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En la estación, Chamcha deseó suerte a Allie. «Tendremos que volver a Londres para un par de semanas -dijo ella por la ventanilla del coche-. Tengo reuniones. Usted y Gibreel podrían salir; su compañía le ha hecho bien.»

* * *

Que Allie Cone, el tercer punto de un triángulo de ficciones -porque ¿no se habían unido Gibreel y Allie en gran medida porque habían imaginado a una «Allie» y un «Gibreel» ideales de los que cada cual podía enamorarse; y no les imponía ahora Chamcha las ansias de su propio confuso y defraudado corazón?-, que Allie Cone, decía, hubiera de ser el inconsciente e inocente agente de la venganza de Chamcha se manifestó más claramente aún al que la tramaba, Saladin, cuando descubrió que Gibreel, con el que había salido a pasear una ecuatoriana tarde londinense, nada deseaba tanto como describir con embarazosos detalles el éxtasis carnal que le deparaba el lecho de Allie. ¿Qué clase de persona, se decía Saladin con desagrado, es la que disfruta exponiendo sus intimidades a los demás? Gibreel (con fruición) describía posturas, mordiscos amorosos y el vocabulario secreto del deseo mientras paseaban por Brickhall Fields entre colegialas y crios con patines y papás que lanzaban torpemente boomerangs y platillos volantes a niños desdeñosos, y sorteaban la carne horizontal de secretarias que se asaban lentamente; y Gibreel interrumpió sus transportes eróticos para comentar, agriamente, que «A veces, cuando miro a esta gente color de rosa, en vez de piel, compa, lo que veo es carne putrefacta; la huelo aquí -se golpeó las fosas nasales con énfasis, como si revelara un misterio-, en la nariz.» Y volvió a la entrepierna de Allie, a sus ojos empañados, al perfecto valle de la parte baja de su espalda, a sus grititos. Aquel hombre estaba en inminente peligro de estallar. La frenética energía, la exaltada minuciosidad de sus descripciones indujeron a Chamcha a pensar que había vuelto a reducir las dosis, que estaba encaramándose hacia la cresta de un delirio, aquella febril excitación que se parecía a una borrachera en una cosa (según Allie), en que Gibreel, cuando, inevitablemente, volvía a bajar a la tierra, no podía recordar nada de lo que había dicho o hecho. Las descripciones seguían y seguían: la extraordinaria longitud de sus pezones, su aversión a que se metieran con su ombligo, la sensibilidad de los dedos de los pies. Chamcha se dijo que, con locura o sin locura, lo que revelaba esta charla sobre el sexo (porque también recordaba lo que Allie le dijera en el Citroen) era la debilidad de aquella llamada «gran pasión» -término que ella había utilizado sólo medio en broma- porque, en definitiva, no tenía nada más de bueno; sencillamente, sus relaciones no tenían ningún otro aspecto que ponderar. No obstante, al mismo tiempo, empezaba a sentirse excitado. Se veía a sí mismo mirándola por la ventana, desnuda como una actriz en la pantalla, y unas manos de hombre la acariciaban de mil maneras llevándola hasta el éxtasis; llegó a pensar que él era aquellas manos, casi sentía su piel fresca, su estremecimiento, casi oía sus gritos. Se contuvo. Su deseo le asqueó. Ella era inalcanzable; esto era la perversión del mirón, y él no estaba dispuesto a sucumbir. Pero el deseo que habían despertado las revelaciones de Gibreel no se desvanecía.

En realidad, según se recordó Chamcha, la obsesión sexual de Gibreel tenía que facilitarle las cosas. «Desde luego, es una mujer muy atractiva», aventuró, y recibió con satisfacción una larga y furibunda mirada. Después de lo cual Gibreel, haciendo un ostensible esfuerzo por dominarse, rodeó a Saladin con un brazo y tronó: «Perdona, compa, pero por lo que se refiere a ella, soy muy susceptible. ¡Pero tú y yo! ¡Nosotros somos bhai-bhai! Dos buenos camaradas que han pasado las peores pruebas y salido de ellas con una sonrisa; ven, ya estoy cansado de este parque insulso. Vámonos a la ciudad.»

Está el momento de antes del mal; luego está el momento del, y está el momento de después, cuando ya se ha dado el paso y cada nuevo movimiento resulta progresivamente más fácil.

«Encantado -dijo Chamcha-. Me alegro de verte con tan buen aspecto.»

Por su lado pasó un niño de seis o siete años en una bicicleta BMX. Chamcha volvió la cabeza para seguirlo con la mirada y vio que el niño se alejaba suavemente por una avenida de árboles que formaban un túnel de hojas por entre las cuales se filtraba aquí y allí una gota de la candente luz del sol. La impresión de descubrir el escenario de su sueño desorientó momentáneamente a Chamcha y le dejó mal sabor de boca: el sabor agrio de lo que pudo haber sido y no fue. Gibreel paró un taxi e indicó Trafalgar Square.

Oh, sí, aquel día estaba eufórico, despotricando contra Londres y los ingleses con mucho de su antiguo brío. Allí donde Chamcha veía una grandeza atractivamente desvaída, Gibreel veía un naufragio, un Crusoe de ciudad, arrojado a la isla de su pasado, que, con la ayuda de su Viernes, es decir, las clases bajas, trataba de guardar las apariencias. Bajo la mirada de leones de piedra, Gibreel perseguía palomas gritando: «Compa, en nuestra tierra estas gorditas no durarían ni un día; vamos a llevarnos una para la cena.» El alma inglesa de Chamcha se encogía de vergüenza. Después, en Co vent Garden, describió a Gibreel el día en que el viejo mercado de frutas y verduras fue trasladado a Nine Elms. Las autoridades, para combatir las ratas, habían tapado las alcantarillas y matado a decenas de miles; pero unos cientos sobrevivieron. «Aquel día, las ratas hambrientas infestaban las aceras -recordó-. Iban por todo el Strand y el puente de Waterloo, entrando y saliendo de las tiendas, buscando comida desesperadamente. Gibreel resopló. «Ahora sí que veo que esto es un barco que se hunde -exclamó, y Chamcha se sintió furioso consigo mismo por haberle dado pie-. Hasta las jodidas ratas se van. -Y, después de una pausa-: Lo que necesitaban era un flautista, ¿no? Que las llevara a la perdición con música.»

Cuando no insultaba a los ingleses o describía el cuerpo de Allie desde la raíz del pelo hasta el suave triángulo de «el lugar del amor, el condenado yoni», parecía querer hacer listas: ¿cuáles eran sus diez libros favoritos, y sus diez películas, y actrices de cine, y platos. Chamcha daba respuestas cosmopolitas y convencionales. Su lista de películas incluía Potemkin, Kane, Otto e Mezzo, Los siete samurais, Alphaville, El ángel exterminador. «Bien te han lavado el cerebro -rió burlonamente Gibreel-. Todo, pedante bazofia occidental.» Sus diez favoritos de todo eran «de nuestra tierra» y agresivamente populares. Madre India, Mr. India, Shree Charsawbees: ni Ray, ni Mrinal Sen, ni Aravindan, ni Ghatak. «Tienes la cabeza tan llena de porquería, que has olvidado todo lo que merece la pena conocer.»

Su excitación creciente, su gárrula determinación de convertir el mundo en una serie de listas de éxitos, su brioso caminar -al final del paseo debían de haber recorrido, por lo menos, treinta kilómetros-, indicaban a Chamcha que ya no se necesitaría mucho para hacerle caer. Parece ser que yo también me he convertido en un hombre de confianza, Mimi. El arte del asesino consiste en atraerse a la víctima; así es más fácil acuchillarla. «Empiezo a tener hambre -anunció Gibreel imperiosamente-. Llévame a uno de tus diez restaurantes favoritos.»

En el taxi, Gibreel pinchaba a Chamcha, que no le había informado de su destino. «Algún rincón francés, ¿eh? O japonés, seguro, con peces crudos o pulpos. Ay, Dios, ¿por qué me fío de tus gustos?»

Llegaron al Shaandaar Café.

* * *

Jumpy no estaba.

Por lo visto, Mishal Sufyan no se había reconciliado con su madre; Mishal y Hanif estaban ausentes, y ni Anahita ni su madre dedicaron a Chamcha un saludo que pudiera considerarse cálido. Sólo Haji Sufyan se mostró afable: «Pase, pase, siéntese, tiene muy buen aspecto.» El café estaba extrañamente vacío, y ni la presencia de Gibreel causó gran revuelo. Chamcha tardó unos segundos en darse cuenta de lo que ocurría; lo advirtió al reparar en el cuarteto de jóvenes blancos que ocupaban una mesa del rincón y que buscaban camorra.

El camarero bengalí (al que Hind había tenido que contratar después de la marcha de su hija mayor) que se acercó a tomar nota -berenjenas, sikh kababs, arroz- lanzaba torvas miradas al problemático cuarteto que, al parecer, estaban muy bebidos. Amin, el camarero, estaba tan furioso con Sufyan como con los borrachos. «No debió dejarles entrar -murmuró dirigiéndose a Chamcha y Gibreel-. Ahora yo tengo que servirles. Claro, como que él no está en primera línea.»

Los borrachos fueron servidos al mismo tiempo que Chamcha y Gibreel. Cuando empezaron a quejarse de la comida, el ambiente se cargó más aún. Finalmente, se levantaron. «Nosotros no comemos esta mierda, guarras -gritó el cabecilla, un tipo escuchimizado de pelo pajizo y cara blanca, chupada y con granos-. Esto es mierda. Os jodéis, guarras.» Sus tres compañeros salieron del café riendo y soltando palabrotas. El jefe no se decidía a marchar. «¿Disfrutáis de la comida? -gritó a Chamcha y Gibreel-. Es una puta mierda. ¿Eso es lo que coméis en vuestra tierra? Guarras.» Gibreel tenía una expresión que decía, alto y claro: de manera que en esto se han convertido los ingleses, esa gran nación de conquistadores. No contestó. El enano cara de rata se acercó: «Os he hecho una pregunta. O sea: ¿disfrutáis de vuestra puta mierda de cena?» Y Saladin Chamcha, quizá porque le molestaba que Gibreel no hubiera tenido que verse cara a cara con el hombre al que por muy poco no había matado -y, además, por la espalda, a lo cobarde-, respondió, casi maquinalmente: «Disfrutaríamos de no ser por usted.» Cara de rata, tambaleándose, asimiló la información, y entonces hizo algo sorprendente. Aspiró profundamente e irguió su metro sesenta de estatura; después se inclinó y escupió, violenta y copiosamente, sobre la comida.

«Baba, si eso está entre tus diez mejores -dijo Gibreel en el taxi de regreso-, no me lleves a los sitios que te gustan menos.»

«Minnamin, Gut mag alkan, Pern dirstan -respondió Chamcha-. Quiere decir: "Mi vida, Dios te da el hambre y el diablo la sed", Nabokov.»

«Ya está otra vez -se lamentó Gibreel-. ¿Y qué condenada lengua es ésa?»

«Una lengua inventada por el autor. Eso se lo dice al pequeño Kinbote su niñera, que es de Zembla. En Fuego pálido.'»

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