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Aquella noche, después de caer en el catre que le correspondía en una de las tiendas del campamento de Segangan, el legionario Faura tuvo un sueño. En él, avanzaba con sus compañeros por un campo repleto de cadáveres momificados. Era la hora incierta del crepúsculo, y no pudo saber (aunque debería haberle sido evidente, por la diferente táctica que regía una y otra maniobra) si estaban atacando o replegándose. Mientras caminaba, con el fusil prevenido y la vista atenta a cualquier irregularidad del terreno que pudiera ofrecer parapeto o atalaya a un tirador enemigo, había de estar también pendiente, con el rabillo del ojo, para no pisar o dar una patada a las osamentas y los cráneos de los camaradas difuntos. El aire olía a muerte, pero no a la muerte acre y nauseabunda que tanto había experimentado en los últimos meses el olfato de Faura, sino a una mucho más sutil: la misma que encontraba en el cementerio cuando de niño su madre lo llevaba a visitar la tumba de su abuela prematuramente fallecida. También la sensación que experimentaba era semejante a la de entonces. Sentía la afinidad con aquellos muertos, que eran hombres como él, con quienes habría podido emborracharse, abrazarse, cubrirse tras el borde de una misma trinchera. Pero el caso era que nunca los había conocido, y que así sólo podían despertar en su ánimo una conmiseración desdibujada y abstracta. Como el afecto que sentía por la abuela, a quien su madre añoraba frente a la tumba del luminoso cementerio valenciano, mientras lamentaba que la hubiera dejado sola siendo apenas una muchacha, y a la que él, por más que se esforzaba, no lograba llorar. Porque, sí, corría por sus venas la misma sangre, y hasta le debía en última instancia la vida, pero nunca la había oído reír, ni la había olido, ni había sentido su calor, y en la fotografía que le ofrecían para metérsela en la memoria aparecía una señora como cualquier otra de las que colgaban en el establecimiento del fotógrafo, una mujer envarada y casi como asustada en el trance de ofrecer su imagen a la cámara, presintiendo acaso mientras lo hacía que estaba dejándosela capturar para el instante en que hubiera muerto y alguien ajeno tuviera que hacerse una idea de cómo era.

Por eso, el odio que Faura sentía, mientras progresaba con el resto de su pelotón por aquel paraje calcinado, hacia los hombres cuyas chilabas esperaba atisbar en cualquíer instante tras un matojo o un pedrusco, era seco y frío como el filo de un cuchillo. Por eso sabía que en cuanto apareciera alguno alzaría el máuser, lo clavaría en la mira y, si ofrecía blanco durante más de un segundo, le metería una bala entre los hombros. Aunque apenas llevaba ocho meses vistiendo aquel uniforme, Faura había aprendido a calcular, con la saña del soldado bregado, que era inútil el alarde, al que en su fanfarronería tan dados eran los moros, de acertarle en la cabeza al enemigo. El cuerpo era más grande, y bastaba con pegarle un tiro ahí, en el pecho o la barriga, para sentenciar al sujeto. Si no moría del impacto, moriría un poco después, porque los moros no tenían médicos que mereciesen tal nombre, y todas sus heridas estaban abocadas a infectarse. Sólo había que estar atento y recargar deprisa, por si después del balazo el adversario seguía en condiciones de disparar, cosa que sin ninguna duda intentaría hacer. Ahí, Faura sí que procuraba afinar el tiro y matar. Pero ya era más fácil, porque un hombre herido se mueve despacio y se esconde mal, y más uno que está embarazado con un fusil.

El joven legionario se había hecho a pensar así en la muerte que administraba, y a no pensar de ninguna manera en la propia, que se jugaba cada día que al toque de cometa veía amanecer en el cielo abrasado de Segangan. El hábito le llevaba a manejar en sueños la idea del mismo modo, reduciéndola a estas consideraciones prácticas v mecánicas, en las que se mostraba tan meticuloso como a la hora de limpiar y engrasar su fusil: el único cuerpo, animado o inanimado, que desde hacía mucho tiempo había dado en acariciar, bien que lo hiciera distraídamente y con ese aire remoto que ponía en todos sus actos.

En un momento del sueño, cuando ya parecía que iba a limitarse a la monotonía de aquella marcha tensa por encima y por medio de los muertos, sonó el silbido de un disparo, y de pronto la compañía de hombres precavidos en cuyo seno marchaba Faura se transformó en una jauría de perros de presa que se desplegaban con el cañón del fusil sediento de sangre, los músculos apretados y la mirada inyectada. El sonido de la jauría era una suma de ruidos desacompasados: los jadeos de los hombres, el golpeteo sordo de las cartucheras de lona, el resbalar de las alpargatas por el suelo terroso, algún chasquido metálico (uno que temerariamente esperaba a ese momento para accionar el cierre y poner una bala en la recámara, otro que al acuclillarse hacía golpear el fusil contra la bayoneta). Faura se abalanzó tras un montículo y desde allí empezó a otear el horizonte a su alrededor. Sólo a bulto pudo estimar de qué dirección venía el fuego, pero eso le proporcionó las referencias necesarias para ver al rifeño cuando efectuó el segundo disparo. Entonces, lentamente, adoptó la posición de tiro, cuidando de que el cañón de su arma quedara enmascarado por un matorral de altabaca (así, según le había dicho Gallardo, se llamaba aquella hierba de tacto viscoso y aroma penetrante, y que al parecer también abundaba en las tierras de Cádiz). De esa guisa aguardó, abandonado al olor intenso de la planta aromática, que era ya para él el olor de África. Lo aspiró con fuerza, sintiéndose vivificado, rotundo como pocas veces podía sentirse en su frágil e inestable condición de humano. Y cuando el tirador volvió a alzarse, apretó el gatillo (como mandaban los cánones, con decisión pero apenas empujándolo un poco), aguantó el retroceso del arma y un instante después vio al moro caer hacia atrás aparatosamente, con la garganta atravesada por un balazo. Algunos de sus compañeros salieron de sus escondrijos y aullando como lobos empezaron a avanzar hacia la loma donde se retorcía el moribundo. No había nadie más, o nadie más les disparó. Faura se puso en pie y echó a correr con los otros. Cuando llegó, el moro aún respiraba. De su cuello manaba un caño de sangre, estaba condenado y lo sabía, y los hombres que lo veían morir bromeaban sobre su aspecto andrajoso, sobre el gorgoteo que emitía como todo quejido, sobre sus flacas piernas renegridas que pataleaban saliéndose de la chilaba de color' pardo. Le habían quitado el fusil y le iban probando las fuerzas que le quedaban arreándole de cuando en cuando algún puntapié. Faura vio llegar al sargento Bermejo. Se plantó junto al caído y lo escrutó con gesto glacial. Los demás hombres callaron. Al cabo de unos segundos, el sargento entreabrió la boca y dejó bailar en el borde de su labio inferior un espeso gargajo verdoso. Antes de que se soltara, lo envió de un escupitajo al rostro del rifeño. Y sin demorarse más de un par de segundos, le aplastó la nariz de un culatazo. Pero no fue un culatazo al azar, como los que a veces uno daba en propinar en el fragor del combate cuerpo a cuerpo. El fusil cayó vertical, directo, como un martillo hundiendo un clavo. El hombre que estaba tendido en el suelo quedó inmóvil, y Bermejo le pateó con desprecio la cabeza.

Alguien dijo entonces, absurdo como lo era todo:

– Eh, que anda por aquí el míster. Faura se volvió y vio justo detrás de él a míster Atkins, con su estrafalaria cámara cinematográfica, rodando la escena sin perder detalle.

Bermejo ordenó, perentorio:

– Faura, rómpesela.

Y Faura, sin pensárselo, sin conmoverse, como nada le había producido la menor emoción en todo lo que llevaba soñado (salvo quizá el recuerdo de su madre, el olor de la altabaca) le dio un manotazo en la cámara a míster Atkins y la tiró contra unas piedras. Luego la pisoteó hasta dejarla hecha pedazos, ante la estólida consternación del reportero que, sin embargo, extrañamente, parecía estar esperando que le arruinaran el juguete y no hizo nada por impedirlo.

Ahí se despertó Faura. Su cerebro embotado repasó el sueño. Lo más extravagante resultaba ser lo más real. Se acordó de aquel americano que hacía semanas, como un perfecto insensato, se les había unido para rodarlos en acción. Había corrido junto a ellos bajo el fuego enemigo, tirándose a veces cuerpo a tierra con su armatoste de la forma más cómica, exponiéndose otras de la manera más estúpida, abstraído, aunque eso Faura no podía imaginarlo, en el rodaje de un plano singularmente impactante. Pero todos los idiotas tienen suerte, hasta que la agotan, Pensaba el legionario, y el hecho era que Atkins había salido de la refriega sin un solo rasguño. Tanta fortuna le había animado a cruzar las líneas y a irse con su cámara al campo de los moros, donde con el mismo desparpajo había empezado a rodar sus campamentos, sus trincheras, sus aduares. Los rifeños le dejaban hacer, como tenían por costumbre con los locos, hasta que uno de ellos le preguntó para qué servía esa máquina que llevaba. Y cuando el ingenuo americano le explicó, muy ufano, que registraba las imágenes, pero con la particularidad de hacerlo en movimiento, los que estaban a su alrededor se abalanzaron sobre él, le arrebataron la cámara y se la destrozaron. Desconsolado y perplejo ante la inesperada reacción de aquellos salvajes que hasta poco antes le habían tratado con deferencia (por ser un observador neutral, creía él), Atkins se quejó, alegando cándidamente que los españoles no le habían impedido rodar lo que le había venido en gana. «Es que nosotros no somos tan tontos como ellos», le había respondido, riéndose, el que parecía mandar sobre los otros.

Al menos, así circulaba la historia entre los legionarios, según la había contado, al parecer, el propio Atkins en un cafetín de Melilla, después de regresar con los escombros de su cámara y todo el trabajo perdido. Faura no creía demasiado en los sueños, porque siempre, o casi siempre, era capaz de destriparlos y de verles la burda urdimbre con que se enlazaban las distintas piezas, a las que tampoco le costaba rastrearles el origen. Había una excepción, unos sueños que tenía a veces y que le hacían despertar con la congoja abrumándole el resto de corazón que, pese a todo, aún guardaba en alguna parte. Pero estos sueños los borraba de su mente enseguida. Con una fantasmagoría como aquélla, por el contrario, podía convivir tranquilamente. Los muertos, los huesos, el fuego, la sangre, la crueldad inhumana, el pobre americano avasallado en su candor: todo ese exceso formaba parte de su rutina, como el café demasiado dulce que les servían en el campamento, porque algún tarado había decidido que derrochar el azúcar certificaba de manera indiscutible que aquellos soldados llamados siempre a la vanguardia del ataque recibían, a cambio de su sacrificio, lo mejor que pudiera dárseles, lo que a los demás combatientes se les escatimaba. Aunque a veces el legionario se preguntaba quién era más tarado, si el que decidía esas cosas o los que, él incluido, consentían tomar parte y dejarse matar en aquella barbarie cochambrosa y ruin.

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