Cuando estaban a cosa de medio kilómetro de uno de los aduares, vieron una casa apartada de las demás. En voz queda, dijo Bermejo:
– ¿Te hace ésa, Klemper?
Y Klemper no respondió nada. Así quedó decidido.
La casa era como tantas otras de aquella zona. Un recinto cuadrangular, de piedra y barro mal blanqueados, con un patio interior. Aquella gente hecha a pelear, desde siempre entre sí, y ahora contra quienes venían a civilizarla desde Europa, llevaba su sentido guerrero a la propia vivienda, dándole aquella forma de fortín desde el que poder hacer frente a un eventual agresor. Los muros constituían la segunda línea de defensa. Alrededor de ellos, a cierta distancia, se alzaba una tupida barrera de chumberas, que a la vez que protegía la casa servía para delimitar un recinto donde la familia podía realizar actividades diversas sin estar expuesta a los curiosos. En muchas de las casas, dentro de esta barrera exterior había un pequeño huerto, donde, aparte de los surcos mejor o peor labrados, podía encontrarse alguna higuera.
La casa, aquella casa, no tenía nada destacable. Era de mediano tamaño, y junto al cuerpo principal había otro, también de forma más o menos cuadrada. La función de estas edificaciones auxiliares era variable: podían servir para recoger ganado, o para hacer frente a una ampliación de la familia, aunque también algunos las levantaban como pequeño bastión, a modo de rústico blocao, donde encerrarse a resistir en caso de ataque. La casa tenía su huerto y sus establos para los animales, donde cabía un buen número de cabras. Transmitía sensación de pujanza, dentro de lo que se estilaba por allí, lo que hacía pensar, junto a su emplazamiento despejado y eminente, que pudiera tratarse de la residencia de un notable. Así lo supuso Gallardo:
– No está mal el chamizo. Seguro que es de un jefe -murmuró.
– Pues mira, así es mejor escarmiento -dijo Casals.
El sargento, que abría el despliegue hacia la barrera de chumberas, se volvió y puso un dedo sobre sus labios.
– A partir de aquí no quiero oír a nadie -advirtió-. López, tú rodeas por la derecha y te aseguras de que no se larga nadie por detrás. Balaguer, tú vete por la izquierda, para cubrir ese lado. El resto venís conmigo. En cuanto echemos abajo la puerta, que un par me siga. Los otros vais sacando a la gente que os encontréis y la lleváis al patio. Los fusiles los usáis para achantar sólo. No quiero oír un tiro.
Los hombres asintieron, en silencio. Imitando a su sargento, todos calaron bayonetas. A continuación el pelotón se desparramó sigiloso, como una manada de chacales envolviendo a su víctima. Faura iba detrás del grupo principal, que encabezaban Bermejo y Klemper. Se deslizaron a través de las chumberas con cuidado, procurando que las espinas no les desgarrasen el uniforme al pasar por los mínimos huecos que quedaban entre ellas. Cuando hubieron traspuesto esa primera barrera, se detuvieron a inspeccionar el terreno. La superficie que rodeaba la vivienda era amplia y estaba bien cuidada. Razón de más para pensar que el dueño de la casa tenía quien trabajase para él, o lo que era lo mismo, que se trataba, entre aquella gente mísera, de un hombre de ciertos recursos. Sin embargo, y esto parecía poner en duda lo anterior, no observaba la precaución (común entre los notables, y más en aquellos tiempos turbulentos) de mantener en torno a su morada una guardia permanente. Las únicas que velaban por el sueño de los habitantes de la casa eran las cabras que se hallaban en los establos, y que se removieron inquietas al percibir la presencia de los intrusos. Faura coligió que esa relajación de los moradores podía obedecer a que el peligro, es decir, los españoles, les parecía aún demasiado lejano. No podían imaginarse que a unos perros cristianos les diera por meterse la paliza de andar que se habían metido él y sus compañeros.
Bermejo fue derecho hacia la puerta. Los cinco hombres que le acompañaban se repartieron a los lados. El sargento probó a abrir. La hoja, con un tenue chirrido, cedió. En ese momento, los legionarios, a la señal de su jefe, empuñaron con fuerza sus fusiles. Bermejo esperó a comprobar que todos estaban listos y abrió la puerta por completo. No había nadie en el vestíbulo. Con una seña, le indicó a Klemper que tomara el corredor que partía hacía la derecha. Retuvo junto a sí a Casals y a Navia. Faura y Gallardo siguieron al cabo, mientras el sargento y los otros dos hombres avanzaban de frente. Para entonces, ya sabían que la casa no estaba vacía. Al fondo se oían voces de mujer.
Lo que siguió fue una tromba que a Faura, pese a formar parte de ella, no dejó de aturdirle. Siempre detrás de Klemper, irrumpió en una habitación donde había tres mujeres, una ancíana y otras dos entre los veinte y los treinta años. Vio a Klemper levantar a la anciana y a Gallardo correr a patadas a una de las más jóvenes, y luego se vio a sí Mismo alzando por las ropas a la otra y empujándola hacia la puerta.
– Vamos, zorras, fuera -aullaba Gallardo-. Que ha venido la Legión para daros lo que os hace falta.
Las mujeres, pasado el primer instante de estupor, gritaban aterradas. La de más edad hacía un ruido insufrible, pero no duró mucho. Klemper la derribó de un culatazo en la frente, lo que obró el efecto de encoger y amansar a las otras. Fue Faura el que las llevó al patio interior, mientras Gallardo tiraba del cuerpo inerte de la anciana.
En el patio se encontraron con el sargento y los otros, que arrinconaban contra la pared a un hombre de unos cincuenta años, un anciano y un par de muchachos adolescentes. El hombre maduro imploraba:
– Mi sargento, tú equivocar, yo amigo de espanioles , yo estar esperando que vosotros venir, yo tener un hijo trabajando en las minas…
– Cierra la boca -ordenó Bermejo-. ¿Quiénes son ésas?
Y señaló hacia las mujeres que Faura iba empujando con la bayoneta.
– Ser mis esposas, mi sargento, tú respetar, te suplico.
– Dos parientas. Mira el cochino cómo se lo tiene montado. Seguro que éste manda un rato, mi sargento -dijo Casals.
No era aquélla, por parte del catalán, una deducción estúpida. En aquella región paupérrima, asolada por las malas cosechas un año sí y otro también, sólo la gente de posibles podía hacer uso de la licencia para matrimoniar más de una vez que otorgaba el profeta. Si ya era difícil alimentar las bocas que podían venir juntándose con una mujer, tomar una segunda era algo que debía meditarse muy mucho.
– ¿Y esa otra? -preguntó el sargento, en cuanto vio asomar a Gallardo por la puerta arrastrando a la anciana inconsciente.
– Por Dios, mi sargento, ser mi madre, por Dios qué hacer vosotros…
El hombre quiso ir hacia la mujer herida, pero el atento legionario Casals le plantó la bayoneta delante, cortando en seco su carrera.
– Responde sólo a lo que te pregunte, y no te muevas de ahí -avisó Bermejo-. Si vuelves a despegarte de la pared te clavamos en ella.
– Por Dios, mi sargento…
– ¿Estás sordo, jasán ? ¿Tendremos que cortarte las orejas para que no te estorben y nos puedas oír mejor?
El hombre se mordió los puños. Faura hizo que las dos moras más jóvenes se reunieran con el resto y acto seguido Gallardo dejó junto a ellas a la anciana. Fueron las mujeres las que se inclinaron a socorrerla y le limpiaron la sangre que le manaba de la frente, mientras el marido seguía paralizado. Los dos chavales miraban a la partida de legionarios con semblante despavorido. El viejo se encogía contra el rincón. Las manos le temblaban y observaba todo con unos ojos ratoniles, como si calculara a toda prisa qué posibilidades había de librarse.
– Navia, Faura, terminad de registrar la casa -rugió el sargento.
Los dos legionarios partieron raudos a cumplir la orden. Al verlos, el cabeza de familia fue a decir algo que se le ahogó en un gemido. Bermejo se percató y volvió a encararse con él:
– ¿Quién más hay? El hombre contrajo la cara en un rictus de desesperación.
– Sólo niños, mi sargento, por Dios no hacer daño a ellos.
Faura avanzó por el corredor a oscuras. La casa estaba llena de recovecos y de cacharros, y el piso irregular obligaba a ir despacio y tanteando para no caerse. Desembocó en un cuarto donde tropezó con algo. Oyó un quejido agudo. Los ojos se le habían acostumbrado ya a la tiniebla y gracias a ello comprobó que lo que acababa de pisar era un niño. Vio otros bultos tendidos a su alrededor. En total había cuatro.
– Navia, ven aquí -gritó.
Su grito obró, como era de prever, el efecto de despertar a las criaturas. Sólo una de ellas, una niña de unos siete años, se puso en pie. Los demás refunfuñaban, todavía medio somnolientos. Navia irrumpió en la habitación como un mulo desbocado.
– Agarra a un par, y yo me ocupo de los otros dos -dijo Faura.
Cogió al que tenía más cerca y luego le echó mano a la niña. Ésta empezó a protestar, y le tapó la boca con la mano. La llevó así, en vilo, sujetándola contra su cadera. Al otro, más pequeño, lo alzó por el pescuezo. Trastabillando, se dirigió hacia el patio. Sintió que les hacía daño, que los llevaba de mala manera, pero bastante tenla con impedir que se le escaparan y cargar con ellos mientras procuraba que no se le descolgara del hombro el fusil. Al verle aparecer, las mujeres iniciaron un lloriqueo que de nuevo Casals, a punta de bayoneta, interrumpió oportunamente. Faura les tendió al niño, y cuando fue a hacer lo propio con su hermana, la chiquilla se soltó y echó a correr.
La reacción de la criatura le cogió desprevenido. Navia, que venía con los otros dos niños, tampoco pudo interceptarla.
– Joder, Faura -maldijo el sargento. Entonces Faura echó a correr tras ella, con una sola idea en el cerebro: neutralizarla. No la alcanzó dentro del patio, ni en el interior de la casa, que la niña, como buena conocedora, atravesó más deprisa que él. Fue ya en el exterior, antes de llegar a la línea de chumberas, cuando logró atraparla. La niña se resistía como un alacrán y le mordió la mano con la que de nuevo le tapó la boca. En cuanto la retiró, dolorido, ella empezó a gritar. Faura no lo dudó mucho, tampoco podía permitírselo: la cogió por los hombros, le dio la vuelta y le arreó un puñetazo en la cara. La niña se fue al suelo de golpe, como una marioneta con los hilos cortados. El legionario se la echó encima. Era ligera y flexible como un junco, y estaba todavía tibia del sueño del que apenas acababa de arrancarla. Sentir su calorcillo le produjo un leve escalofrío.