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La mujer terminó de acercársele. Se detuvo apenas a un paso de él. Sonreía. Lo hacía su boca y lo hacían sus ojos, aunque ninguno completamente. Lo estuvo mirando así, quieta, como si lo cotejara con su recuerdo, o como si esperase a que fuera él quien dijera algo.

Cuando debió de entender que no iba a hablar, lo hizo ella.

– Carinyet, quant de temps

La voz no le había cambiado nada. Ni el gusto por recurrir al valenciano, aprendido de su madre. Juan, en cambio, no había tenido a nadie que se lo hiciera sentir como SUYO, y por eso, aunque lo comprendía, no lo usaba jamás. Pero qué podía responderle, en la lengua que fuera. Dudó si debía hablar, si importaba que escogiera pronunciar tales o cuales palabras, en aquella coyuntura que nunca había previsto que pudiera producirse. Al final, sin pretensión alguna, dijo:

– Mucho. Once años. Y pico.

El gesto de la mujer se relajó un poco. Lo miraba con verdadero afecto, o fingiéndolo muy bien. Por lo demás, estaba nerviosa. Se lo notaba en la forma en que con la uña del dedo índice rascaba una y otra vez la goma que recubría el extremo del manillar.

– Sigues llevando cuenta de todo.

No era un reproche. Más bien parecía impresionarla.

– No, no de todo -repuso, procurando evitar que sonara desabrido, aunque no aspiraba a reproducir, ni lejanamente, la calidez de ella.

Blanca asintió, meditabunda.

– Te preguntarás cómo es que estoy aquí.

Él meneó la cabeza, -No. Lo que me pregunto es cómo estoy yo. A decir verdad, nunca creí que volvería a poner aquí los pies.

– Mare de Deu -exclamó ella, divertida-, no has cambiado nada.

– Sí he cambiado -la desengañó-. Todo cambia. Y algunas cosas más. Algunas cosas cambian tanto que dejan de ser lo que eran.

– Tú no. Tú no has dejado de ser el que eras.

– Vaya. ¿Por qué piensas eso?

– No lo pienso. Lo siento. El que piensa eres tú.

Creyó que era momento de hacer algo más que afectar aquel talante estoico, porque si seguía así todo el tiempo iba a acabar pareciendo un imbécil, y la vergüenza y la vanidad son lo último que se pierde.

– No estoy pensando nada, ahora -replicó-. Y otras muchas veces he tenido que dejar de hacerlo. Hay situaciones en las que, si uno piensa, sólo puede llegar a la conclusión de que ha perdido la cabeza.

Blanca se echó a reír. No porque le hubiera hecho gracia, sino porque le hacía falta para dar salida a su propia tensión.

– Sé lo que te pasa. Yo también he creído que estaba viendo visiones cuando me ha parecido reconocerte, pasando por la plaza. Pero luego he comprendido que no era un espejismo. Que habías vuelto. Que te había visto, realmente. Como ahora tú me estás viendo a mí.

Una simple casualidad. Tortuosa, no cabía duda, pero qué casualidad no lo era, en alguna medida. Él había heredado la casa de sus padres. Ella habría heredado la de los suyos. O no: sus padres no eran muy viejos ni los recordaba con mala salud, simplemente habría ido a visitarles. Una coincidencia, nada más, que hubiera escogido el mismo día que él volvía allí, al cabo de tanto tiempo. No tenía por qué significar nada, en realidad nada significaba nada, la vida sucedía, y a menudo sucedía de forma absurda, a Juan ya le constaba de sobra.

– Debo confesar que te he seguido un trecho -continuó Blanca, bajando los ojos-. Y cuando he adivinado que venías aquí, he ido a casa a coger la bicicleta. ¿Te parece que soy una irresponsable?

– ¿Quién soy yo para juzgarlo. Eso tú lo sabrás.

– Me ha dado un vuelco el corazón cuando he visto que venías hacia aquí. El caso es que tengo que estar de vuelta enseguida, pero no he podido resistir la tentación de espiarte. De ver a qué venías.

– Ya ves, a nada -declaró él, encogiéndose de hombros.

– He pensado en ti muchas veces durante estos años -le espetó ella.

La observó, como para calibrar cuánto de auténtica tenía la frase.

– Yo también pensé en ti. Aquí no puedo negarlo.

– Supe lo de la guerra -y aquí volvió a bajar los ojos-. No imaginas la alegría que me dio cuando me dijeron que habías vuelto.

– Bueno, hubo suerte. A veces la hay.

– Después alguien me dijo que te habías ido a vivir lejos. Que te habías casado. Y luego tu familia dejó de venir por aquí, y ya…

Parecía recriminarse algo. Juzgó que debía exonerarla:

– Ya te esforzaste por saber mucho. Es normal.

– Siento lo de tu padre. A todos nos sorprendió, parecía tan sano, tan enérgico, y era todavía tan joven cuando…

– Cincuenta y seis años. No está mal. Sobre todo, después de haber visto morir a tantos mucho más jóvenes. Al menos no sufrió.

– ¿Y cómo está tu madre? Juan se detuvo a buscar el modo de no decirlo muy bruscamente.

– Mi madre ya no está, tampoco. Murió anteayer. Por eso vine.

Blanca se agarró al manillar. Como gesto, resultaba exagerado: no podían temblarle las piernas por recibir la noticia de la muerte de alguien a quien apenas conocía de vista. Pero sonó de veras afectada:

– No sabes cuánto lo siento.

– Gracias.

La entrada de un muerto en la conversación la encalló un poco. Supuso Juan que le tocaba a él reanudarla, pero no sentía especiales deseos de hacerla fluir. Tampoco le era desagradable, por otro lado.

– ¿Y tus padres, cómo están? -preguntó, por no esforzarse mucho.

Blanca aprovechó al vuelo la invitación para salir del pesar, genuino o fingido, por la difunta madre de su interlocutor.

– Están bien. Más mayores. Y mi madre con sus achaques. Pero bien.

– Me alegro. No le dio recuerdos para ellos, porque nunca había tratado con ninguno de los dos. Había soñado que tenía que hacerlo, tratar con ellos, pero esa parte, la de los planes irrealizados, no contaba a efectos sociales. Blanca, ahora un poco más incómoda por la situación, un poco menos dueña de sí, echó una ojeada al reloj que ceñía su muñeca.

– Se me hace tarde. Mi madre, precisamente.

No tenía que dar excusas por irse, aunque la fugacidad del encuentro lo hiciera más violento y embarazoso. Lo que le asombraba a Juan era más bien que habiendo podido evitarlo hubiera querido verle.

– Me hago cargo. No te preocupes. Ella montó en la bicicleta, algo más torpe de lo que la recordaba.

– Juan -dijo, sin mirarle.

– Qué.

– Me gustaría que habláramos más despacio.

– ¿Estás segura?

– Sí. ¿Qué te parece mañana, aquí? Pero antes, a las cinco.

– No sé. Sinceramente.

– Está bien. Yo vendré. Tú decides. Y echó a pedalear, casi despavorida. Mientras la veía irse, sin estar aún del todo seguro de que aquello fuera la realidad, Juan comprendió hasta qué punto le habría resultado útil aprender a odiarla.

3

Se quedó allí, solo, mientras caía la tarde e intentaba en vano comprender lo que acababa de ocurrirle. En algún momento pasó por su cabeza el pensamiento vulgar de que iba a ser más complicado volver una vez que se hiciera de noche. Pero había tenido que enfrentarse a noches mucho más terribles para ahora temerle a aquélla. No podía intimidarle la oscuridad del cielo, desde que había aprendido a conocer y sobrellevar esa otra oscuridad que se metía en el tuétano de los huesos y en el fondo del alma, y contra la que no valía luz alguna.

Le anocheció al lado del monasterio, mientras le venía a la cabeza otro de los versos que siempre tenía Henderson a mano: Thou who art as black as hell, as dark as night . Tú que eres tan negra como el infierno, tan oscura como la noche. El inglés solía recurrir a esas palabras, invariablemente, durante las guardias nocturnas, y se quedaba extasiado tras recitarlas, como si encerrasen algo de gran profundidad, Alguna vez le había dicho a Henderson, tras oírselas, que tampoco Shakespeare era para tanto, que aquello no pasaba de ser un par de símiles manidos y obvios, lo que al otro le enfurecía y le arrojaba a exabruptos ininteligibles para Faura, porque los soltaba en su idioma y a toda velocidad, pero que debían de referirse a la ignorancia de aquellos desharrapados españoles en cuyas filas el destino le había llevado a servir. Nunca se molestaba en replicarle a tales desahogos, que provocaba sólo por divertirse, porque Henderson era susceptible y le resultaba cómico cuando blasfemaba, en inglés o en español. Quién iba a decirle que al cabo de los años se sorprendería en la soledad de una noche tan distinta, repitiendo una y otra vez aquel dichoso verso y tratando de recordar cómo lo pronunciaban esos labios que se habían comido los gusanos africanos: Thou who art as black as hell, as dark as níght .

Y sin embargo, al principio, todo había sido claro y luminoso. Recordó, rotas todas las prevenciones, la primera vez que había visto a Blanca. En aquel mismo lugar, una calurosa tarde de agosto, doce años atrás. También había bicicletas, dos en este caso: la que ella montaba y la que a él le había servido en aquella ocasión para Regar hasta allí. Esa tarde, él se había acercado al monasterio como hacía otras muchas. Acababa de cumplir veintiún años, estudiaba leyes en la universidad y se iba a incorporar al servicio militar en septiembre. Su padre se lo había arreglado para que lo hiciera en Valencia, mientras terminaba sus estudios. Aquel verano tenía una sensación de tránsito, de estar saliendo de una vida y entrando en otra, y ya fuera por eso o porque sus primos también estaban inmersos en sus propios trayectos vitales, no andaba tanto como antaño con ellos y prefería a menudo ir solo.

Y solo iba cuando la vio. Tumbada al borde de la alberca, boca arriba, dejando que un rayo de sol le diera en los ojos. Respirando pausadamente, con las manos sobre el regazo. La rizada cabellera castaña le caía a un lado, como una cascada de luz de dorados reflejos.

Su primer impulso fue hacerse el distraído, pasar de largo o dar media vuelta, porque allí no había nadie más y no se le ocurría de qué podía hablar con una desconocida, en el supuesto de que ella quisiera hacerlo y no saliera corriendo al verle, o se enfadara por interrumpir su descanso. Después se fijó mejor. La chica le gustó, aunque eso no tenía nada de notable, porque en aquella época le gustaban todas. No era demasiado audaz con las muchachas, pero tampoco carecía de maña ni de éxito con ellas, y si encaraba la situación con un poco de desparpajo, aquélla era de las mejores que podían presentarse para trabar relación con la linda criatura que se ofrecía a sus ojos. Los dos allí en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Los dos solos. Los dos probando, al pedalear bajo la canícula para llegar hasta el monasterio, su peculiar afinidad.

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