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Se imponía replicar a varios extremos. «Tú estabas casada, de principio a fin -respondió-. Los cojinetes. Yo era tu plato de segunda mesa. Por lo que a Él atañe, yo, que durante tanto tiempo esperé que se manifestara, no voy a murmurar de Él post facto, después de la aparición personal. Finalmente, ¿a qué viene lo del niño? Por lo visto, tú no te detienes ante nada.»

«Y tú no sabes lo que es el infierno -replicó ella secamente, dejando caer la máscara de la imperturbabilidad-. Pero, descuida, campeón, lo sabrás. A una palabra tuya, yo habría dejado al pesado de los cojinetes al instante, pero tú, ni mu. Pues allá abajo nos veremos, Hotel Neechayvala.»

«¡Y qué ibas a dejar a tus hijos! -insistió él-. Los pobres, si hasta los tiraste desde la azotea antes de saltar.» Esto la hizo estallar. “¡Cállate! ¡No te atrevas a hablar! ¡Ya te arreglaré, míster! ¡Te freiré el corazón y me lo comeré con tostadas! Y, en cuanto a tu princesa Blancanieves, ella opina que los hijos son propiedad materna exclusivamente, porque los hombres vienen y se van, mientras que una se queda. Tú no eres más que la semilla, con perdón, y ella, el huerto. ¿Quién pide permiso a la semilla para plantarla? ¡Qué sabes tú, memo de Bombay, de las ideas modernas de las mamás!»

«¡Mira quién habló! -repuso él, indignado-. ¿Es que pediste permiso al papaíto para tirar a los niños desde la azotea?»

Ella desapareció, furiosa, entre humo amarillo, con una explosión que le hizo tambalearse y le tiró el sombrero (quedó con la copa hacia abajo, en la acera, a sus pies), al tiempo que producía un efecto olfativo de tan nauseabunda potencia que le provocó náuseas y arcadas. Gratuitas, ya que estaba totalmente vacío de comida y bebida por no haber tomado alimento alguno en muchos días. Ah, la inmortalidad, pensó, noble liberación de la tiranía del cuerpo. Advirtió que dos individuos lo contemplaban con curiosidad: un joven de aspecto agresivo, todo tachas y cuero, pelo arco iris a lo mohicano y zigzag de relámpago pintado en la nariz, y una señora de mediana edad y cara afable, con un pañuelo en la cabeza. Pues muy bien: aprovecharía la oportunidad. «Arrepentios -exclamó con vehemencia-. Yo soy el Arcángel del Señor.»

«Pobre tío», dijo el mohicano, que echó una moneda en el sombrero de Farishta y se fue. La señora afable, por el contrario, se inclinó confidencialmente hacia Gibreel y le entregó un folleto. «Esto le interesará.» Él vio que se trataba de propaganda racista que exigía la «repatriación» de toda la población negra del país. Gibreel dedujo que lo había tomado por un ángel blanco. O sea, que ni los ángeles se libraban de estas distinciones, advirtió con sorpresa. «Mírelo de esta manera -decía la señora, interpretando su silencio como duda y revelando, por su manera de hablar, en voz alta y recalcando las sílabas, que se daba cuenta de que él no era del todo pukka, un ángel bizantino, tal vez chipriota o griego, con el que debía usar su mejor "voz para el afligido"-. Imagine que toda esa gente fuera y llenara su país de usted, cualquiera que sea. ¿Qué? ¿Le gustaría eso? »

* * *

Golpeado en la nariz, mortificado por fantasmas, recibiendo limosnas en lugar de reverencia y advirtiendo por diversas manifestaciones lo bajo que habían caído los habitantes de la ciudad y la inexorabilidad del mal que se apoderaba de ella, Gibreel se sintió más firmemente decidido que nunca a empezar a esparcir el bien, a iniciar la gran tarea de hacer retroceder las fronteras de los dominios del adversario. El atlas que llevaba en el bolsillo le serviría para trazar el plan de campaña. Redimiría la ciudad cuadrícula a cuadrícula, empezando por Hockley Farm, en el ángulo noroeste del plano, y terminando por Chance Wood, en el sudeste; después de lo cual, quizá, celebraría el final de sus trabajos con un partido de golf en el campo situado en el mismo borde del mapa y llamado, con toda propiedad, Wildernesse, la selva.

Y, en algún lugar del camino, le esperaría el adversario. Shaitan, Iblis o cualquiera que fuera el nombre que había adoptado -y, ciertamente, el nombre lo tenía Gibreel en la punta de la lengua-, y su efigie malévola y cornuda, todavía desdibujada, pronto se perfilaría y el nombre volvería a su memoria, Gibreel estaba seguro, porque ¿acaso no crecían sus poderes de día en día, no era él aquel que, recuperada su gloria, arrojaría al adversario nuevamente a las Negras Profundidades? Ese nombre… ¿cómo era? Tch-nosecuántos. Tchu Tche Tchin Tchow. Tranquilo. Cada cosa en su momento.

* * *

Pero la ciudad, en su corrupción, se negaba a someterse al dominio de los cartógrafos, cambiando de forma a su antojo y sin avisar, e impidiendo a Gibreel realizar su operación de la forma sistemática que él habría preferido. Algunos días, al doblar una esquina al extremo de una grandiosa columnata construida de carne humana y cubierta de una piel que sangraba si la arañabas, se encontraba en una zona desértica e inexplorada, en cuyo lejano confín divisaba altas edificaciones familiares, la cúpula de Wren y la esbelta bujía metálica de la torre Telecom, que se desmoronaban al viento como castillos de arena. Cruzaba a trompicones parques extraños y anónimos y salía a las concurridas calles del West End, en las que, para consternación de los automovilistas, del cielo había empezado a gotear ácido que había abiertos grandes agujeros en la calzada. En aquel pandemónium de espejismos oía risas con frecuencia; la ciudad se burlaba de su inoperancia, esperaba su rendición, su reconocimiento de que lo que allí existía no podía comprenderlo él y, mucho menos, cambiarlo. Gritaba maldiciones a su adversario todavía sin cara, suplicaba a la Deidad otra señal, temía que sus energías no bastaran para la tarea. En suma, iba camino de convertirse en el más triste y aperreado de los arcángeles, con las ropas sucias, el pelo lacio y grasiento y una barba hirsuta y llena de remolinos. Con este lamentable aspecto llegó a la estación del metro de Ángel.

Debía ser primera hora de la mañana, porque en aquel momento el personal de la estación abría las verjas de la noche. Entró tras ellos, arrastrando los pies, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos (la guía había sido descartada hacía tiempo), y cuando por fin levantó la mirada vio ante sí una cara que estaba a punto de llorar.

«Buenos días», dijo él, y la taquillera respondió amargamente: «Lo que tienen de bueno quisiera yo saber», y entonces llegaron las lágrimas, gordas, globulares y abundantes.

«Vamos, vamos, hija», dijo él, y la muchacha le miró con incredulidad. «Usted no es cura», opinó. Él respondió, vacilando un poco: «Yo soy el arcángel Gibreel.» Ella se echó a reír con la misma brusquedad con que empezara a llorar. «Los únicos ángeles que tenemos aquí son los que ponen en las farolas en Navidad. Iluminaciones navideñas. Los del consejo municipal los cuelgan del cuello.» Él no se amilanó. «Yo soy Gibreel -repitió, mirándola sin pestañear-. Habla.» Y, con asombro de sí misma, que sería expresado con todo énfasis, yo es que no puedo creer que yo hiciera eso, contarle mi vida a un vagabundo, no es propio de mí, sabe usted, la taquillera empezó a hablar.

Se llamaba Orphia Phillips, veinte años, padres vivos y a su cargo, y más ahora que la idiota de Hyacinth, su hermana, había perdido su empleo de fisioterapeuta por «andarse con tonterías». Él -porque, desde luego, había un él- se llamaba Uriah Moseley. Últimamente se habían instalado en la estación dos relucientes ascensores, y Orphia y Uriah eran los encargados de su manejo. En horas punta, cuando funcionaban los dos ascensores, había poco tiempo para conversación; pero durante el resto del día sólo se usaba uno. Orphia se situaba en el punto de recogida de billetes, mismamente enfrente, y Uri pasaba muchos ratos abajo con ella, apoyado en la puerta de su reluciente ascensor y hurgándose en la boca con un mondadientes de plata que su bisabuelo había liberado de algún antiguo plantador. Aquello era el verdadero amor. «Pero yo me dejo llevar del sentimiento -sollozó Orphia-. Demasiado impulsiva, poco seso.» Una tarde, durante una calma, ella abandonó su puesto y se puso delante de él, que estaba apoyado en el ascensor hurgándose los dientes y, al ver cómo le miraba, guardó el mondadientes. Después de aquello, él iba a trabajar con un paso más vivo y elástico; también ella estaba en la gloria mientras descendía a las entrañas de la tierra día tras día. Sus besos eran cada vez más largos y apasionados. A veces ella no se soltaba ni cuando sonaba el zumbador de llamada, y Uriah tenía que desasirse al grito de: «Calma, niña, el público.» Uriah tenía verdadera vocación para su trabajo. Solía hablarle de lo orgulloso que estaba de su uniforme, de la satisfacción que le producía estar en un servicio público, dedicar su vida a la sociedad. A ella esto le parecía un poco pedante y de buena gana le hubiera dicho: «¡Chico, Uri, que no eres más que un ascensorista!», pero, intuyendo que este realismo no sería bien recibido, ella se mordía su descarada lengua, mejor dicho, se la guardaba.

Sus abrazos en el túnel se convirtieron en guerras. Él trataba de zafarse, estirándose la chaqueta, pero ella le mordía la oreja y le metía la mano por el pantalón. «Estás loca», decía él, pero ella seguía y preguntaba: «¿Sí? ¿Te molesta?»

Fueron sorprendidos, como era de esperar: una señora de cara afable con pañuelo a la cabeza y chaqueta de cheviot presentó una queja. Tuvieron suerte de no perder el empleo. Orphia fue «apeada» de los ascensores y encerrada en la taquilla. Y, lo que era peor, su lugar fue ocupado por Rochelle Watkins, la beldad de la estación. «Yo sé muy bien lo que ocurre -exclamó, furiosa-. Yo veo la cara de Rochelle cuando pasa por aquí, arreglándose el pelo y demás.» Ahora Uriah rehuía la mirada de Orphia.

«No sé qué ha hecho usted para que le cuente mis cosas -terminó, desconcertada-. Usted no es un ángel. Eso, seguro.» Pero, por más que se esforzaba, no conseguía sustraerse al influjo de su hipnótica mirada. «Yo sé lo que hay en tu corazón», dijo él.

Por la taquilla le tomó una mano que se le abandonó. Sí, eso era, la fuerza del deseo que había en ella llegaba hasta él, permitiéndole comunicársela nuevamente a la muchacha, estimulándola a la acción, permitiéndole decir y hacer lo que más necesitaba; esto era lo que él recordaba, esta facultad para unirse a la persona a la que se aparecía, de manera que lo que sucedía a continuación era producto de esta comunión. Al fin, pensó, vuelven las funciones arcangélicas. Dentro de la taquilla, la empleada del metro Orphia Phillips había cerrado los ojos, tenía el cuerpo relajado en la silla, pesado y aletargado, y sus labios se movían. Y los de él también, al unísono. Así. Ya estaba.

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