilidad de que un día los obreros, aprovechándose del desgobierno que había traído la República, despojaran a su familia de la fábrica de calzado que poseía. Pero para él todos ellos eran unos extraños, una especie de marcianos con los que no tenía nada que ver ni de que hablar. Tampoco se trataba de ellos particularmente. Le sucedía con toda la gente a la que conocía, perteneciera o no a su familia. Le pasaba, incluso, con la mujer con la que se había casado, y que lo esperaba en Santander. Tal vez debiera formularlo a la inversa, para ser más ecuánime: el marciano era él, el estrafalario superviviente Juan Faura.

Ahora que estaba en la vieja casa, no lamentaba del todo habérsela quedado. Aunque hacía más de once años que no iba por allí, los recuerdos ligados a aquel lugar acudían a su memoria en bandada y con una conmovedora nitidez. Inevitablemente, de quien más se acordaba era de su madre. La veía llevándoles la merienda al jardín, durmiendo la siesta en la hamaca, bañándolos en aquel balde enorme cuando eran más pequeños. Veía sus brazos remangados, sus manos tan suaves como las de ninguna mujer que le hubiera tocado después, su sonrisa siempre con un pellizco de amargura, pero tan resistente a los avatares de la vida. Y sobre todo, añoraba el hombre huérfano la mirada, aquellos ojos marrones y tranquilos que eran

los únicos en los que se había sentido alguna vez comprendido totalmente. De repente, como esas oquedades suelen revelarse, se percató de todo lo que acababa de perder, aunque apenas fuera a visitarla de año en año y cada vez la viera más vencida por una vejez que le había caído encima antes de tiempo y que, bien que le pesaba, tanto había ayudado él a precipitar.

Razonó sin el menor dramatismo, con la naturalidad con que según había aprendido debían aceptarse los asuntos cruciales de la existencia, que de no haber estado ella tal vez no habría tenido adónde regresar cuando había vuelto de allí, de la nada y de la muerte. De no haberla tenido para acogerle, sin preguntarle jamás lo que había visto y hecho y no quería contar, de no haberle sostenido ella, con su escueta pero firme presencia, el mundo derecho, probablemente habría acabado como muchos otros, resbalando hacia alguna forma onerosa de demencia o aniquilación. No estaba muy seguro de su cordura, ni tampoco de conservar muchas facultades vitales sin degradar, pero en pie seguía, al menos. Podía dar ante otros una cierta apariencia de reconstrucción, e incluso, si se desafiaba a ello, de solidez. Y ahora que se había ido, descubría hasta qué punto se lo debía a ella. No por lo que todos pensaban, por haber persuadido a su padre de que volviera a acoger al hijo pródigo en el redil familiar, ni tampoco por haberle convencido a él de terminar la carrera y prepararse las oposiciones que le habían proporcionado el puesto oficial (no de la máxima categoría, pero lo bastante respetable) que ahora desempeñaba y que le permitía enfrentar el futuro con alguna holgura. Todo aquello era accesorio y, en sí mismo, incapaz de enderezar nada de lo torcido. Lo que ella le había dado, y nadie, aparte de ellos dos, sabía, había sido la fe y el calor que ya no juzgaba merecer y que de ninguna persona esperaba recibir. De África había vuelto un hombre amputado, desvalido hasta extremos que la pétrea dureza que traía acorazándole el semblante hacia inimaginables a los demás, a todos aquellos a quienes no podía explicarles nada. En cambio a ella, a su madre, pudo hacérselo entender sin que mediara una sola palabra entre ambos, y ella, sin una sola palabra tampoco, hizo lo que había que hacer. Ofrecerle orden, sentido, refugio.

Pero él, como fatalmente sucede con todos los hijos, no le había correspondido con la suficiente gratitud. Durante un tiempo sí, durante el año siguiente a su retorno, una vez cumplido el compromiso que había firmado con el Tercio, se esforzó algo por compensarla de los tres años de ausencia, de las más de mil noches de insomnio y angustia y del tormento de no entender por qué un mal día su niño había decidido emprender un camino que sólo seguían los aventureros más desesperados y los peores criminales. Nunca le facilitó ese porqué, que ella tampoco le reclamó jamás/ pero trató de hacerle sentir que ella no tenía ninguna responsabilidad sobre su desbarro y se afanó por demostrarle su cariño y su agradecimiento. Sin embargo, llegó el día en que la vida de nuevo lo puso en marcha y lo envió lejos de su tierra, para hacerse cargo de la plaza que le había tocado en suerte tras ganar la oposición. Y la madre, aunque esta vez no debiera vivir con el temor de que a su hijo lo pudiera derribar en cualquier momento una bala, quedó otra vez atrás y hubo de resignarse a volver a perderlo de vista.

Los primeros meses en Santander le había escrito con regularidad. En parte, aquel ritual postal era para Faura una manera de sobrellevar mejor la soledad en una ciudad desconocida. Luego, habían venido las primeras amistades, que, aunque superficiales, le distraían lo bastante como para empezar a descuidar las cartas a casa. Y por último había conocido a Matilde y se había ido enredando en la madeja de algo que ahora dudaba en considerar como un episodio amoroso, pero que en todo caso demandaba su atención y estaba naturalmente predestinado a reducir el espacio de su madre en su vida y sus afectos.

Recordaba bien la reacción de su madre al conocer la existencia de Matilde. La alegría sincera, generosa, renunciando a dejarle intuir siquiera la tristeza de la pérdida que debía de calcular para sí misma (una chica de Santander, ochocientos kilómetros, el hijo que sin duda sería absorbido por esa otra familia, en tierra lejana). Todo lo postergaba gustosa ante la ferviente esperanza de que su primogénito, después de tanto extravío y tanta mutilación, pudiera formarse lo que ella juzgaba una vida entera y debida. No conservaba aquella carta, como ninguna de las otras (desidia que le hizo sentir culpable), y por tanto no podría rescatar ya las palabras exactas. Pero guardaba en la memoria el aire de conformidad, de alivio, y a la vez de despedida que transmitían aquellas líneas. Ahora que ya no estaba, Juan Faura hubo de concluir que en su madre había tenido a la persona más sabía y consciente que la vida le había permitido tropezarse; cuando menos, la más sabia y consciente en relación con lo que él era, la que más le había conocido y la que mejor (salvo el episodio de su alistamiento, que por eso tanto la atormentaba) había sabido predecirle. Muerta ella, podía ir ya por el mundo sin que nadie supiera lo que estaba pensando. Incluso podía (y éste era, advirtió, el modo más radical de estar solo) jugar a ser otra persona sin que nadie fuera capaz de desvelar su impostura.

Su madre había sido también, aunque se hubiera esforzado por ocultarlo, la primera que había sabido que lo de Matilde no iba a salir bien. Podía verla en la boda, aquella tarde gris de Santander, vestida para la ocasión y desempeñando con orgullo y entrega el papel que le correspondía en la ceremonia, del brazo de su vástago. Puso en ello toda su alma, quiso mostrarse radiante todo el tiempo, pero de cuando en cuando miraba a la novia y a su hijo y por su frente cruzaba una sombra que no conseguía aventar con la deseada rapidez. Aunque en algún momento pareció que es taba a punto de decirle algo, dejó que todo se cumpliera y a la salida de la iglesia ya no le quedó más que abrazar a Matilde y llamarla hija . Antes de despedirse aquella tarde le pidió a Juan algo que ahora adquiría un sentido que no había tenido entonces, algo que a primera impresión sonaba escaso y trivial, pero que con la perspectiva de los años y las cosas que había habido en medio no podía sino resultarle tan sustancioso como profético: Quiérela ti deja que ella te quiera; de lo demás, nada importa . Otro consejo materno que no había atendido, o mejor dicho, que había aplicado al revés.

Por eso su madre no cometió el error en el que caían todos, incluida la propia Matilde. Ella sabía que el hecho de que no hubieran podido tener hijos no era, como creía la gente, la causa de la infelicidad del matrimonio. Quizá hubiera esperado en algún momento que eso, la llegada de los niños, sirviera para enmendar la falla de origen, pero más por forzarse a ser optimista y por sus buenos deseos que porque creyera en tal clase de arreglo. Desde mucho antes de que se revelara la esterilidad de la pareja, su madre había descubierto lo que realmente había: que él estaba incapacitado para querer durante mucho tiempo a aquella muchacha, y que ella carecía de las artes y la personalidad necesarias para retenerle. Incluso era posible que su madre, aunque se negara a admitirlo, hubiera llegado a sospechar que el hombre que había devuelto la guerra estaba impedido para querer no ya a aquélla, sino a cualquier mujer. Porque le había visto rehacerse, le había visto intentar honradamente convertirse de nuevo en una persona normal, y hasta aquella boda, en la que no dejaba de poner ilusiones, era una prueba de cómo se afanaba en ello, pero lo que no veía era que acabara de tenerse confianza. Sin conocerla, ella presentía a la fiera destructiva que estaba ahí, dentro de él, acechando siempre. Y no se le escapaba que cuando la fiera llamara y reclamase su tributo, si lo hacía, todo lo que con tanto esfuerzo había levantado se vendría abajo. Por eso, cuando él se quedaba absorto, y a la mirada le asomaba el rastro de lo que había visto y trataba de olvidar, en el rostro atento de su madre se dibujaban los contornos del miedo. Porque como madre, y como mujer que había vivido, sabia que podía intentar protegerle de todo, salvo de aquello que había pasado a formar parte de él.

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