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PRIMERA PARTE. PRIMERA PARTE. ZELUÁN-SEGANGAN-YEBEL HARCHA, OTOÑO DE 1921

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Un par de años antes de convertirse en el pingajo que apareció ante los ojos de su hermano sobre la tierra amarilla de la alcazaba de Zeluán, al cabo Rafael Bermejo le habían saltado dos dientes de una sola hostia. Se la había dado un descomunal marinero griego, con el que en mala hora había coincidido frente a una taberna del puerto de Málaga. Antonio Bermejo recordaba bien qué piezas habían volado de las encías de su hermano Rafaelito, por culpa del chiste que su poco seso le había llevado a hacer en el momento más inoportuno y a cuenta del sujeto menos a propósito. Sólo gracias a aquel detalle, y a los deslucidos galones rojos que se sujetaban a la guerrera raída, fue posible reconocer los despojos del cabo Rafael Bermejo entre las momias que se esparcían por el recinto de la vieja alcazaba de Zeluán- A algunos de los demás también los habían desdentado, pero a culatazos y pedradas, que solían causar otros destrozos en las mandíbulas y desalojar de su sitio bastantes más dientes que los que le faltaban a aquel cadáver.

Cuando se abrió paso en su cerebro, aturdido aún por el combate reciente, la certeza de haber encontrado todo lo que quedaba de aquella sangre de su sangre, Antonio Bermejo deseó no haberlo buscado nunca. Y a la vez sintió que era el destino el que le abocaba a dar con él, y le arrastraba a continuación, en secuencia inapelable, a procurarse un desquite que aún veía borroso, pero que desde ese preciso instante empezaba a fraguarse en su ánimo con un ardor febril.

Un par de horas antes había estado hurgando, sin éxito, entre los restos del aeródromo. Allí, según las últimas noticias que tenía de él, había estado destinado su hermano. En las abandonadas instalaciones habían tratado de atrincherarse momentáneamente los rebeldes rifeños, hasta que el empuje decidido de la ofensiva española les había aconsejado replegarse. Cuando las tropas entraron en el campo de aviación algunos muertos resecos descubrieron, porque raro era el rincón de aquella tierra que no albergaba restos del holocausto que en ella había tenido lugar dos meses atrás; pero no tantos como habrían debido hallar si toda la guarnición hubiera quedado allí. Según se suponía, a partir de los testimonios más bien confusos que sobre el desastre de julio y agosto habían dado los pocos supervivientes, alguna gente del aeródromo debía de haberse acogido a los muros de la alcazaba, donde con el grueso de las fuerzas de la zona, más los soldados procedentes de puestos avanzados que hasta allí llegaban huyendo, se había intentado ofrecer una improbable y a la postre fallida resistencia.

Por eso, cuando Antonio Bermejo atravesó la puerta de la alcazaba de Zeluán, y ante sus ojos se extendió aquel muerterío calcinado por el sol de las muchas semanas que los cuerpos llevaban insepultos, a la garganta se le agarró una tenaza que iba mucho más allá del nudo que a todos les producía el olor de la pudrición y el espanto de la masacre. Y ahora, mientras contemplaba el vientre abierto de su hermano, sus muñecas ligadas con alambre de espino, y el piquete de alambrada clavado entre las piernas esqueletizadas, aquella angustia pugnaba por explotar y salir hecha grito a mezclarse con el aire envenenado de muerte y de odio. Pero sólo murmuró, tan bajo y tan entre dientes que apenas pudo oírlo el hombre que tenía más cerca:

– Hijos de la grandísima puta. Putas bestias sarnosas.

Y un segundo después, ahogando un sollozo:

– Rafaelito. Niño, coño, cómo te han…

Hizo memoria. Había tenido un mal barrunto, el ya a la sazón sargento del Tercio de Extranjeros Antonio Bermejo, cuando se había enterado de que al hermano pequeño también lo mandaban a África. Porque él sabía lo que había, después de tres años de campaña: sabía lo perra que era la vida, lo jodidos que eran los moros, lo cabrones que podían ser los oficiales. Él había encontrado allí su sitio, y en cuanto se había enterado de la formación de una nueva unidad de choque, aquel Tercio cuyo uniforme ahora vestía, se había apuntado para estar donde se daba leña, porque el fuego y la mierda y hasta el miedo le calentaban la sangre y eso no le disgustaba. Pero nada de lo que había en África iba con Rafaelito, que era flojo, jacarero y un poco penco, y que siempre, desde chico, había metido el pie donde podía torcérselo y el dedo donde se le podía quedar pillado. Que tenía su chispa, con todo, y no era acoquinado ni indeciso, pero también, como demostraba el percance con el marinero griego, tendía demasiado a decir la gracia cuando no debía y a atreverse cuando tocaba tentarse la ropa.

Y al fin, allí estaba. Seco y consumido sobre la tierra maldita del Rif, envuelto en uno de aquellos descoloridos harapos caquis que la jalonaban, convertidos en el sudario de la peor de las muertes. Abatido, exterminado, martirizado, como tantos otros miles de infelices: los pobres que habían tenido la mala suerte de andar por allí a finales de julio y comienzos de agosto, cuando lo que parecía un ejército se había desmoronado frente a aquellos demonios rifeños que se habían levantado, como un solo hombre, para expulsarlos de su tierra. A veces pensaba el sargento Bermejo en eso, en que era su tierra, la de los moros, lo que ellos, los extranjeros cristianos, querían arrebatarles. Y por un momento entendía que los otros no se aviniesen, entendía que mordieran, y hasta se sentía tentado de respetarlos, porque en la refriega los moros eran duros y sufridos y un combatiente siempre acaba admirando algo al adversario que no se arruga y le planta cara. Pero todo el respeto se le iba al carajo mirando aquello. Viendo los cuerpos torturados, mutilados, vejados de todas las formas concebibles. O al distinguir, de pronto, sobre el costillar que antes había sido el pecho de un hombre, el cagajón dejado a conciencia por uno de aquellos piojosos miserables y sanguinarios, que no había podido encontrar otro sitio donde aliviarse la tripa. Cuando se hacía eso, ya no podía esperarse respeto. Ninguna consideración, y ninguna piedad, estaba dispuesto el sargento Bermejo a tenerles en el futuro. Ni a ellos, ni a sus mujeres, ni a sus hijos, ni a sus hijas, ni a sus ancianos. Según contaban los soldados demenciados que habían logrado salvarse de la carnicería, todos, mujeres y chiquillos y viejos incluidos, se habían ensañado con los moribundos, antes de rematarlos con sus sucias gumías oxidadas. Y el resentido y colérico sargento legionario iba a acordarse bien de todo el horror, toda la ignominia, todo el desprecio, todas las variantes del martirio infligido a sus hermanos. A su pobre, a su risueño hermano Rafaelito.

Junto a él, en aquella tarde emponzoñada y amarga de Zeluán, como en otros muchos instantes atroces de los últimos tiempos (aunque ninguno pudiera compararse a aquél en cuanto al dolor que Bermejo sentía), estaban los hombres de su pelotón. Con ellos había desembarcado en Melilla, cuando los rifeños envalentonados tenían acogotada la ciudad. Con ellos había estado en la inmediata reconquista del territorio adyacente a la plaza, y después entre las peñas del monte Gurugú, desalojándolo del enemigo que aprovechando sus alturas los hostigaba con tiradores y piezas de artillería. Habían asaltado trincheras, defendido blocaos, batido barrancos; habían atravesado las líneas enemigas para llevar el socorro a gente sitiada o sorprender por la espalda a los sitiadores. Habían matado y habían visto morir a los suyos, aparte de hartarse de recoger aquellos muertos descompuestos que infestaban las cunetas de todos los caminos. Pero en aquel instante, ante la piltrafa amojamada en que se había convertido el hermano del sargento, ante la desolación y el abatimiento de aquel hombre, por lo común de pedernal, que los mandaba bajo el fuego, a alguno que otro se le saltaron las lágrimas. Y no eran gente tierna, precisamente. Allí, junto a Bermejo, estaba Casals, rufián cosido a navaja más de una vez, en la cárcel y en los tugurios del lumpen barcelonés donde se había forjado una tenebrosa reputación; Balaguer, un mulato originario de La Habana, de donde había salido por razones que nadie había conseguido hacerle explicar; Klemper, antiguo suboficial del ejército austrohúngaro, que con treinta y cinco años, y después de haber hecho y perdido una guerra, no había dudado en apuntarse a otra; López, que, pese al apellido, supuesto, como se estilaba entre los legionarios, era serbio y juraba haber sido oficial en su país (aunque los más suspicaces achacaban su previa instrucción militar a la Legión Francesa con la que habría zanjado su compromiso mediante el fulminante expediente de la deserción); Navia, un asturiano picajoso y esquinado que según su propia declaración se había cansado de comer polvo de carbón en la mina, aunque todos se maliciaban que otra cosa había tras la decisión de alistarse; Gallardo, un gaditano de chiste fácil y mano larga, de la que se jactaba sin especial remordimiento, aunque también le había costado presidio; y Faura, un valenciano taciturno que nunca había dicho ni una palabra, cierta o falsa, de por qué estaba allí, y que era el más joven pero a la vez el tirador más aplomado y certero del pelotón.

Aquellos hombres fueron quienes cavaron, antes de que oscureciera y se ordenara retirarse, la zanja para el cabo Rafael Bermejo, caído en Zeluán un abrasador día de agosto, después de una vida corta y una muerte excesiva. Y lo hicieron con la solemnidad propia del caso, aunque no lo conocieran y aunque su oficio consistiera justamente en llenar las fosas y no en ahuecarlas. Aquellos hombres eran también quienes iban a acompañar al sargento Bermejo en la venganza que había de imponerse como una sacrosanta misión para apaciguar el hervor de su sangre. Importa anotar que estuvieron allí, porque mientras hacían lo que después hicieron, siempre acudirían, para enardecerse, a la imagen y el tacto del bulto quebradizo que depositaron al fondo del hoyo como una reliquia. Si no lo hubieran visto y tocado, acaso habrían podido cavilar y obrar de otro modo. Pero en todo momento iba a pesarles, con una persistencia fatal, el recuerdo de aquel ser humano reducido a nada que había hecho estallar la compasión y la rabia en sus pechos de fieras ya casi impedidas para cualquier sentimiento.

Por eso la historia comienza aquí. También para el silencioso legionario Faura, a quien aguardaba un viaje más largo y paradójico, hasta orillas que los otros no iban a conocer. En esta primera estampa, en este cuadro de hombres barbudos y mugrientos mirando la tumba de un muerto de cuya vida sólo uno habría podido dar testimonio, se sitúa al fondo y al margen, apenas visible. Pero convendrá empezar a decir que ésta, por encima de todo, es su historia.

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