– A ver, Balaguer, ¿cuál de ellas te gusta más? -preguntó el sargento, de improviso.
– ¿A mí, mi sargento?
– Sí, coño, a ti. Alguno tiene que ser el primero,
Balaguer miró a las mujeres. Sin entender, pareció que ellas entendían. Se quedaron quietas, conteniendo la respiración como si se hicieran las muertas. El hombre quiso removerse, pero Casals le puso la punta de la bayoneta en la garganta y lo empujó con ella hasta pegarlo por completo a la pared. Atado, enmudecido, forzado a una inmovilidad absoluta, lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y dejar que las lágrimas resbalasen por la piel oscura de sus mejillas.
– Pues hombre, así como gustarme, está claro.
– Di.
– La niña.
Faura había previsto que aquélla fuera la elección. A Balaguer, le constaba, la sensualidad le rebosaba y le animaba a desahogarse de las formas más diversas y enfermizas, Había quien decía que le había visto follándose a una mula, pero esto Faura se resistía a creerlo. Lo que sí le había visto era cascándosela en más de una ocasión, lo mismo durante un alto de una descubierta que para matar el aburrimiento del blocao; y también había visto a alguna prostituta curtida salir sin poder juntar las piernas después de que el fogoso cubano se hubiera empleado a fondo con ella. Cuando alguno, sobre todo Navia, se metía con él por el descontrol de su apetito sexual, Balaguer se reía y decía:
– Es que en el Caribe jodemos como respiramos, hermano.
Faura miró a la niña. Había vivido ya muchas cosas, y había aprendido a permanecer insensible ante ellas. Pero no pudo dejar de invadirle un vago malestar al imaginarla debajo de Balaguer, embestida con la brutalidad que era, junto a aquella morcilla reventona que había visto relucir entre sus manos, la marca de la casa. Comprendió que no debía pensar más en el asunto. Que lo que había de suceder, sucedería, y supuso que, como lo demás, ahí quedaría y acabaría asumiéndolo.
– Pues venga, llévatela dentro -autorizó Bermejo.
– ¿No quiere estrenarla usted, mi sargento? -preguntó Balaguer, sometiendo su ardor habitual a una servil cortesía con el superior.
– Yo iré el último, si voy -dijo el sargento-. Vosotros primero. Que no se diga que el sargento Bermejo no mira por su gente.
Balaguer, bastante se había contenido ya, no estaba para demorarse más en gentilezas. Se echó el fusil al hombro y en tres zancadas se plantó donde se apelotonaban las mujeres. Agarró a la muchacha del brazo y tiró de ella con tal fuerza que las otras nada pudieron hacer por impedirlo. La de más edad, aquella a la que había encontrado López afuera, cuando intentaba huir de la casa, quiso salir detrás de Balaguer para arrebatarle a la niña, que se dejaba llevar, exánime y desconcertada. Cuando Navia se interpuso en su camino y la retuvo, se revolvió furiosa, mientras gritaba en su dialecto duro como un ladrido:
– Darkash, a yarsoud, darkash .
Bermejo, ante el conato de rebelión, fue expeditivo:
– Ya está bien de pamplinas, me cago en diez. Gallardo, córtale el pescuezo. Nos sobra con las otras.
Fue visto y no visto. Gallardo se acercó a ella con el machete en la mano y mientras Navia la sujetaba acalló sus berridos con un tajo seco que le truncó la voz en un burbujeo sordo. Navia la soltó, para que no le manchara la sangre, y la mujer cayó de bruces, entre convulsiones.
– Haced que deje de moverse, rediós -pidió Bermejo.
Fue Navia el que remató la faena, a bayonetazos. La ensartó media docena de veces, hasta que se quedó completamente quieta.
El sargento se volvió hacia los demás.
– Ahora ya sabéis para qué vale resistirse. Los niños lloraban, las dos mujeres se apretaban entre sí, la anciana yacía sin sentido a un lado, olvidada y ajena, para su fortuna, a cuanto ocurría a su alrededor. Los hombres cerraban los ojos y sollozaban silenciosamente. Uno de los dos muchachos tuvo un ataque de nervios.
– Aplácalo, Casals.
– ¿Para siempre?
– No, de momento. La culata del máuser del catalán buscó certera el cráneo del muchacho. Sonó un croc y el chaval quedó tendido de espaldas.
Balaguer se había llevado dentro a la niña, que apabullada por el gigante que la arrastraba, apenas murmuraba con un hilo de voz:
– Mani, mani gadayzauid
La misma voz, un par de minutos después, se convertía en un alarido desatado que rasgaba la noche, repitiendo una sola sílaba:
– Lah, lah, lah…
La muchacha debía de estar empleando toda la fuerza de sus pulmones, y a Balaguer, entre unas cosas y otras, parecían faltarle manos para taparle la boca. El sargento se volvió entonces a Navia:
– Minero, ve tú.
Le echas una mano y luego que te la eche él a ti.
Navia tuvo un titubeo.
– ¿Prefieres que pase antes otro?
– No, mi sargento -repuso el asturiano, al tiempo que se echaba el fusil a la espalda y emprendía el camino de la puerta.
Poco después, la voz de la niña dejó de oírse. En su lugar, apenas llegaba de cuando en cuando algún gemido precariamente humano, que el sargento escuchaba con gesto impenetrable. Los legionarios que continuaban en el patio permanecían tan inmóviles y distantes como su jefe. Faura supuso que los demás, como él mismo, observaban aquella actitud para mejor convivir con la atrocidad, tan Invisible como indudable, de aquellos instantes que transcurrían con infinita lentitud. Intuyó que no era el único al que le resultaba penoso estar allí. Bajo la imperturbabilidad aparente del cabo Klemper, por ejemplo, adivinaba un sentimiento disconforme y sólo a duras penas reprimido. Hasta allí, sus víctimas habían sido siempre combatientes. No era lo mismo medirse con un hombre armado que abusar de una niña indefensa.
Pero por otro lado era fácil asentir y dejar sin más que ocurriera, que la corriente desencadenada lo arrastrara a uno sin detenerse a pensar adónde iría a parar. Costaba mucho menos, desde luego, que ponerse en medio para tratar de desviarla. Era la hora de la cólera que encarnaba el sargento Bermejo, de la lujuria demoledora y desenfrenada del legionario Balaguer. Faura lo aceptó, como lo aceptaba Klemper, y se limitó a seguir en su puesto, sin creer que pudiera hacer otra cosa.
No pretendía, al razonar así, escapar a la culpa. Sabía que aquellos niños, si algún día podían recordarlo, le pondrían también su rostro y su figura al monstruo. Y que tendría bien ganado su resentimiento.
Munat le había escuchado el cuento a su madre, quien a su vez lo había oído antes de la suya. Desde hacía muchos años, tal vez cientos, iba pasando de madres a hijas, preservado, no sin alguna mudanza, en el fluir de aquellas voces femeninas que sonaban, llenas de vivacidad e imaginación, en la penumbra escondida de las casas rifeñas. Así distraían el tiempo las mujeres, enredando en el tejido rutinario de sus quehaceres domésticos la hebra luminosa de aquellas fantasías ancestrales. Y así había aprendido ya a entretenerse y a entretener Munat, con sus catorce anos recién cumplidos. Según todas las que la escuchaban, incluidas algunas ancianas de experiencia y habilidad reconocidas en los lances de la narración, aquella muchacha tenía la gracia de las cuentacuentos natas, las que dominaban el arte de hacer que sonara nuevo el relato mil veces repetido, dar vida a los personajes imaginarios y sumergir al auditorio en las emociones de la ficción, arrancándolo a las penurias y las preocupaciones de la vida propia.
De todos los cuentos que solía contar, aquél era su favorito y, por tanto, al que más se entregaba y con el que más convincente resultaba para quien la oía. Al cuento, como a otros, se le conocía por varios títulos, pero el que ella prefería era el de La bestia de las siete cabezas .
Éste era un hombre, empezaba diciendo Munat, que tenía dos mujeres, y un hijo con cada una de ellas. Al pasar los años, murió el hombre, luego murió una de las mujeres, y la otra quedó a cargo de los dos hijos. Pero esta mujer le tenía manía al que no era suyo, y le maltrataba de tal manera que cuando el muchacho se hizo mayor y pudo valerse por sí mismo decidió irse del pueblo y salir a correr mundo. Caminó muchas jornadas sin rumbo fijo. Un día se encontró una paloma que estaba en su nido con las crías y se quedó observándolas. Salió la paloma a buscar comida y en esto se acercó al nido una serpiente con la intención de comerse a las crías. El muchacho, que la vio venir, cogió una piedra y de un golpe le aplastó la cabeza a la serpiente. Cuando la paloma regresó y vio a la serpiente muerta junto al nido, entendió que el muchacho había salvado a sus crías y que estaba en deuda con él. Entonces se arrancó una de sus plumas y se la dio diciéndole: «Toma, guárdala, que te dará mucha suerte». Y el muchacho respondió: «Dondequiera que vaya, irá conmigo». Y continuó su camino. Al día siguiente se tropezó con un pescador que estaba hablando con otro. A sus pies había una red, y dentro de ella un pez que estaba atrapado y se esforzaba desesperadamente por salir de ella. Aprovechando que el pescador estaba distraído con la conversación, el muchacho se acercó y líberó al pez. El pez, agradecido, se arrancó una escama y se la dio, mientras le decía: «Toma, guárdala, que te dará mucha suerte». Y el muchacho respondió: «Dondequiera que vaya, irá conmigo». Y siguió caminando.
Andando los días, el muchacho llegó a un lago junto al que se encontró a una hermosa muchacha. Estaba sentada a la orilla como sí esperase algo, pero en su rostro había un gesto de tristeza infinita. Ante sí tenía un plato con cuscús. Cuando le preguntó qué hacía allí, la muchacha le respondió que en el lago vivía un terrible monstruo de siete cabezas, y que todos los días su pueblo tenía que entregarle como tributo a una joven y un plato de cuscús, para calmar su ira e impedir que el monstruo los matara a todos. Ese día, a su padre, que era el rey, le tocaba entregar a su propia hija, la princesa, y allí estaba ella, aguardando a que se cumpliera su funesto destino, El muchacho, a quien la caminata le había abierto el apetito, no pudo contenerse y se abalanzó sobre el cuscús, que devoró en un momento. La princesa, enfadada, le echó en cara que por su culpa el monstruo acabaría con su pueblo. «No te preocupes», respondió el muchacho, «Ahora voy a echarme a dormir; usaré tus piernas de almohada y tú me despiertas cuando aparezca el monstruo de las siete cabezas.»
Así lo hizo, y se quedó al instante completamente dormido. Cuando apareció el monstruo, la princesa se echó a llorar, y una de sus lágrimas cayó en la cara del muchacho. De un salto él se puso en pie y con la espada le cortó al monstruo, una a una, las siete cabezas. Luego, le clavó la espada en el corazón y allí la dejó hundida. Después, el muchacho se despidió de la princesa y se fue a la ciudad a buscar un lugar donde seguir durmiendo. Al día siguiente, el rey mandó a un esclavo a recoger los restos de su hija, y cuando el esclavo vio al monstruo muerto, sacó su espada y la mojó en su sangre para hacer creer al rey que había sido él quien lo había matado. Pero la princesa descubrió la mentira del esclavo, y el rey llamó a todo el pueblo y proclamó que casaría a su hija con quien fuese capaz de sacar la espada de las entrañas del monstruo. Aunque muchos lo intentaron, ninguno lo consiguió. Entonces alguien vino contando que un joven forastero había llegado a la ciudad la tarde anterior y se había pasado el día durmiendo en la mezquita. El rey pensó que debía de ser el que había matado al monstruo y lo llamó a palacio. El muchacho llegó vestido con una chilaba que le cubría toda la cabeza, pero aun así la princesa lo reconoció como su salvador y se lo dijo a su padre, que le entregó su mano. Sin embargo, la vida del muchacho en palacio no fue fácil. Las hermanas de la princesa se reían de ella, porque se había casado con un hombre común, y estaban siempre comparando a su marido con sus ricos y nobles pretendientes, que para ellas eran mejores. El rey, que se dio cuenta de lo que pasaba, harto de que hicieran de menos a su yerno, llamó a los pretendientes de sus hijas y les puso esta prueba: «A ver si sois capaces de traerme el agua que cura el alma, y que brota entre dos montañas a las que es difícil llegar. Tenéis que adivinar dónde se encuentra y traérmela». Los pretendientes, desorientados, pidieron ayuda al muchacho. Y éste, aunque se reían de él, aceptó ayudarles. A cambio, cada uno de ellos debía cortarse un trozo de oreja y dárselo. Así lo hicieron, y el muchacho sacó la pluma que le había dado la paloma a la que había ayudado contra la serpiente. Vino entonces la paloma, lo cogió por los hombros y se lo llevó por los aires hasta el manantial. Allí el muchacho recogió agua en abundancia, que luego repartió entre los pretendientes. El rey se quedó sorprendido de que lograran tan rápido superar la prueba, pero algo no le convencía y les puso otra: «Ahora me traeréis una manzana cada uno, pero de unas que sólo se pueden encontrar siete mares adentro». Los pretendientes, abrumados otra vez por la prueba, volvieron a acudir al muchacho. Y éste les dijo que les ayudaría, pero con una condición: que se cortaran un trozo de dedo y se lo dieran. Los pretendientes, angustiados por la dificultad de la prueba que les había puesto el rey, aceptaron el trato. Se fueron al mar, y cuando llegaron el muchacho sacó la escama del pez al que había librado del pescador. Y el pez acudió enseguida, le invitó a que se subiera en él y lo llevó a través de los siete mares adonde crecían las manzanas. Volvió el muchacho con una manzana para cada pretendiente, y cuando éstos llegaron a palacio y las princesas vieron que todos traían la manzana, empezaron a burlarse de la hermana otra vez: «Tu marido no es valiente, tampoco ha traído una manzana». Al día siguiente el rey los recibió a todos, y después de que los pretendientes le entregaron las manzanas, uno de ellos preguntó por qué no había puesto también a prueba a su yerno, pidiéndole que trajera él una manzana como los demás, y sí no seria porque temía que no pudiera conseguirla. _Entonces el muchacho, sin poder aguantar más, les dijo a los pretendientes: «Como veo que sois incapaces de reconocer la verdad, os ordeno que os quitéis el turbante y expliquéis qué os ha pasado en la oreja, y que luego enseñéis también los dedos». Así quedaron descubiertos todos, y desde entonces, ya todo el mundo aceptó al muchacho y nadie volvió a reírse de él.