No obstante, esto -como tantas otras cosas- ocurre en sitios que la cámara no puede ver.
* * *
Gibreel:
avanza como en sueños, porque después de recorrer la ciudad durante días sin comer ni dormir, con la trompeta llamada Azraeel bien guardada en un bolsillo del abrigo, ya no reconoce la diferencia entre los estados de vigilia y de sueño; ahora tiene un atisbo de lo que debe de ser la omnipresencia, porque él avanza por varias historias a la vez; hay un Gibreel que sufre por la traición de Alleluia Cone, y un Gibreel que gravita sobre el lecho de muerte de un Profeta, y un Gibreel que observa en secreto el avance de una peregrinación al mar, esperando el momento de manifestarse, y un Gibreel que siente, cada día con más fuerza, la voluntad del adversario, que le atrae hacia sí, llevándolo hacia el lugar del abrazo final: el adversario astuto e hipócrita que ha adoptado la cara de su amigo, de Saladin, su mejor amigo, para hacer que se confíe y baje la guardia. Y hay un Gibreel que recorre las calles de Londres tratando de comprender la voluntad de Dios.
¿Tiene él que ser agente de la ira de Dios?
¿O de su amor?
¿Él es venganza o es perdón? ¿Debe conservar la trompeta fatal en el bolsillo, o sacarla y tocar?
(Yo no le doy instrucciones. También yo estoy intrigado por su elección, por el resultado de su combate. Personaje contra destino: lucha libre. Si caen lo dos, combate nulo, o el fuera de combate decidirá.)
Gibreel, luchando en sus muchas historias, sigue adelante.
Hay momentos en los que suspira por ella, Alleluia, su solo nombre, una palpitación; pero luego recuerda los diabólicos versos, y ahuyenta su recuerdo. La trompeta que lleva en el bolsillo está pidiendo que la toquen; pero él se contiene. No es el momento. Buscando una clave -¿qué se debe hacer?-, va por las calles de la ciudad.
Por una ventana abierta a la noche ve un televisor. En la pantalla hay una cabeza de mujer, una célebre «presentadora», entrevistada por un no menos célebre y risueño «anfitrión» irlandés. «¿Qué es lo peor que puedes imaginar?» «Oh, yo creo, estoy segura, sería, oh, sí: encontrarme sola en Nochebuena. Tendrías que enfrentarte a ti misma, ¿verdad?, mirarte en un espejo inmisericorde y preguntarte: ¿Esto es todo lo que hay?» Gibreel, solo, sin saber qué día es, sigue andando. En el espejo, a su mismo paso, se acerca el adversario que viene llamándole, abriéndole los brazos.
La ciudad le envía mensajes. Aquí, le dice, es donde el rey holandés decidió residir cuando llegó a esta ciudad hace tres siglos. En aquel entonces esto era el campo, un pueblo situado en la verde campiña inglesa. Pero cuando el rey vino a instalarse, en los campos surgieron plazas de Londres, edificios de ladrillo rojo con almenas holandesas recortándose en el cielo, para que sus cortesanos tuvieran donde vivir. No todos los inmigrantes son gente sin poder, susurran los edificios que aún se mantienen en pie. Ellos imponen sus necesidades en la tierra nueva, traen su propia coherencia al país adoptado, lo imaginan de nuevo. Pero, cuidado, advierte la ciudad. También la incoherencia tiene su momento. Cabalgando por los parques que había elegido para residencia -que él había civilizado-, Guillermo III fue derribado por su caballo, cayó pesadamente en el duro y recalcitrante suelo y se partió la real nuca.
A veces se encuentra entre cadáveres que andan, grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes, que hacen la compra, toman el autobús, flirtean, van a casa a acostarse con su pareja y fuman cigarrillos. Pero si estáis muertos, les grita. Zombies, a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen, o se quedan cortados, o le amenazan con el puño. Él no dice más y se aleja rápidamente.
La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Peregrinación, profeta y adversario se funden, se diluyen en la niebla, reaparecen. Lo mismo que ella: Allie, Al-Lat. Ella es el ave enaltecida. La deseada. Ahora lo recuerda: hace tiempo, ella le habló de los poemas de Jumpy. Quiere reunidos en un libro. El artista que se chupa el dedo, con sus ideas infernales. Un libro es producto de un pacto con el diablo, un contrato de Fausto a la inversa, dijo a Allie. El doctor Fausto sacrificó la eternidad a cambio de dos docenas de años de poder; el escritor se resigna a arruinar su vida y obtiene a cambio (eso si tiene suerte), si no la eternidad, por lo menos la posteridad. De uno u otro modo (era la idea de Jumpy) es el diablo el que sale ganando.
¿Qué escribe un poeta? Versos. ¿Qué sonsonete resuena en el cerebro de Gibreel? Versos. ¿Qué le ha partido el corazón? Versos y más versos.
La trompeta, Azraeel, llama desde el bolsillo del abrigo. ¡Sácame de aquí! Sisisí: la Trompeta. Al infierno con todo este lastimoso zafarrancho; hincha los carrillos y tararí-tatí. Venga ya, es la hora del baile.
Qué calor: bochornoso, asfixiante, intolerable. Esto no es el mismo Londres: esta ciudad repugnante. Pista Uno, Mahagonny, Alphaville. Avanza por entre una confusión de lenguas. Babel: contracción del asirio «babilu», «La puerta de Dios». Babilondres.
¿Dónde está?
Sí. Una noche deambula detrás de las catedrales de la Revolución Industrial, las terminales de ferrocarril de Londres Norte. King's Cross, Cruce del Rey, pero rey sin nombre, la torre de St. Pancras, que se cierne sobre uno como murciélago amenazador. Los depósitos de gas rojos y negros, hinchados como gigantescos pulmones de hierro. En el lugar en el que la reina Boadicea cayó en la batalla, ahora Gibreel Farishta pelea consigo mismo.
The Goodsway, pasaje de mercancías; y qué suculentas mercancías las que se ofrecen en los portales y al pie de las farolas de tungsteno, qué exquisiteces las que se ofrecen en el pasaje. Haciendo molinete con el bolso, llamando, con falditas plateadas y medias de malla: mercancía no sólo tierna (edad promedio trece a quince), sino barata. Sus historias son cortas e idénticas: todas tienen niños colocados en algún sitio, todas han sido echadas de casa por unos padres iracundos y puritanos, ninguna es blanca. Chulos con navaja se quedan con el noventa por ciento de lo que ellas ganan. Al fin y al cabo, la mercancía no es más que mercancía, sobre todo si es de baratillo.
Gibreel Farishta, en Goodsway, es llamado desde las sombras y desde las luces, y, al principio, aprieta el paso. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Malditas titis. Pero luego aminora la marcha y se para, al oír que desde las farolas y las sombras llama algo más, una necesidad, una súplica muda, que se esconde bajo las voces chillonas de unas busconas de diez libras. Sus pisadas se hacen más lentas y al fin se detienen. Está prendido en sus deseos. ¿De qué? Ahora se acercan, como peces arrastrados por anzuelos invisibles. Al acercarse, sus andares cambian, sus caderas pierden el contoneo, sus caras empiezan a revelar su verdadera edad a pesar del maquillaje. Cuando llegan donde está él se arrodillan. ¿Quién decís que soy?, pregunta, y quiere agregar: Yo sé cómo os llamáis. Os conocí en otro tiempo y en otro sitio, detrás de una cortina. Erais doce, igual que ahora. Ayesha, Hafsah, Ramlah, Sawdah, Zainab, Zainab, Maimunah, Safia, Juwairiyah, Umm Salamah la Makhzumita, Rehana la Judía, y la hermosa María la Copta. Ellas callan, arrodilladas. Sus deseos le son formulados sin palabras. ¿Qué es un arcángel más que un muñeco? Kathputli, marioneta. Los fieles nos doblegan a su antojo. Nosotros somos fuerzas de la naturaleza y ellos, nuestros amos. O nuestras amas. Le pesan las extremidades, tiene calor y en los oídos un zumbido como de abejas en las tardes de verano. No le costaría nada desmayarse.
No se desmaya.
Se queda quieto entre las niñas arrodilladas, esperando a los chulos.
Y, cuando por fin ellos vienen, él saca y se lleva a los labios su inquieta trompeta: Azraeel, el exterminador.
* * *
Cuando el chorro de fuego ha salido de la boca de su trompeta dorada y consumido a los hombres que se acercaban, envolviéndolos en un capullo de fuego, sin dejar ni los zapatos chisporroteando en la acera, Gibreel comprende.
Echa a andar, dejando atrás la gratitud de las prostitutas, en dirección al barrio de Brickhall, con Azraeel otra vez en su amplio bolsillo. Las cosas empiezan a verse claras.
Él es el arcángel Gibreel, el ángel de la Recitación, que posee el poder de la revelación. Él puede llegar al corazón de los hombres y las mujeres, extraer sus más íntimos deseos y hacerlos realidad. Él es el que otorga deseos, el que sofoca concupiscencias, el que realiza sueños. Él es el genio de la lámpara y su amo es el Roc.
¿Qué deseos, qué imperativos hay en el aire de la noche? Él los aspira. Y asiente, sí, sea. Que haya fuego. Ésta es una ciudad que se ha purificado en las llamas, que ha expiado sus culpas ardiendo hasta los cimientos.
Fuego, lluvia de fuego. «Éste es el juicio de Dios en su cólera -proclama Gibreel Farishta a la noche de tumultos-; que a los hombres se les concedan los deseos de su corazón y que sean consumidos por ellos.»
Casas altas y baratas le rodean. Negro come mierda del blanco, sugieren las paredes con escasa originalidad. Los edificios tienen nombre: «Isandhlwana», «Rorke's Drift». Pero se observa el efecto de una tendencia revisionista, porque dos de los cuatro rascacielos han sido rebautizados y ahora se llaman «Mandela» y «Toussaint l'Ouverture». Las casas están edificadas sobre pilares, y en los espacios muertos que deja el hormigón debajo y entre las casas el viento no para de aullar y los desperdicios se amontonan: cocinas abandonadas, neumáticos de bicicleta deshinchados, puertas astilladas, piernas de muñeca, restos de verduras extraídos de bolsas de plástico por gatos y perros hambrientos, paquetes de comidas preparadas, latas que ruedan, perspectivas de empleo rotas, esperanzas abandonadas, ilusiones perdidas, cóleras desahogadas, rencores acumulados, miedo vomitado y una bañera oxidada. Él permanece inmóvil mientras pequeños grupos de residentes pasan por su lado en distintas direcciones. Algunos (no todos) llevan armas. Palos, botellas, navajas. En todos los grupos hay jóvenes blancos además de negros. Él se lleva la trompeta a los labios y empieza a tocar. Pequeños capullos de fuego saltan sobre el asfalto, y prenden en los enseres y sueños desechados. Hay un montoncito putrefacto de envidia que arde en la oscuridad con llama verde. Los fuegos tienen los colores del arco iris y no todos necesitan combustible. Él sopla con su trompeta las florecitas de fuego que bailan en el asfalto, sin necesidad de materiales combustibles ni de raíces. ¡Ahí va una color de rosa! ¿Qué quedaría bien ahora? Ya sé, una rosa de plata. Y ahora los capullos se agrupan en macizos y estallan, y trepan como enredaderas por los costados de los rascacielos y se extienden hacia los edificios vecinos, formando setos de llamas multicolores. Es como contemplar un jardín luminoso que crece a una velocidad miles de veces superior, un jardín que florece y que se hace selva impenetrable, un jardín de espesas quimeras entrelazadas que, en su versión incandescente, rivalizan con el espino que, en otro cuento, hace mucho tiempo, envolvió el palacio de la Bella Durmiente.