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Apenas se la hubo cargado a la espalda, vio algo que le heló la sangre. Dos siluetas se aproximaban por el huerto. Pero, pasado el primer momento de asombro se percató de la desproporción de tamaño que había entre ambas. Y entonces sonó una voz con deje caribeño:

– Mira lo que pillé, chacho .

Balaguer traía una prisionera. Una niña de trece o catorce años, espigada y de mirada extrañamente perturbadora. Debía de estar asustada, sabiéndose a merced de aquel negrazo que la sujetaba del brazo como si fuera una muñeca, pero en sus ojos había un fulgor desafiante. Faura reparó después en que los tenía claros, de ese peculiar tono verdoso que se veía en algunos bereberes de aquellas montañas. Sus cabellos, que mostraba revueltos, tiraban a trigueños, y entre lo uno y lo otro, y su porte sereno y ofendido, casi se daba un aire aristocrático.

– Quería largarse. Iba a dar el cante, supongo -explicó Balaguer.

– Como ésta -señaló Faura a la que transportaba.

– Chacho , tú sí que no te andas con miramientos. ¿Está muerta?

Los ojos de la muchacha, al oír la pregunta, se incendiaron, y Faura notó aquel fuego quemándole.

– No. No está muerta -aclaró Faura, no supo muy bien a quién.

Cuando llegaron al patio, continuaban allí el sargento Y Casals y se les había sumado López. El grupo al que vigilaban había crecido con una mujer de mediana edad que sollozaba junto a las otras. Ahora lo componían dos hombres, dos muchachos, cuatro mujeres y tres niños. Más las dos niñas que ellos traían, trece prisioneros en total.-

– Vaya, una fugitiva más -anotó el sargento, ante la aparición de la muchacha que traía Balaguer-. López ha cazado a esa otra. El jasán dice que es su hermana. Y ésta, ¿quién es? -se dirigió al rifeño.

Al hombre se le veía completamente anulado. El sargento se acercó a Balaguer y le quitó a la niña. Luego la llevó ante los suyos.

– Que quién es ésta, te he dicho.

La muchacha no podía ahora disimular su miedo.

– Ser mi hija -dijo el hombre, con un hilo de voz.

– Bueno, bueno, qué cosita -y la empujó hacia las otras.

La niña se reunió con su gente. Una de las dos mujeres más jóvenes la abrazó. Luego, Faura les entregó a la niña más pequeña, cuya frente besó la otra joven fervorosamente. Las mujeres se apiñaban con los niños, impidiendo que llorasen, dándoles su calor sin atreverse a alzar los ojos hacia los soldados que los amenazaban a todos. A la anciana, que continuaba sin sentido, la habían incorporado y la sujetaban entre las demás. Los hombres se mantenían un poco aparte, siempre acorralados por la bayoneta y la mirada patibularia de Casals, que disfrutaba a todas luces del temor que sentía palpitar en sus cautivos.

Gallardo apareció en una de las puertas que daban al patio.

– Mirad lo que he encontrado -dijo.

Alzó la mano izquierda y colgando de ella mostró unos collares de plata. Sería, como solía ocurrir con las joyas de aquella gente, metal de baja ley. Más valía lo que llevaba Gallardo en la diestra. Era una caja de madera, toscamente rematada. La movió y la hizo sonar.

– Una pila de duros. Este moraco está forrao .

– Joder, qué buen ojo, mí sargento -se felicitó Casals.

– Yo trabajar con espanioles , ser dinero que pagarme por colaborar, yo estar amigo, tú estar equivocando, mi sargento -gimoteó el hombre.

– No lo creo -respondió Bermejo.

– Mi sargento -lo llamó entonces Klemper.

El austríaco y Navia, que acababan de salir por otra puerta, traían en las manos el fruto de su registro. Cinco máuseres y otras tantas cartucheras. El hombre palideció al verlos. Bermejo sonrió, pletórico.

– ¿Ves como no me estaba equivocando, llorica?

10

A los cuatro varones mayores, para que no causaran contratiempos, los amarraron con unas cuerdas que encontraron dentro y los amordazaron con unas tiras de turbante que supo procurarse Casals. Fue él mismo quien les ciñó la boca, cerciorándose de que no podrían usarla más que para morder la tela. No se resistió ninguno, aunque uno de los dos muchachos, al irle a amordazar, tuvo un gesto reflejo que pagó recibiendo del catalán un soberano guantazo. Las mujeres miraban la escena horrorizadas y llorosas, pero en ellas pesaba, por encima de todo, el impulso de proteger a la prole. Uno de los niños, el más pequeño, que contaría apenas tres años, no paraba de quejarse.

– Sí no sabes callarlo tú voy a tener que callarlo yo -dijo Bermejo.

La mujer se apretó al chico contra el pecho, enterrando en él su cabecita para evitarle la visión de aquellos demonios barbudos que lo habían arrancado del sueño para llevarlo a la peor de las pesadillas.

El hombre, maniatado y forzosamente enmudecido por la venda que le sujetaba las mandíbulas, los miraba con expresión de cordero camino del matadero. Cabeceaba con nerviosismo y le costaba respirar. A aquellas alturas, debía de estar comprendiendo lo que había. Pero el sargento, que no traía pensado ahorrarse ninguna crueldad, se tomó la molestia de explicárselo, y aun de ponerlo en antecedentes.

– He mandado que te tapen la boca porque no me interesa nada de lo que me digas -aclaró-. Estoy hasta los cojones de oíros mentir, a ti y al resto de los de tu raza. Ya sé que no servís para otra cosa que para engañar y para dar por la espalda a quienes se confían con vosotros. Como verás, ni yo ni mis hombres vamos a caer en esa trampa. Sabemos que sois animales y que como animales hay que trataros. No entendéis una mierda, no os dais cuenta de que nosotros os traemos la civilización, el progreso; joder, que hemos venido a enseñaros a vivir como personas. El caso es que preferís vivir como bestias, que es como os habéis pasado toda la puta vida, matándoos como perros entre vosotros, muertos de hambre y hundidos en la porquería y la miseria.

Bermejo interrumpió su discurso para mirar a las mujeres. No estaba seguro de que ellas le entendieran. En realidad, cabía presumir que no. Las mujeres, salve, las pobres, generalmente huérfanas o repudiadas, que se daban a la tropa, no tenían apenas trato con los forasteros, y era de suponer que aquéllas tampoco habían tenido mucho cuando la zona había sido parte del territorio dominado por los españoles.

– Hemos tomado nota -prosiguió Bermejo-. Ya sabemos lo que hacéis con la mano que os da de comer, así que ahora esta mano -y mostró la suya- sólo se mueve para dar hostias. Vosotros lo habéis querido, habéis elegido el palo, y el palo tendréis. Sabes quiénes somos nosotros, ¿no? Fíjate, aunque no vaya a aprovecharte mucho. Míranos; los novios de la muerte, nos llaman, y hemos salido del infierno para haceros probar el sabor del dolor, para devolveros los golpes uno por uno, para que cada día, al despertaros, nos temáis como a la peste.

Faura escuchaba al sargento con una mezcla de repulsión y deslumbramiento. Le repelía la teatralidad, la palabrería, que en un hombre como Bermejo, por lo general reservado y taciturno, resultaban tanto más torpes y baratas. Pero sintió que había algo recio y limpio en la inclemencia de su discurso, en aquella saña incondicional que proclamaba ante su víctima, sin dejar resquicio alguno para la compasión, y sin que se la dictara argucia o conveniencia de ninguna clase. Bermejo no era un hombre movido a dañar a otros hombres por la mezquindad o el cálculo; era un hombre que odiaba con la misma pureza y el mismo desprendimiento de sí con que una hembra de sangre caliente ama a su cría. En vez de infligir el mal a la manera torcida y ruin de los humanos, se veía animado a hacerlo por la fuerza natural y desmedida que empuja la dentellada de una alimaña. Otros hombres, los que habían firmado ceremoniosa y razonadamente los tratados internacionales y pactado el reparto colonial, los que desde Madrid o París resolvían, siempre con argumentos y silogismos ponderados, por qué y cómo un pueblo debía enderezar a otro, le habían puesto al sargento en la situación de tener a su merced a aquella gente y de ansiar hacerles sufrir. Ellos, que habían tenido ocasión de medir las consecuencias de sus actos, no podían alegar excusa ni reclamar mengua de responsabilidad. Bermejo, en cambio, no hacía más que abandonarse al instinto de predador que las circunstancias manejadas por otros habían extraído del fondo más irracional de su naturaleza. Oírle recitar las monsergas ideológicas que sostenían la acción del Protectorado, mal leídas y peor entendidas a partir de la propaganda de los periódicos, resultaba tan postizo y accesorio como el cascabel que pudiera llevar al cuello un gato en el momento de despedazar un ratón entre sus dientes. Lo que obraba, en ambos, no era el afán de servir a su dueño.

Al dueño le aprovechaba su fiereza, sí, pero lo que allí se ventilaba era algo mucho más decisivo y primordial, el misterio de la vida y la muerte, de la creación y de la destrucción, algo que al experimentarlo, como ahora hacía Faura, espantaba y se apoderaba de uno al mismo tiempo.

– Voy a contarte una historia -continuó Bermejo, ya presa de una logorrea incontenible-. Voy a contarte por qué estamos aquí. Quiero que recuerdes un nombre. Coño, casi estoy tentado de quitarte eso de la boca para hacértelo repetir. Rafael Bermejo Fernández. Tenía veintidós años y nunca le había hecho daño a nadie. Hace dos meses, unos días arriba o abajo, estaba cerca de aquí, en Zeluán. Y tuvo la mala suerte de caer prisionero de una chusma que no respetaba nada, de una manada de bestias cobardes que no se pararon ante un hombre desarmado. Lo mataron como a un animal, o peor que a un animal. Porque estoy seguro de que cuando matas una de tus cabras procuras que no sufra. Con él fue al revés, se aseguraron de que sufría todo lo que una criatura pudiera sufrir. Debieron de divertirse mientras chillaba, mientras les pedía piedad, mientras llamaba llorando a su madre. Tenia huevos Rafael Bermejo Fernández, pero lo llevaron hasta el límite en que ningún hombre tiene huevos para seguir resistiendo. Y luego se los cortaron. O eso es lo que suponemos, porque no los encontramos en su cadáver. Rafael Bermejo Fernández. Acuérdate de él. Era mi hermano. Y ahora ya sabes por qué no va a servirte de nada pedirme piedad a mí.

Por un instante, mientras los encañonaba, Faura trató de representarse la imagen que impresionaba las retinas de aquellos infelices. Observó a derecha e izquierda de reojo y completó el cuadro. El sargento en el centro, con las piernas un poco abiertas, los brazos en jarras y el fusil rematado por la bayoneta terciado sobre el pecho. A su lado el imponente Balaguer, aferrando el máuser sin alterar su nívea y amplia sonrisa, y Klemper, que fusil al hombro, y a ratos cabizbajo, asistía por lo demás impasible al parlamento de Bermejo. Casals seguía junto a los hombres, sin dejar de hacerles sentir la proximidad de su bayoneta, con la que describía de cuando en cuando un arco que los abarcaba a todos. El serbio López estaba algo más atrás, con el fusil colgando hacia abajo y sumido en sólo Dios sabía qué pensamientos. Gallardo y Navia estaban apostados donde las mujeres, a las que ambos observaban codiciosamente. Faura calculó a bulto que podía hacer un mes desde la última vez en que habían disfrutado de una estada con alguna furcia cuartelera. En cuanto a su propia imagen, no llegó a representársela. Prefirió dejarla borrosa, en aquel retrato de ocho hombres feroces. Porque él, como siempre, estaba y a la vez no estaba allí.

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