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Le dolía pensar que su madre había debido de morir preocupada aún por lo que fuera a hacerse de su hijo. Le avergonzaba tener aquel poder para enajenarle la vida y los pensamientos, para que en el trance de su propia partida no fuera su suerte, sino la de él, la que hubiera de torturarla. Estaba claro que le había fallado, que a la postre había sido un mal hijo y que eso ya no había forma de corregirlo. Volvía a verla, joven y esperanzada, corriendo tras ellos por el jardín, gritándoles a veces, dándoseles siempre. No había sido feliz, ni sus hijos ni el hombre que había tenido por esposo le habían traído la luz que había buscado y merecido, pero Juan sentía que aquella mujer, su madre, había llevado una existencia llena y acertada. Porque había sabido vivirla y morirla para algo, para alguien. No para nada, ni para sí.

Le tocaba, en todo caso, despedirse de ella. Volvió a las consideraciones prácticas de las que se había evadido mientras se abandonaba al reflujo de los recuerdos. Tendría que revisar el estado de la edificación, enterarse de si podía interesarle a alguien comprarla, hacer una estimación del precio que podría pedir por la propiedad. Resolvió entonces quedarse un par de días, y le pareció que debía disponer de un alojamiento mínimamente habitable. Escogió aquel mismo dormitorio.

En la despensa todavía había útiles de limpieza. Las tres horas siguientes las dedicó a desempolvar, barrer y fregar. Lo hizo con meticulosidad y sin la menor pesadumbre. Le había cogido el gusto a esas faenas durante su época de soldado, porque entre el esfuerzo físico que exigían y su objetivo nimio y concreto, siempre constituían un recurso para preservar a la mente de perderse en abstracciones nocivas.

Por la tarde salió a dar una vuelta por el pueblo. Dejó que el rumbo se lo fueran marcando las piernas, y éstas se le revelaron ansiosas de hacer camino. Cuando quiso percatarse, se vio en las afueras, yendo hacia un lugar que acaso fuera el último al que debía dirigirse. Le había empujado el inconsciente, o la inercia de escarbar en la memoria. Por un momento sopesó si dar media vuelta. Pero había sido legionario -se recordó, cáustico-, y un legionario siempre acude al fuego.

2

El paraje nunca dejaba de resultar extraño, incluso para él, que tantas razones tenía para considerarlo familiar, porque lo conocía desde la infancia y en él había vivido no pocos momentos memorables. Sorprendía encontrarse de pronto en un sitio tan aislado y recóndito como aquel valle entre las montañas de las sierras de Corbera y la Murta. Mientras uno caminaba por la pista abandonada, envuelto por el verdor del bosque y sacudido de trecho en trecho por los insólitos silbidos de los pájaros que en él anidaban, se sentía como si le hubieran arrancado de cuajo de la realidad que había dejado atrás apenas hacía unos minutos. Pese a las muchas veces que había estado allí, y pese a los años que le habían convertido en un hombre poco propenso a creer en magia alguna, aspirar aquel aire balsámico y pasear la mirada por las frondosas laderas seguía provocándole un irresistible encantamiento. Había percibido en otras ocasiones algo semejante, la misteriosa potencia de un paisaje, en escenarios tan dispares como la llanura desértica del Guerruao, en el Rif, o algún horizonte cantábrico próximo a donde ahora vivía. Aquel sitio, sin embargo, poseía algo que no había hallado en ningún otro. Una huella difusa, pero patente, de los seres que allí habían vivido, y que aun después de ser barridos por el tiempo se aferraban al escenario de sus afanes, sus dichas y sus desazones.

Contaban que aquél había sido siempre lugar de ermitaños. Al principio moraban repartidos por las cuevas colgadas sobre el valle, hasta que allá por el siglo xiv decidieron reunirse en un monasterio. Contaban también que el monasterio, de la orden de los jerónimos, había vivido momentos de alguna pujanza, e incluso que en cierta ocasión había ido allí a retirarse el rey Felipe II, cuyo nombre llevaba el puente que salvaba la abrupta garganta junto a la que habían erigido el edificio. Pero cien años atrás, cuando la desamortización, había llegado la hora del expolio y las tierras habían pasado a manos particulares. Los nuevos dueños habían dejado que se viniera abajo gran parte de los muros, y ahora el monasterio era una ruina fantasmal en medio del bosque, que sólo conservaba entera una altiva torre almenada.

Por eso mismo, por su abandono, por la insolente silueta de la torre herida pero irreductible, y por el aura legendaria de su pasado y de aquellos eremitas que huían de la compañía de sus semejantes, aquel sitio siempre le había fascinado a Juan. Desde que le llevó su padre por primera vez, cuando apenas levantaba unos pocos palmos del suelo, hasta que andando los años, y porque así lo quiso el azar o el destino, allí tuvo su principio la historia que le correspondería llevar para siempre a cuestas.

No pudo evitarlo. Cuando a la vuelta de un recodo apareció ante sus ojos la solitaria torre, un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza y todo el vello de su cuerpo se erizó. Hacía mucho tiempo que no la miraba, pero de pronto fue como si todos aquellos años hubieran sido abolidos y regresara a la piel, el corazón y el turbado espíritu del muchacho que allí había tocado el cielo y encontrado la boca del infierno.

All this the world well knows, yet none knows well to shun the heaven that leads men to this hell . Recordó las palabras una por una, comprobando que ni su pobre noción del idioma inglés, ni la década transcurrida desde que se las aprendiera, representaban el menor obstáculo para rescatarlas. Si debía creer a Henderson, el londinense chiflado que se las había enseñado y traducido (y hasta aquel momento lo había creído, porque Henderson no tenía ninguna razón para engañarle), aquellos dos endecasílabos los había escrito William Shakespeare, y significaban algo así como: Todo esto es de sobra sabido, pero nadie alcanza a saber cómo rehuir el cielo que lleva a los hombres a este infierno , Aquel legionario pelirrojo y borracho se decía hijo de un lord y doctorado por Oxford, y juraba estar en el Tercio por un desaire amoroso, por un error que esos versos, según él, resumían como ninguno. Se acordaba de Henderson, recitando durante las largas noches del blocao, y no era lo más extravagante que había visto: ahí estaba Mazzoni cantando el «Adiós a la vida» de Tosca en el fondo de una trinchera. Se acordaba también del pobre Henderson muriéndose a chorros en el hospital Dockers de Melilla. Y de Mazzoni, con el pecho acribillado en el llano de Drítis.

Aunque nadie le veía, y mucho menos podía nadie leer sus pensamientos, se avergonzó de sí mismo. Por echar mano de Mazzoni, Henderson y la mugre de África, recuerdos que siempre abortaba apenas se insinuaban en su memoria, y que en este caso comprendía que dejaba correr, e incluso se recreaba en ellos, por apartarse de otro recuerdo al que le tenía más aprensión. A Mazzoni y a Henderson, y a todos los demás locos o desgraciados a los que había visto morir, les debía el respeto de no utilizarlos para aquellos cobardes menesteres. Ya que había consentido ir allí, tenía que enfrentarse a lo que allí le aguardaba. Los versos de Shakespeare venían a cuento y era justo recordar a Henderson para agradecérselos, pero no para tratar de escurrirse.

Cruzó el puente, pendiente del pretil de piedra que, como cada rincón de aquel lugar, despertaba en él evocaciones precisas. Se detuvo ante el edificio arruinado y alzó la vista a lo alto de la torre que allí seguía, ajena a los pequeños avatares de aquel hombre que ahora la observaba, como indiferente había sido antes a los de muchos otros. Decidió rodearla e ir a sentarse junto a la alberca, desde donde podía a la vez contemplar el monasterio y las montañas que amparaban su sueño de siglos. Como siempre, el suelo estaba cubierto de una fina capa de hierba, porque allí, gracias a la abundancia de arroyos y aguas subterráneas, era posible lo que no se daba en la mayoría de las tierras circundantes. Veinte años atrás, cuando en su cabeza prevalecían aún los cuentos heroicos, aquellos prados le parecían el escenario de alguno de ellos, y mientras los pisaba imaginaba que podía toparse con el rey Arturo o que de las aguas de la alberca podía emerger en cualquier momento la silueta majestuosa de la Dama del Lago. Ahora sabía que no tendría ningún encuentro fabuloso, que de aquella hierba y aquella agua sólo podía brotar su amarga memoria de la pérdida, y se decía que si hubiera sido sensato no habría recorrido el camino hasta allí. Las heridas habían sido demasiado profundas, y había ahondado demasiado en ellas con su conducta posterior, como para que al pasar los dedos otra vez por ellas no volvieran a sangrar un poco.

Se acomodó sobre el borde de la alberca y casi instintivamente metió la mano en el agua. Estaba fría. Siempre estaba fría, y se acordó de cuando se había zambullido allí, provocado por ella. Era una de sus habilidades: ponerle en situaciones que no podía soportar sin reaccionar como ella buscaba que lo hiciese. No había podido resistir contemplarla, chapoteando desnuda en el agua verdosa, mientras le llamaba y se reía, sin desvestirse a su vez y arrojarse a compartir el imprudente baño. Volvió a ver su cuerpo blanquísimo, a oír su voz de metal casi infantil; a sentir sobre sí el tibio agasajo de su mirada siempre límpida, como si nada, ni dentro ni fuera de ella, pudiera enturbiarla.

En ese momento le sacó de su ensoñación la presencia de una mujer. Venía por el prado, tirando de una bicicleta. Fue doble su desconcierto. Por toparse con alguien allí, a esas horas, y por tener que volver súbitamente a la realidad desde el laberinto de sus añoranzas. La mujer era más o menos de su edad, tenía el cabello castaño y un aire mundano que le impidió tomarla por una campesina. Llevaba un vestido estampado, vistoso, que subrayaba un torso grácil y ayudaba a disimular unas caderas algo anchas y unas piernas de robustos tobillos.

A partir de cierto instante, empezó a tener la sensación de que la ciclista iba hacia él. Al cabo de pocos segundos, se insinuó en su mente el primer amago de reconocimiento. Cuando la mujer se hallaba a unos diez metros, pese a la agudeza visual que él había perdido, y las leves arrugas y el peso que había ganado ella, no pudo quedarle ya ninguna duda, Entonces tuvo la tentación de creer que sufría una alucinación; que en realidad no era su madre, sino él, quien había muerto y ahora habitaba el burdo delirio en que, según parecía, consistía la vida de ultratumba. Como cautela, Juan Faura puso en práctica el aprendizaje adquirido en los barrancos del Rif: cuando uno se da de bruces con lo que menos espera, conviene sobre todo mantener la serenidad.

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