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Nadie discutió, ni siquiera Hind; hay verdades de las que es imposible disentir. «Ideológicamente -dijo Jumpy-, yo me niego a aceptar la posición de víctima. Desde luego, él ha sido victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte, responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes.» Y a continuación, una vez hubo impuesto en los circunstantes una abochornada sumisión con su rapapolvo, pidió a Sufyan la pequeña buhardilla que momentáneamente estaba desocupada, y Sufyan, a su vez, contrito y solidario, fue incapaz de pedir ni un céntimo por el alquiler. Hind, ciertamente, murmuró: «Ahora sé que el mundo está loco, ahora tengo al diablo de huésped en mi casa», pero lo dijo entre dientes, y nadie excepto Mishal, su hija mayor, oyó lo que decía.

Sufyan, imitando la actitud de su hija menor, se acercó hasta donde Chamcha, acurrucado dentro de su manta, consumía enormes cantidades de incomparable yakhni de pollo que preparaba Hind, se agachó y pasó un brazo alrededor del desventurado, que seguía tiritando. «No encontrarás mejor sitio que éste -dijo como si hablara a un débil mental o a un niño pequeño-. ¿Dónde más que aquí podrías curar tu desfiguramiento y recuperar la salud? ¿Dónde más que aquí, entre nosotros, tu gente, los tuyos?»

Pero cuando Saladin Chamcha se quedó solo en la buhardilla, al límite de sus fuerzas, contestó la retórica pregunta de Sufyan: «Yo no soy de los vuestros -dijo categóricamente a la noche-. Vosotros no sois mi gente. He pasado media vida tratando de huir de vosotros.»

* * *

Empezó a desmandársele el corazón, a cocear y brincar como si también él fuera a experimentar una metamorfosis diabólica y sustituir su antiguo latido metronómico por complejas e impredecibles improvisaciones. Despierto en una cama estrecha, enganchándose los cuernos en las sábanas y las almohadas cada vez que daba la vuelta, Chamcha sufría aquella excentricidad coronaria con fatalista resignación: ¿y por qué no esto, después de todo lo demás? Badumbum, hacía el corazón, y el pecho le temblaba. Ten cuidado o te vas a enterar de lo que soy capaz. Dumbumbadum. Sí; esto era el infierno, ni más ni menos. La ciudad de Londres transformada en Jahannum, Gehenna, Muspellheim.

¿Sufren los demonios en el infierno? ¿No son ellos los que manejan la horquilla?

Por la ventana salediza goteaba el agua con regularidad. Fuera, en la ciudad traidora, empezaba el deshielo, dando a las calles la engañosa consistencia del cartón mojado. Lentas masas de blancura se deslizaban por tejados inclinados de pizarra gris. Los neumáticos de las camionetas de reparto ondulaban la nieve a medio derretir. Con las primeras luces empezó el coro del amanecer, tableteo de perforadoras de las obras públicas, trinos de alarma antirrobo, trompeteo de criaturas con ruedas que chocaban en las esquinas, el profundo zumbido de un gran come-basuras verde aceituna, chillonas voces de radio que sonaban en el andamio de un pintor colgado de un último piso, rugido de los primeros mastodontes que se precipitaban escalofriantemente por aquella calle larga pero estrecha. Del subsuelo llegaban los temblores que señalaban el paso de enormes gusanos subterráneos que devoraban y escupían seres humanos, y de los cielos, el jadeo de helicópteros y el alarido de relucientes aves de más alto vuelo.

Salió el sol, desenvolviendo la brumosa ciudad como un regalo. Saladin Chamcha dormía.

Pero el sueño no le deparaba descanso, sino que le había hecho volver a aquella otra calle nocturna por la que había huido hacia su destino en compañía de Hyacinth Phillips, la fisioterapeuta, clip-clop, sobre cascos inseguros; y le había recordado que, a medida que el cautiverio se alejaba y la ciudad se aproximaba, la cara y el cuerpo de Hyacinth se habían transformado. Él vio abrirse y ensancharse un hueco en el centro de sus incisivos superiores y encresparse y trenzarse sus cabellos a lo medusa, y advirtió la extraña triangularidad de su perfil, que descendía en línea continua desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz, describía un ángulo y retrocedía hasta el cuello. A la luz amarilla, vio que la piel de Hyacinth se oscurecía por momentos y sus dientes se proyectaban hacia fuera, y su cuerpo se alargaba como el de una figura de alambre dibujada por un niño. Al mismo tiempo, ella le lanzaba miradas provocativas y le asía las manos con unos dedos tan duros y tan fuertes que era como si un esqueleto le hubiera agarrado para arrastrarlo hacia una tumba; le parecía oler la tierra removida, el tufo dulzón en el aliento, en los labios de ella… y sintió repugnancia. ¿Cómo había podido encontrarla atractiva, haberla deseado, incluso haber fantaseado, mientras ella, a horcajadas, le extraía fluido de los pulmones, que eran una pareja de amantes en las violentas convulsiones del acto sexual…? La ciudad se cerraba en torno a ellos como un bosque; los edificios se entrelazaban y encrespaban como el pelo de Hyacinth. «Aquí no entra la luz -le susurró ella-. Está negro, muy negro.» Hizo como si fuera a echarse en el suelo y tiraba de él hacia ella, hacia la tierra, pero él gritó: «Pronto, a la iglesia», y se precipitó en un modesto edificio en forma de cajón, buscando más de una clase de santuario. Pero, dentro, los bancos estaban llenos de Hyacinths, jóvenes y viejas, Hyacinths que llevaban deformados trajes de chaqueta azules, perlas falsas y sombreritos de botones con velo, Hyacinths con virginales camisones blancos, Hyacinths de todas las formas imaginables que cantaban a voz en cuello: Socórreme, Jesús; hasta que vieron a Chamcha, porque entonces abandonaron sus cánticos espirituales y empezaron a bramar de la más terrenal de las maneras: Satanás, el Carnero, el Carnero, y cosas por el estilo. Ahora era evidente que la Hyacinth con la que había entrado le miraba con ojos nuevos, de la misma forma en que él la mirara a ella en la calle; que también ella había empezado a ver algo repugnante; y cuando él vio la repugnancia en aquella asquerosa cara puntiaguda y oscura, estalló: «Hubshess -las insultó, a saber por qué, en su descartada lengua materna. Liosas y salvajes, las llamó-. Me dais lástima -espetó-. Cada mañana, al miraros al espejo, tenéis que veros delante de la oscuridad, de la mancha, el reflejo de lo más vil.» Entonces ellas le rodearon, una congregación de Hyacinths, entre las que ahora se había perdido su propia Hyacinth, indistinguible, que ya no era una persona, sino una-de-tantas, y él recibía sus golpes emitiendo un lastimero balido, corriendo en círculo, buscando la salida; hasta que se dio cuenta de que el temor de sus atacantes era mayor que su cólera, y entonces él se irguió en toda su estatura, abrió los brazos y les gritó sonidos diabólicos y ellas se dispersaron buscando refugio y agazapándose detrás de los bancos mientras él salía del campo de batalla ensangrentado pero con la frente alta.

Los sueños presentan las cosas a su manera; pero Chamcha, al despertarse brevemente cuando su corazón se lanzó a un nuevo arrebato sincopado, comprendió con amargura que la pesadilla no estaba muy lejos de la realidad: por lo menos, el sentido era exacto. «Adiós, Hyacinth», pensó, quedándose dormido otra vez. Para encontrarse en el vestíbulo de su propia casa mientras, en un plano más alto, Jumpy Joshi discutía acaloradamente con Pamela. Con mi esposa.

Y cuando la Pamela del sueño, imitando a la real palabra por palabra, hubo renegado de su marido ciento y una veces, él no existe, esto no puede ser, fue él, Jamshed, el virtuoso, quien, dejando a un lado el amor y el deseo, le ayudó. Atrás quedó una Pamela que sollozaba. «No se te ocurra volver con eso», le gritó desde el último piso, el estudio de Saladin. Jumpy, después de envolver a Chamcha en piel de cordero y manta, lo llevó por calles oscuras hacia el Shaandaar Café, prometiéndole con injustificado optimismo: «Ya verás cómo todo se arregla, ya lo verás. Todo se arreglará.»

Cuando Saladin Chamcha despertó, el recuerdo de estas palabras le llenó de amarga irritación. ¿Dónde estará Farishta?, se preguntó. Ese canalla: apuesto a que a él todo le va bien. Pensamiento al que volvería más adelante, con resultados extraordinarios; pero, por el momento, tenía otras cosas en que pensar.

Yo soy la encarnación del mal, pensaba. Tenía que afrontarlo. Comoquiera que hubiera sucedido, era innegable. Ya no soy yo, o no soy sólo yo. Yo soy la encarnación del mal, de lo más odioso, del pecado.

¿Por qué? ¿Por qué yo?

¿Qué mal había hecho él? ¿En qué abominación podía incurrir?

¿Por qué se le castigaba?, no podía menos que pensar. Y, puestos en ello, ¿quién le castigaba? (Yo mantuve la boca cerrada.)

¿Acaso él no había perseguido su propia idea del bien, tratando de convertirse en aquello que más admiraba, dedicándose con una voluntad rayana en la obsesión a la conquista de lo Inglés? ¿No había trabajado con ahínco, evitando problemas, tratando de convertirse en un hombre nuevo? La perseverancia, la meticulosidad, la moderación, la sobriedad, la confianza en sí mismo, la probidad, la vida familiar: ¿qué suponía todo ello sino un código moral? ¿Era culpa suya que Pamela y él no hubieran tenido hijos? ¿Era responsabilidad suya la genética? ¿Podía ser, en esta época desquiciada y contradictoria, que él estuviera siendo víctima de… los hados -así dio en llamar al agente que le perseguía- precisamente por su empeño en perseguir «el bien»?, ¿que hoy en día este afán se considerase un error, peor, una aberración? Entonces, ¡cuán crueles esos hados para promover su rechazo por el mismo mundo que con tanto fervor había tratado de conquistar!; ¡qué desolador verse arrojado por las puertas de la ciudad que uno creía haber tomado hace tiempo!; ¡qué vil ruindad era arrojarlo otra vez al seno de los suyos, de los que tan lejos se sintiera durante tanto tiempo! Entonces brotaron en su pensamiento recuerdos de Zeeny Vakil que él, avergonzado y nervioso, rechazó.

El corazón le coceaba violentamente, y él se sentó e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando aire. Cálmate, o estás acabado. No hay lugar para cavilaciones mortificantes; ya no. Aspiró profundamente; se tendió y vació su mente. El traidor de su pecho reanudó el servicio normal.

Basta, Saladin Chamcha, se dijo con firmeza. Basta de creerte el mal. Las apariencias engañan; no hay que juzgar el libro por las tapas. ¿Demonio, Carnero, Shaitan? Yo, no.

Yo, no: otro.

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