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– Cásate conmigo, Blanca.

Ella abrió mucho los ojos. No se volvió inmediatamente hacia él. Cuando lo hizo, su rostro había recobrado la compostura habitual.

– Eso no puede ser, Juan. Tú lo sabes.

– Sí puede ser. Ahora hay divorcio. Aunque lo haya traído la República, los monárquicos también podéis beneficiaros.

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Por qué no. Podemos hacerlo. Recobrar lo que es nuestro. Lo que hemos perdido durante tantos años. Sin avergonzarnos ante nadie. Sin tener que escondernos, bendecidos por la ley.

Ella meneó la cabeza, despacio. -No puede ser. Tu República podrá separar a otros, pero yo estoy casada ante Dios. Y a Él no pueden mandarle con sus leyes.

– Eso no es verdad. No puedes creer en ese vínculo por el hecho de que un cura estuviera delante. Si hay un Dios, no puede sentirse ligado por eso. Si hay un Dios, sabe que tú con quien estás casada es conmigo. Tú eres mi esposa ante él, y yo tu esposo. Lo otro es una farsa. _No -repitió ella-. Tienes razón en una parte, pero te confundes al final. Es verdad que nunca podré ser de nadie como he sido tuya. Pero me casé con otro hombre, y tú te casaste con otra mujer. Podemos desearnos, podemos pecar como lo hemos hecho, y no me arrepiento, para eso somos libres y fue además Dios el que nos hizo así. Pero no podemos dejar de estar casados con quienes estamos. No ante Dios.

– No podré creer nunca en ese Dios tuyo.

– Pero yo sí creo, Juan. Y me gustaría dejar de hacerlo para contentarte, pero no puedo. Tampoco puedo abandonar a mi marido. Aunque no hubiera Dios. Ni sería Justo por mi parte, ni él sería capaz de soportarlo, ni yo podría estar bien nunca sabiendo que él no lo está.

– Ya recuerdo. Ya oí eso mismo. Hace once años.

– Algunas cosas no cambian. Y yo soy la primera que lo lamenta. Te juro que me duele tener que repetírtelo.

– ¿Y qué te hace pensar que yo sí lo soportaré? Blanca no respondió enseguida. Se incorporó, lo volvió a mirar amorosamente, le acarició despacio la mejilla.

– Siempre sentí que tú eras más fuerte. Ahora no me cabe ninguna duda. Tú mismo me has ayudado a confirmarlo. La vida es así, como te decían los moros. Unos tienen el don, y pueden sobrevivir al fuego y vivir sin ser felices. A veces pienso que yo lo tengo un poco, pero quien lo tiene seguro eres tú. Y quien no lo tiene seguro es él. A él lo habrían matado en África; gracias a Dios su familia pagó la cuota para librarle. No te diré que todo esté claro, pero esto sí lo está para mí. Si tengo que elegir a quien hiero, sí es verdad que la decisión la pone el destino en mis manos, no tengo duda de que debo herirte a ti. Aunque te quiera más que a mi alma y aunque vaya a echarte siempre de menos.

Una vez más, pero ésta era la definitiva, admitió que ella tenía razón. No necesariamente por los motivos que alegaba. Si se miraba con detenimiento, le costaba reconocerse en la imagen que ella parecía tener de él; en aquel instante preciso se sentía, al contrario, el más menesteroso de los hombres. Tampoco podía creer en los vericuetos por los que según ella se expresaba y comprometía la voluntad divina, y que su razón le llevaba a desechar como supersticiones. Pero por detrás o por encima de su discurso, Blanca estaba en lo cierto. Su historia había sido escrita ya, por alguien o por la obtusa inercia de la materia, eso era lo de menos; y su historia era que no iban a vivir juntos. Los dos iban a estar solos, siempre, pero él mucho más que ella. Llegado a este punto, no le quedaba otra cosa que conformarse, y mostrar en eso, en la conformidad, la gallardía que perdería si seguía implorándole.

– Entiendo -dijo-. Gracias por burlar esta vez el mandato de tu Dios. Será un bello recuerdo.

La sentencia, con la que empezaba a hacer pasado aquel instante que todavía duraba, hizo zozobrar momentáneamente a la mujer.

– ¿Hasta cuándo estarás por aquí? -preguntó.

– Me iré hoy mismo. A mediodía -calculó, pensando que si el maestro albañil no venía antes, prescindiría de su asesoramiento y dejaría la casa como estaba-. Ya he hecho lo que tenía que hacer aquí.

Sintió que con eso le hacía daño, y aun así no se lo ahorró. No conseguía odiarla, sabía que nunca iba a conseguirlo, pero en aquel trance ella le había dado derecho a no andarse con miramientos.

– Tampoco yo creo que sea buena idea llevar esto más lejos -dijo ella, dando a sus palabras el sentido extremo que acaso él no había querido darles; formulando ya, irreversiblemente, la renuncia que su corazón, como el del hombre, se resistía a suscribir-. Es mejor así, una sola vez. No tenemos que echarlo a perder todo en un adulterio vulgar.

Y sí, eso era cuanto les quedaba por delante, después de haber sido los dueños del universo. Un adulterio vulgar. Juan estuvo de acuerdo con ella. Era mejor preservar el recuerdo del paraíso perdido. El hombre que llora ante sus manos vacías siempre es mejor que el que desdeña lo que está sujetando con ellas. Pero por donde ahora resbalaban las lágrimas no era por su rostro, sino por el de Blanca.

Se las enjugó, minucioso, en su penúltimo acto de amor hacia ella.

– No llores -dijo-. Si lloras no podré creerte.

– En cambio, si tú llorases, te creería más -repuso ella-. Me da que en el fondo no quieres lo que dices querer, eso que me has pedido. No sé qué te pasó por el camino, y ya veo que no vas a contármelo. Pero tengo la sensación de haberte perdido más aún de lo que suponía.

– No sé llorar, eso es todo. Tuve que olvidar cómo se hace.

Blanca hizo por tragarse aquel llanto.

– A veces creo que hemos sido unos idiotas -le espetó de pronto-. Tú y yo, porque en lugar de usar el sentido común, dejamos que nos dominaran los sentimientos. Y con eso, al final, no le hemos traído bien a nadie y sólo nos hemos hecho daño el uno al otro. No hemos construido nada, sólo hemos roto lo que podríamos haber sido. No sé si no hemos hecho otra cosa que engañarnos. Y ya me escuece decir que a eso, a un engaño, le he dedicado todas las fuerzas de mi alma.

Juan la miró con arrobo. Estaba tan bella, en su desorientación.

– No lo sé, Blanca. No sé nada. Sólo que voy a añorarte siempre.

– Quiero que me lo jures.

– Te lo juro.

– No, así no.

– ¿Tengo que ponerme la mano en el pecho o traer una Biblia?

– Quiero algo más. Algo que te obligue de verdad. Que te haga sentir mal si no lo cumples.

Por un momento, volvía a ser ella, la muchacha un poco vesánica que se bañaba sin importarle la inmundicia de los estanques. Ahora que había constatado que esa muchacha sólo había existido en su mirada retorcida o simplemente bisoña, que Blanca era distinta e incluso opuesta, fue más hermoso que nunca sucumbir a la ilusión.

– ¿Qué es lo que quieres? -Quiero que me jures que te acordarás de mí cuando te mueras.

Se lo pidió así, directa, imperiosa, sin titubear. Poniendo al revelar su deseo absurdo el mismo gesto que debía de poner cuando pedía una barra de pan, como si se tratara de algo igualmente necesario. Y él, antes de responderle nada, ya supo que no hacía falta que se lo jurase. Podía, si quería, negarle en ese acto el capricho y afanarse en lo sucesivo en olvidarlo. Pero aun así iba a hacer lo que acababa de pedirle. Con aquella maniobra, aquellas pocas palabras que a muchos podían sonar pueriles o incluso estúpidas, lo había atrapado sin remedio.

– ¿Y de qué va a servirte eso? -remoloneó aún.

– Me sirve. Porque cuando yo me muera, me voy a acordar de ti.

A Juan, de repente, le pareció que aquello no dejaba de tener un negro humorismo. Los que no podían entregarse mutuamente la vida, prometiéndose la muerte. Le vino a la memoria el mutilado que había fundado el culto a la parca, a cuya cofradía había pertenecido durante una época. Aquel hombre, con condiciones para ser notable, le había acabado pareciendo un esperpento, y su carnavalada macabra la más lamentable de las fantasías. De la muerte, bien le constaba, uno no podía ocuparse más que para evitarla, y para encajarla a regañadientes cuando golpeaba alrededor. No cabía en ella gloria ni reivindicación alguna. Lo que le proponía Blanca era tan huero como las fanfarrias con que se exaltaba el martirio de los héroes. Morir era hacerse estiércol, y todo lo que se quisiera poner encima, tonta vanidad.

Pero él era vanidoso y tonto, como todos. Y asintió con la calma que le daba saber que no podría dejar de honrar la palabra empeñada.

– Te lo juro.

No sólo la confortó a ella consintiendo en satisfacerla. También a él, inexplicablemente, se le hizo más sencillo después de jurarle aquello, sobrellevar la desangelada liturgia de la separación. Verla vestirse, súbitamente pudorosa, inerme y hasta avejentada. Vestirse él mismo, con el mismo sentimiento de capitulación que le era forzoso experimentar al volver a cubrir su cuerpo después de haberlo ungido con el aceite embriagador de la desnudez compartida. Acompañarla por la sucia y desvencijada escalera casa que se volvía más que nunca un almacén de sueños frustrados, imágenes amarillentas y flores marchitas. La maldición bíblica, la que amenazaba con obligar a transportar un costrón de salitre a quienes miraban indebidamente atrás, bajaba con ellos por los viejos escalones inseguros, y sin embargo, Juan Faura no lo vivió con angustia. Un misterioso y leve fulgor se desprendía de la sonrisa que Blanca porfiaba en mantener.

Fue ella quien sugirió que se despidieran bulo y no la acompañara más allá. Y a él, como todo lo demás, le pareció bien.

– Cuando salga cierras la puerta -le exigió-, No me mires irme. No quiero que te quedes con la imagen espalda.

– Como quieras.

– Quién sabe. A lo mejor volvemos a vernos alguna vez, a la vuelta de los años. Cuando ya estemos viejos y achacosos.

– No vendré mucho por aquí, ahora que no está mi madre.

Si nos vemos, miénteme como ahora. Dime que sigo siendo bonita.

– Sigues siendo bonita.

– Supongo que se puede mentir mejor, pero nadie lo podrá hacer nunca con esa sonrisa. Guárdala siempre. Adeu, vida meua .

– Adiós.

Le besó fuerte y rápido, en los labios. Luego abrió la puerta, retrocedió de espaldas, sin volverse, y le ayudó a cerrarla. Lo último que vio de ella fue el rostro; los ojos brillantes, la sonrisa testaruda.

Un par de horas después, vino el maestro albañil. Le habló de filtraciones, vigas carcomidas, bajantes obstruidos. Pero él sólo oía aquellas dos palabras: vida meua . Cuando el maestro albañil acabó el inventario de desperfectos, le pidió que le dijera qué anticipo necesitaba para poner manos a la obra. El maestro dio una cifra. Juan le entregó entonces la llave y le preguntó a qué dirección podía mandarle el giro.

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