«¿Y qué esperas? -gritó ella en tono triunfal-. Eres un pasmado. Especie de… de Hamlet.»
El ataque de su suegra provocó en Mirza Saeed uno de aquellos accesos de remordimiento que le mortificaban desde que había convencido a Mishal para que tomara el velo. Para consolarse, se puso a leer Ghare-Baire, la novela de Tagore en la que un zamindar insta a su esposa a salir de purdah y entonces ella entabla relaciones con un agitador político involucrado en la campaña «swadeshi» y el zamindar acaba muerto. La novela le animó momentáneamente, pero en seguida volvieron las dudas. ¿Fue sincero al dar aquellos motivos a su esposa o pretendía, simplemente, despejar el terreno para perseguir a la madonna de las mariposas, la epiléptica Ayesha? «Vaya terreno», pensó recordando a Mrs. Qureishi y sus ojos de halcón acusador, y «vaya despeje». La presencia de su suegra, argüía, era otra prueba de su buena fe. ¿Acaso no animó a Mishal a llamarla, a pesar de que le constaba que la gorda no le tragaba y le atribuiría todas las canalladas del mundo? «¿Habría yo insistido en que viniera, de haber tenido intenciones non sanctas?», se preguntaba. Pero las impertinentes voces internas insistían: «Toda esta sexualidad de ahora, este nuevo interés por tu señora esposa, no es más que simple transferencia del deseo. Lo que te gustaría es que esa lagarta campesina viniera a lagartear contigo.»
La sensación de culpabilidad tenía el efecto de hacer que el zamindar se sintiera completamente despreciable. En su aflicción, los insultos de su suegra se le aparecían como la pura verdad. «Blanducho», le había llamado, y, sentado en el estudio, rodeado de anaqueles en los que las polillas mordisqueaban felices textos sánscritos de valor incalculable, textos que ni en los archivos nacionales se encontraban y, también, las menos edificantes obras completas de Percy Westerman, G. A. Henty y Dornford Yates, Mirza Saeed reconoció, sí, desde luego, blando lo soy. La casa tenía siete generaciones, y durante siete generaciones se había desarrollado el proceso de ablandamiento. Paseaba por el corredor en el que sus antepasados estaban colgados en deslucidos marcos dorados y se miraba al espejo colocado en el último espacio, como recordatorio de que un día también él tendría que subir a aquella pared. Era un hombre sin ángulos ni cantos vivos; hasta en los codos tenía almohadillas de carne. En el espejo veía el fino bigote, la mandíbula débil, los labios manchados de paan. Las mejillas, la nariz, la frente: todo blando, blando, blando. «¿Quién iba a ver algo en un tipo como yo?», gritó al fin, y cuando advirtió que, en su agitación, había hablado en voz alta, comprendió que debía de estar enamorado, que estaba completamente trastornado de amor y que el objeto de su afecto ya no era su amante esposa.
«Soy un canalla, un farsante, un hipócrita -suspiró-. ¡Cómo he cambiado y en cuán poco tiempo! Merezco ser suprimido sin contemplaciones.» Pero él no era de los que se ensartan en su propia espada. No; él siguió paseando por los corredores de Peristan, y muy pronto la casa ejerció su encanto mágico y le devolvió una relativa calma.
La casa: a pesar de su poético nombre, era un edificio sólido y prosaico al que sólo hacía exótico la circunstancia de estar fuera de lugar. Fue construida hacía siete generaciones por un cierto Perowne, un arquitecto inglés que gozaba de gran predicamento entre las autoridades coloniales y que únicamente cultivaba el estilo de la casa de campo inglesa neoclásica. En aquellos tiempos, los grandes zamindars se volvían locos por la arquitectura europea. El antepasado de Saeed contrató al individuo a los cinco minutos de haberle sido presentado en la recepción del virrey, para demostrar públicamente que no todos los musulmanes de la India habían apoyado la acción de los soldados de Meerut ni simpatizaban con los posteriores levantamientos, ni mucho menos; y luego le dio carta blanca; y aquí estaba Peristan ahora, rodeada de unos campos de patatas casi tropicales, al lado del gran baniano, cubierta de buganvillas, con serpientes en las cocinas y esqueletos de mariposa en los armarios. Había quien decía que el nombre de la casa no aludía a lugares fantásticos, sino que, sencillamente se derivaba del apellido del inglés: que era una simple contracción de Perownistan.
Al cabo de siete generaciones, por fin, la casa empezaba a encajar en aquel paisaje de carretas de bueyes, palmeras y cielos nítidos, altos y estrellados. Incluso la ventana de vidrios de colores que daba luz a la escalera del rey Carlos Sin Cabeza de un modo indefinible, se había naturalizado. Eran muy pocas las casas de los viejos zamindars que habían sobrevivido a las depredaciones igualitarias del presente, por lo que Peristan estaba impregnada de un aire rancio de museo, a pesar de que -o quizá precisamente porque- Mirza Saeed se enorgullecía de la vieja mansión y gastaba generosamente en su conservación. Él dormía, bajo un alto dosel de cobre labrado, en una cama en forma de barco que había sido ocupada por tres virreyes. En el gran salón gustaba de sentarse, con Mishal y Mrs. Qureishi, en el original asiento de tres plazas para enamorados. A un extremo de esta habitación estaba enrollada, descansando sobre unos tacos de madera, una colosal alfombra de Shiraz, esperando la esplendorosa recepción que mereciera su colocación, y que nunca llegaba. En el comedor había robustas columnas clásicas con artísticos capiteles corintios, en la gran escalinata lucían su plumaje los pavos reales, de verdad y de piedra, y en el vestíbulo tintineaban los candelabros venecianos. Todos los punkahs originales funcionaban, y sus cuerdas, conducidas por poleas a través de orificios hechos en las paredes y en los suelos, recorrían toda la casa hasta un cuartito sin ventilación en el que el punkahwallah tiraba de todas a la vez, atrapado en la paradoja de tener que respirar un aire fétido en un cuartito sin ventanas mientras se dedicaba a enviar brisas refrescantes a todas las partes de la casa. También los criados se remontaban siete generaciones, por lo que habían perdido el arte de quejarse. Regían las viejas costumbres: hasta el pastelero de Titlipur tenía que pedir permiso al zamindar antes de poner a la venta cada dulce que inventaba. La vida era tan placentera en Peristan como dura bajo el árbol; pero, incluso en vidas tan regaladas, pueden caer duros golpes.
* * *
El descubrimiento de que su esposa pasaba la mayor parte del tiempo encerrada con Ayesha llenó al Mirza de una irritación insoportable, un eccema del espíritu que le ponía frenético porque no podía rascarlo. Mishal esperaba que el arcángel, el esposo de Ayesha, le concediera un hijo, pero, puesto que a su marido no podía decirle esto, frunció el ceño y se encogió de hombros con irritación cuando él le preguntó por qué perdía tanto tiempo con la muchacha más loca del pueblo. La reticencia de Mishal acrecentó la comezón de Mirza Saeed y le puso celoso también, aunque no sabía si estaba celoso de Ayesha o de Mishal. Reparó en que la dueña de las mariposas tenía unos ojos del mismo gris lustroso que su esposa, y, sin saber por qué, esto le enfureció también, como si fuera la prueba de que las mujeres se habían confabulado contra él contando sabe Dios qué secretos; ¡quizá cuchicheaban y chismorreaban de él! Al parecer, en el asunto del retiro en la zenana le había salido el tiro por la culata; hasta la mantecosa Mrs. Qureishi parecía cautivada por Ayesha. Vaya un trío, pensó Mirza Saeed; cuando el hechizo entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana.
Y, en cuanto a la propia Ayesha, cuando encontraba al Mirza en el balcón, o en el jardín, mientras él paseaba leyendo poesía urdu, se mostraba invariablemente deferente y tímida; pero su respeto, unido a una total ausencia de interés erótico, arrastraba a Saeed más y más hacia la impotencia y la desesperación. Por lo tanto, el día en que, espiando a Ayesha, la vio entrar en los aposentos de su esposa y, minutos después, oyó la voz de su suegra alzarse en melodramático grito, se sintió invadido por un acceso de cerril resentimiento y, deliberadamente, esperó tres minutos antes de entrar a investigar. Encontró a Mrs. Qureishi mesándose el cabello y sollozando como una reina del cine, mientras Mishal y Ayesha estaban sentadas en la cama con las piernas cruzadas, una frente a otra, ojos grises mirando a ojos grises, y Ayesha, con los brazos extendidos, sostenía entre las manos la cara de Mishal.
Resultó que el arcángel había informado a Ayesha de que la esposa del zamindar estaba muñéndose de cáncer, que sus pechos estaban llenos de los malignos nódulos y que no le quedaban sino unos meses de vida. La localización del cáncer había demostrado a Mishal la crueldad de Dios, porque sólo una deidad malévola pondría la muerte en el pecho de una mujer cuya única ilusión era la de amamantar vida nueva. Cuando Saeed entró, Ayesha susurraba a Mishal con vehemencia: «No pienses eso. Dios te salvará. Es para poner a prueba tu fe.»
Mrs. Qureishi dio la mala noticia a Mirza Saeed entre gritos y sollozos, y aquello, para el perplejo zamindar, fue ya el colmo. Se puso furioso y empezó a gritar y a temblar, como si de un momento a otro fuera a destrozar el mobiliario de la habitación y, con él, a sus ocupantes.
«¡Al infierno tú y tu cáncer fantasma! -gritó a Ayesha en su cólera-. Has traído a esta casa la locura y los ángeles, y has destilado veneno en los oídos de mi familia. Fuera de aquí con tus visiones y tu esposo invisible. Éste es el mundo moderno, y son los médicos y no los espíritus que rondan por los campos de patatas los que nos dicen si estamos enfermos. Has armado toda esta conmoción de la puñeta por nada. Márchate de aquí y no vuelvas a mis tierras nunca más.»
Ayesha le escuchó sin apartar los ojos ni las manos de Mishal. Cuando Saeed se paró a respirar, abriendo y cerrando las manos, ella dijo en voz baja a la esposa: «Se nos exigirá todo y todo se nos concederá.» Cuando él oyó la fórmula que la gente del pueblo ya repetían como loros, como si supieran lo que significaba, Mirza Saeed Akhtar perdió el juicio momentáneamente, alzó la mano y golpeó a Ayesha dejándola sin sentido. Ella cayó al suelo, con la boca ensangrentada por una muela que el puñetazo le había saltado, Mrs. Qureishi empezó a lanzar invectivas contra su yerno. «¡Ay, Dios mío, he puesto a mi hija en manos de un asesino! ¡Ay, Dios, uno que pega a las mujeres! Vamos, pégame a mí también, practica. Sacrilego, blasfemo, demonio, ser inmundo.» Saeed salió de la habitación sin proferir palabra.