Caminaron y caminaron, tanto rato y tan absortos en la sola marcha, en su monotonía y en sus invisibles peligros, que acabó sucediendo lo que era habitual en tales casos: perdieron la noción del tiempo. Cuando Faura miró su reloj, ya hacía unas dos horas que habían salido de Segangan. Lo único que tenían ante sí era el camino y los relieves sucesivos que iba atravesando; al fondo sólo se vislumbraba otra montaña tapando todo el horizonte. Pero nadie osaba abrir la boca. El sargento seguía marchando en cabeza, imprimiendo un ritmo endiablado, que los hombres necesitaban de todo su resuello para seguir.
Atrás, por donde iban Navia y López, creyó Faura escuchar un leve murmullo, que le sonó quejoso y contrariado. Pero no entendió lo que cuchicheaban. Al que sí se le entendió fue a Klemper.
– Mi sargento -llamó el austriaco a Bermejo.
– Dime, cabo -repuso el otro, sin volverse ni aminorar la marcha.
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Eso depende. Klemper calló durante unos segundos. Era una dudosa invitación.
– Mi sargento -volvió a hablar, con cautela-, ¿está usted seguro de que sabe adónde vamos?
– Tan seguro como que en tu pueblo no sabéis bailar pasodobles -le espetó Bermejo, con chulería.
– Habría que verlo, al cabo, bailando -le rió la gracia Gallardo.
Klemper era el más viejo de todos, y también el que más tiempo llevaba jugándose el pellejo. Haberlo conservado entero hasta entonces atestiguaba que no era hombre que se precipitara, pero también que no le faltaba decisión para hacer o decir lo que creía que debía.
– ¿Y podríamos saber si ese sitio tiene un nombre? -preguntó.
– Lo tiene -contestó Bermejo, enigmático.
– ¿Me lo va a decir?
El sargento se detuvo y se dio la vuelta. El pelotón frenó en seco.
– ¿Tanto te importa? ¿Qué más da un nombre moro que otro?
Klemper le miró a los ojos, sin arrugarse.
– Dijo que sería hora y media. Ya llevamos bastante más y eso que vamos con la lengua fuera. Nos estamos alejando demasiado.
– Bueno, a lo mejor calculé mal. Pero ya no queda mucho.
– Tenemos suerte de no habernos tropezado con nadie desde que pasamos el blocao -insistió Klemper- Pero la suerte se rompe si se abusa. ¿Puede saberse adónde nos lleva?
– ¿Qué coño te pasa? -se le encaró Bermejo-. ¿Tienes miedo?
– No. Pero si para ir adonde sea hay que alejarse más, creo que deberíamos volvernos -dijo el austriaco, firme-. Haber llegado hasta aquí ya es exponerse mucho, y ahora va y nos dice que todavía falta.
Bermejo se quedó midiéndole con arrogancia. Pero en su fuero interno sabía que Klemper era el mejor y más diestro soldado de los que marchaban a sus órdenes, y que de asustadizo, lo había probado donde debía probarlo, no tenía nada. Al sargento podía moverle el orgullo, reconcomerle el rencor, incluso ofuscarle la locura; pero nada de eso le volvía lo bastante idiota como para pensar que enfrentarse con el cabo, delante del resto, fuera a convenirle. Aflojó el gesto.
– Vamos, Klemper, no nos calentemos sin necesidad. Hemos tenido que parar a limpiar el camino, por eso estamos tardando un poco más de la cuenta. Pero hazme caso, que te digo que ya casi llegamos.
– Mi sargento -replicó Klemper, serio-, si no me dice adónde vamos, yo no sigo. Y que los demás hagan lo que quieran.
Faura, como el resto de los hombres, asistía con expectación a la discusión entre el cabo y el sargento. Si iba a más, y si propiciaba la división del pelotón, cada uno tendría que escoger su bando. Por simpatizar, Faura simpatizaba más con el austriaco, que le parecía un hombre más hecho y cabal que Bermejo, ya antes de que el hallazgo de los restos de su hermano le enturbiara al sargento el juicio. por lo demás, cualquiera se percataba de que, puestos a enemistarse con alguien, era mucho peor enemistarse con el de más graduación. De todos modos, Faura no iba a decidirse en virtud de ninguna de esas consideraciones. Haría lo que hicieran los otros, simplemente. Como solía.
Bermejo se despojó del chambergo y se atusó con los dedos el cabello desgreñado. Luego, dobló el sombrero y se lo metió bajo el correaje. No era exactamente un ademán conciliador. Tampoco hostil.
– Bien, cabo, lo quieres saber, pues te lo cuento. Vamos ahí mismo.
Y volviéndose al frente señaló hacia el monte que tenían delante.
– ¿Ahí? ¿Qué es ahí? -preguntó Klemper.
– Pues eso que ves. El monte. Yebel Harcha se llama. No creo que nos lleve ya más de un cuarto de hora. ¿Te vale o sigues queriendo darte la vuelta? Ya sabes que puedes hacer lo que gustes.
Klemper no parecía tenerlas todas consigo.
– ¿Por qué? -inquirió.
– ¿Cómo que por qué?
– Por qué vamos precisamente ahí. El sargento distendió sus labios en una amplia sonrisa.
– Ahí empieza la cábila de los buyahi -explicó-. Los que hicieron lo de Zeluán. Ahí es donde viven esos maricones. Y ahí es donde podemos devolverles el golpe. Te dejo que escojas tú. Una vez que lleguemos al pie del monte, vamos al aduar que te dé la gana.
Los integrantes del pelotón miraron alternativamente al camino, al sargento y al cabo. Era verdad que les quedaba poco trecho hasta las estribaciones del monte. Mucho más era el esfuerzo que habían hecho para llegar allí. Y todos recordaban lo que les había contado el suboficial de intendencia sobre los buyahis y su participación en la matanza de soldados españoles. Siendo así, nadie iba a objetarle nada al sargento. Por si hacía falta, Casals expresó el sentir de la tropa:
– Vamos allá de una vez, mi sargento. Conmigo puede contar.
– Y conmigo -se sumó Balaguer.
Klemper no interpretó que el silencio de los demás pudiera leerse como un apoyo a sus reticencias. Miró hacia el monte y, como el resto, alcanzó a distinguir la mancha de un par de aduares encaramados a sus faldas. Acaso durante un segundo quiso aún resistirse. Después, al recordarlo, Faura daría en sospechar que al cabo no le preocupaba tanto el peligro como le repelía la propuesta del sargento. De todos, él incluido, Klemper era el único que albergaba algún sentimiento humanitario. Tal vez porque era el que había convivido con el horror durante más tiempo y en más sitios, y eso le movía a apiadarse algo de quienes lo sufrían, así fuera en la mínima medida en que pudiera ser piadoso un mercenario enrolado para cortejar a la muerte. Pese a todo, y cualesquiera que fueran en aquel momento sus reservas y sus aprensiones, acabó rindiéndose a la evidencia: su destino estaba uncido al de aquel sargento devorado por la obsesión de vengarse y al de aquellos hombres resueltos ya a seguirle. No tenía elección. Como soldado, le costaba menos violentar su propio criterio, y si era preciso, despojarse de él, que darles la espalda a sus compañeros de armas.
– De acuerdo, mi sargento -dijo-. No se hable más. Bermejo le observó con semblante satisfecho. -Pues vamos entonces.
Ahora que ya tenía el objetivo a la vista, el pelotón reanudó la marcha con bríos renovados. A cada uno de los hombres le embargaba esa excitación irreprimible, preludio de la acción: una especie de impulso eléctrico que se repartía por los nervios y los músculos aprestándolos a la respuesta que se esperaba de ellos. A Faura le gustaba sentirlo, porque en esos instantes se le antojaba que la vida, ese negocio del que ya nada esperaba, le favorecía con una dádiva imprevista. Le resultaba placentero sentir la fuerza de su cuerpo joven, el pulso de sus brazos, la destreza de sus manos. Se olvidaba de las amenazas que pesaban sobre él y se creía omnipotente e invulnerable. Prefería aquellos momentos preliminares a los del combate en sí, porque en la refriega, cuando el peligro empezaba a acuciar, cuando las dificultades se hacían presentes y el cansancio mermaba el ánimo, se rompía el encantamiento y acechaba la zarpa envenenada del miedo. Faura lo había visto adueñarse de tipos de hierro, derrumbarlos y enloquecerlos de pronto, hasta el punto de no obedecer siquiera a los oficiales que los conminaban pistola en mano y acababan pegándoles un tiro. Y él se había alistado en el Tercio para perderse y morir, pero no era así como quería que terminase la partida. Quería caer sereno, conforme.
Ni a él ni a los otros les gustaba tampoco la inactividad. En realidad, era aún más nociva que la lucha, porque en la inacción era donde acechaba el caffard , el abatimiento y el consecutivo arrebato que movía a muchos desertores y que trastornaba la razón de forma mucho más violenta e irreversible que el pánico ante el enemigo. Era justamente para conjurar aquello por lo que les animaban sus superiores a raziar durante la noche, y les hacían trabajar como mulas durante el día. Un legionario quieto y reflexionando sobre su existencia, sobre su pasado o sobre su futuro, nunca podía ir a parar a buen puerto.
Mientras caminaban deprisa hacia la sombra alargada del Yebel Harcha, con la sangre agitada por la inminencia del ataque, cumplían pues los legionarios que seguían al sargento Bermejo con su cometido, y con lo que de ellos esperaban quienes los armaban y mantenían. Los fusiles que llevaban eran, sí, una pequeña infracción de las ordenanzas. Pero quienes los habían reclutado sabían que eran hombres de los que no se podía esperar que se atuvieran siempre a la letra pequeña de los reglamentos, y aunque los castigaran, para mantener la disciplina, se habrían sentido satisfechos de verlos avanzar, indiferentes a la fatiga y a todo reparo, dispuestos a desatar una vez más la orgía de la destrucción y la muerte. A Faura no le importaba darse cuenta de ello. Cada uno ha de vivir por algo, y nunca cabe asegurar que la elección sea justa o útil. Vivir para la muerte le exoneraba de preguntarse al respecto.
Al amparo de la noche, bajo la luna cómplice de sus designios, la muerte se escurría furtiva entre los montes del Rif. No podían detenerla las alturas del terreno, ni las quebradas excavadas por las aguas furiosas de los torrentes que de cuando en cuando herían aquella tierra de herrumbre. La muerte, que tantos nombres y tantas caras tiene, era aquella noche la tozuda resolución de ocho hombres que habían aceptado, cada uno por su lado y por sus motivos, renunciar a toda inocencia y a toda esperanza. El azar, el odio, la derrota que cada cual llevaba a hombros, los habían reunido en aquel pelotón fatídico que husmeaba ya la cercanía de la presa. Eran ocho hombres que sabían lo que hacían. Ninguno estaba ebrio, ninguno estaba loco, ninguno habría podido dejar de dar medía vuelta y regresar. Pero, por otro lado, eran sólo ocho hombres, como el resto, hollando el tiempo y la tierra sin entender del todo de dónde venía la fuerza que los impelía. Pura vida en efervescencia, apuntada contra otra vida que aún los ignoraba.