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El persa seguía roncando, esparrancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza colgando de lado, como un muñeco; Baal, martirizado por la jaqueca, se dejó caer en el catre. Aquellos versos suyos, pensaba, ¿cómo eran? Qué clase de idea, maldita sea, ni se acordaba ya, parece hoy la Sumisión, sí, algo así, al cabo de tanto tiempo, no era de extrañar, una idea que escapa, así era el final, desde luego. Mahound, a toda nueva idea se le hacen dos preguntas. Guando es débil: ¿aceptará el compromiso? Esta respuesta ya la conoces. Y ahora, Mahound, a tu regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando ganas? Cuando tus enemigos están a tu merced y tu poder se ha hecho absoluto, ¿qué sucede? Todos hemos cambiado; todos, excepto Hind. Y, a juzgar por lo que dice este borracho, más parece una mujer de Yathrib que de Jahilia. No es de extrañar que lo vuestro no prosperara: ella no quiso ser ni tu madre ni tu hija. Mientras se deslizaba hacia el sueño, Baal repasaba su propia inutilidad, su arte fallido. Ahora que se había retirado de todos los escenarios públicos, sus versos estaban llenos de nostalgia: de la juventud, la belleza, el amor, la salud, la inocencia, la ilusión, la energía, la seguridad, la esperanza, de todo lo perdido. Pérdida de conocimientos. Pérdida de dinero. La pérdida de Hind. En sus odas, las figuras se alejaban de él, y cuanto más apasionadamente las llamaba, más apresuraban su huida. El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto, las dunas viajeras con penachos de arena blanca levantados por el viento. Montañas blandas, efímeras, con la impermanencia de las tiendas. ¿Cómo trazar el mapa de un país que cada día cambia de forma por obra del viento? Estas preguntas hacían que su lenguaje pecase de abstracto, sus imágenes, de fluidas, y su metro, de inconstante. Le hacían crear quimeras de la forma, absurdos con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente cuyas formas sentían el imperativo de cambiar apenas se fijaban, de manera que lo demótico irrumpía por la fuerza en líneas de pureza clásica, y las imágenes del amor eran degradadas constantemente por la intrusión de elementos de la farsa. Estas cosas no interesan a nadie, pensó por milésima y una vez, y, cuando llegaba la inconsciencia del sueño, concluyó, reconfortado: nadie se acuerda de mí. El olvido es seguridad. Entonces le dio un vuelco el corazón y se despabiló, asustado, frío. Mahound, quizás yo pueda escamotearte tu venganza. Pasó la noche despierto, escuchando los ronquidos atronadores y oceánicos de Salman.

Gibreel soñó con fuegos de campamento.

Una figura famosa e inesperada camina una noche entre las hogueras del campamento del ejército de Mahound. Quizás a causa de la oscuridad -o acaso por lo improbable de su presencia aquí-, parece que el Grande de Jahilia ha recuperado, en este momento final de su poder, una parte de su vigor de antaño. Ha venido solo; y es conducido por Khalid, el otrora aguador, y Bilal, que fuera esclavo, a la tienda de Mahound.

Después, Gibreel soñó la vuelta a casa del Grande.

La ciudad bulle de rumores y hay una multitud delante de la casa. Al cabo de un tiempo, se oye la voz de Hind que grita de furor. Después, la propia Hind sale a un alto balcón y exige a la multitud que despedace a su marido. El Grande aparece a su lado; y recibe de su amante esposa sonoras y humillantes bofetadas en sendas mejillas. Hind ha descubierto que, pese a sus esfuerzos, no ha podido impedir que el Grande rinda la ciudad a Mahound.

Además: Abu Simbel ha abrazado la fe.

Simbel, en su derrota, ha perdido buena parte de su fragilidad de los últimos tiempos. Deja que Hind le abofetee y después habla con calma a la multitud. Les dice: «Mahound ha prometido que a todos los que se encuentren bajo el techo del Grande les será perdonada la vida. Venid, pues, todos vosotros y traed a vuestras familias.»

Hind responde por la enfurecida multitud. «Viejo idiota. ¿Cuántos ciudadanos caben dentro de una sola casa, aunque sea ésta? Has hecho un trato para salvar tu cabeza. Que te abran en canal para que seas pasto de las hormigas.»

El Grande sigue mostrándose manso. «Mahound promete también que todos los que se queden en su casa, con la puerta cerrada, estarán a salvo. Si no queréis venir a mi casa, id a la vuestra; y esperad.»

Por tercera vez, su esposa trata de volver al pueblo contra él; esta escena del balcón es de odio en lugar de amor. No se puede pactar con Mahound, grita, no es de fiar, el pueblo debe repudiar a Abu Simbel y prepararse para la lucha, hasta el último hombre, hasta la última mujer. Ella está dispuesta a pelear a su lado y morir por la libertad de Jahilia. «¿Queréis rendiros a este falso profeta, este Dajjal? ¿Se puede esperar honor de un hombre que se dispone a atacar la ciudad que lo vio nacer? ¿Se puede pactar con el intransigente, se puede pedir piedad al implacable? Nosotros somos los fuertes de Jahilia, y nuestras diosas invictas en la lucha vencerán.» Ella les ordenó pelear en el nombre de Al-Lat. Pero la gente ya se marcha.

Marido y mujer están en su balcón, y el pueblo los ve claramente. Hacía mucho tiempo que la ciudad se miraba en esta pareja; y dado que, últimamente, los jahilianos preferían las imágenes de Hind a las del canoso Grande, ahora sufren un violento trauma. Un pueblo que se ha mantenido convencido de su grandeza y su invulnerabilidad, que ha optado por creer en tal mito, a despecho de la evidencia, es un pueblo que está sumido en el sueño, o en la locura. Ahora el Grande los ha despertado y están desorientados, frotándose los ojos, incrédulos al principio -si tan poderosos somos, ¿cómo hemos caído tan pronto y tan estrepitosamente?-, y entonces llega la comprensión, y ven que su confianza estaba edificada sobre las nubes, sobre la pasión de las proclamas de Hind y poco más. Ahora la abandonan y, con ella, abandonan también la esperanza. Presa de la desesperación, los habitantes de Jahilia se van a sus casas, a cerrar las puertas.

Ella grita, suplica, se suelta el cabello. «¡Venid a la Casa de la Piedra Negra! ¡Venid a hacer sacrificios a Lat!» Pero ya se han ido, y Hind y el Grande se quedan solos en su balcón, mientras en toda Jahilia se hace un gran silencio, empieza una gran calma, y Hind se apoya en la pared de su palacio y cierra los ojos.

Es el fin. El Grande murmura suavemente: «No somos muchos los que tenemos tantos motivos para temer a Mahound como tú. Si tú te comes crudas, sin aderezarlas siquiera con sal ni ajo, las vísceras del tío favorito de un hombre, no te sorprendas si él, a su vez, te trata como a una res.» Y la deja sola y baja a las calles, de las que hasta los perros han desaparecido, para ir a abrir las puertas de la ciudad.

Gibreel soñó con un templo:

Junto a las puertas abiertas de Jahilia estaba el templo de Uzza. Y Mahound dijo a Khalid, que antes fuera aguador y que ahora llevaba mayores pesos: «Ve a limpiar el lugar.» Y Khalid tomó a sus hombres y se lanzó sobre el templo, porque Mahound no deseaba entrar en la ciudad mientras en sus puertas existieran tales abominaciones.

Cuando el guardián del templo, que era de la tribu de los sharks, vio acercarse a Khalid a la cabeza de una tropa de guerreros, tomó la espada y fue a la diosa. Después de rezar sus últimas oraciones, colgó su espada del cuello de la imagen diciendo: «Si de verdad eres diosa, Uzza, defiéndete a ti y a tu siervo del ataque de Mahound.» Entonces Khalid entró en el templo y, al ver que la diosa no se movía, el guardián dijo: «Ahora veo que el Dios de Mahound es el verdadero Dios, y esta piedra, sólo piedra.» Y Khalid destruyó el templo y el ídolo, y volvió a la tienda de Mahound. Y el Profeta preguntó: «¿Qué has visto?» Khalid extendió los brazos. «Nada», dijo. «Entonces no la has destruido -exclamó el Profeta-. Vuelve y termina el trabajo.» Y Khalid volvió al templo destruido, y allí una mujer enorme, toda negra salvo su larga lengua escarlata, corrió hacia él, desnuda de la cabeza a los pies, con una cabellera negra que le rozaba los tobillos. Al acercarse a él, se detuvo y recitó con su voz terrible de azufre y fuego infernal: «¿Has oído hablar de Lat, y de Manat, y de Uzza, la Tercera, la Otra? Ellas son las Aves Ensalzadas…» Pero Khalid la interrumpió diciendo: «Uzza, ésos son los versos del diablo, y tú eres la hija del diablo, una criatura a la que no se debe adorar, sino denostar.» Y desenvainó la espada y de un tajo la mató.

Y volvió a la tienda de Mahound y le dijo lo que había visto. Y el Profeta dijo: «Ahora podemos entrar en Jahilia», y se levantaron, y entraron en la ciudad, y tomaron posesión de ella en el Nombre del Altísimo, Destructor de Hombres.

* * *

¿Cuántos ídolos, en la Casa de la Piedra Negra? No lo olviden: trescientos sesenta. Dios-sol, águila, arco iris. El coloso de Hubal. Trescientos sesenta que esperan a Mahound y saben que no se salvarán. Y no se salvan. Pero no perdamos el tiempo aquí. Las imágenes caen; la piedra se rompe; lo que se ha de hacer, se hace. Mahound, después de limpiar la Casa, planta la tienda en los antiguos campos de la feria. La gente se agolpa alrededor de la tienda, abrazando la fe victoriosa. La Sumisión de Jahilia: también esto es inevitable y huelga detenerse en ello.

Mientras los jahilianos se inclinan ante él, murmurando las frases salvavidas, no hay más Dios que Al-Lah, Mahound susurra unas palabras a Khalid. Cierta persona no ha venido a arrodillarse ante él; cierta persona esperada desde hace tiempo. «Salman -dijo el Profeta-, ¿ha sido hallado?»

«Todavía no. Se esconde, pero ya no puede tardar.» Hay un incidente. Una mujer cubierta con el velo se arrodilla delante de él y le besa los pies. «Déjalo -le exhorta él-. Sólo a Dios hay que adorar.» ¡Pero qué besapiés! Dedo a dedo, falange a falange, la mujer lame, besa, chupa. Y Mahound, exasperado, repite: «Basta. Es indecente.» Pero ahora la mujer ha empezado con la planta de los pies, sosteniendo el talón con las dos manos… Él, violento, le da un puntapié que la alcanza en la garganta. Ella cae, tose y luego se postra ante él y dice con firmeza: «No hay más Dios que Al-Lah y Mahound es su Profeta.» Mahound se calma, pide disculpas y extiende la mano. «No se te hará ningún daño -le dice-. Todo el que se Somete se salva.» Pero hay en él una extraña confusión y ahora comprende por qué, advierte la cólera, la amarga ironía de aquella adoración de sus pies, avasalladora, excesiva y sensual. La mujer se arranca el velo: Hind.

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