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El Imán con frecuencia ha desatado su furor contra la memoria del difunto Aga Khan, a raíz de que le mostraran el texto de una entrevista en la que aparecía el jefe de los ismailitas bebiendo champán. Oh, caballero, este champán es sólo aparente. En el instante en que toca mis labios se convierte en agua. Diablo, ruge el Imán. Apóstata, blasfemo, farsante. Cuando llegue el futuro, estos individuos serán juzgados, dice a sus hombres. El agua triunfará y la sangre correrá como el vino. Tal es la milagrosa naturaleza del futuro de los exiliados: lo que se dice en la impotencia de un apartamento sobrecalentado se convierte en el destino de naciones. ¿Quién es el que no ha tenido este sueño, de ser rey por un día? Pero el Imán sueña con algo más que un día; siente que de las yemas de sus dedos parten los hilos de araña con los que ha de controlar el movimiento de la Historia.

No; de la Historia, no.

El suyo es un sueño más extraño.

* * *

Khalid, su hijo, el que le trae el agua, se inclina delante de su padre como un peregrino ante el santuario y le informa de que el guardia de servicio en la puerta del gabinete es Salman Farsi. Bilal está en la radio, transmitiendo el mensaje del día, en la frecuencia convenida, a Desh.

El Imán es una masa de quietud, una inmovilidad. Es piedra viva. Sus manos grandes y sarmentosas, gris granito, descansan pesadamente en los brazos de su sillón de alto respaldo. Su cabeza, que parece excesivamente grande para el cuerpo que hay debajo, se balancea pesadamente sobre un cuello sorprendentemente delgado que puede entreverse a través de una barba clara y cana. Los ojos del Imán están velados; sus labios no se mueven. Es pura fuerza, un ser elemental; se mueve sin movimiento, actúa sin acción, habla sin proferir un sonido. Él es el mago y la Historia es su truco.

No; la Historia, no: algo más extraño.

La explicación de este acertijo puede oírse, en este mismo momento, en ciertas sigilosas ondas de radio, en las que la voz de Bilal, el converso americano, canta la canción santa del Imán. Bilal, el muezzin: su voz entra por una estación de radioaficionado de Kensington y emerge en la Desh soñada, transmutada en el verbo atronador del propio Imán. Empieza con los rituales insultos contra la Emperatriz, con listas de sus crímenes, asesinatos, sobornos, relaciones sexuales con lagartos, etcétera, y a continuación procede a lanzar en tono vibrante la llamada cotidiana del Imán a su pueblo para que se alce contra la maldad del Gobierno de la Emperatriz. «Haremos una revolución -proclama el Imán a través de Bilal- que será una rebelión no sólo contra una tiranía, sino contra la Historia.» Porque existe un enemigo peor que Ayesha, y es la misma Historia. La Historia es el vino-sangre que hay que dejar de beber. La Historia es el tóxico, la creación y posesión del diablo, del gran Shaitan, la mayor de las mentiras -progreso, ciencia, derechos- con las que se ha encarado el Imán. La Historia es una desviación del Camino, el conocimiento es una ilusión, porque la suma del conocimiento se completó el día en que Al-Lat terminó su revelación a Mahound. «Nosotros rasgaremos el velo de la Historia -declama Bilal a la noche oyente- y, cuando desaparezca, veremos el Paraíso ante nosotros, con toda su gloria y su luz.» El Imán eligió a Bilal para esta función por la belleza de su voz que, en su anterior encarnación, consiguió escalar el Everest de la lista de éxitos no una vez, sino una docena, hasta la cumbre. La voz es bien modulada y persuasiva, una voz acostumbrada a ser escuchada; bien alimentada, educada, la voz de la confianza americana, un arma de Occidente vuelta contra sus creadores cuyo poderío apoya a la Emperatriz y su tiranía. Al principio, Bilal X protestó de semejante descripción de su voz. Él también pertenecía a un pueblo oprimido, insistía, por lo que era injusto compararlo con los imperialistas yanquis. El Imán respondió, no sin dulzura: Bilal, tu sufrimiento es también el nuestro. Pero el que es criado en la casa del poder aprende sus artes, se impregna de ellas, a través de esa misma piel que es la causa de tu opresión. El hábito del poder, su timbre, su actitud, su forma de ser con otras personas. Es una enfermedad, Bilal, que infecta a todos los que se acercan demasiado. Si los poderosos te pisotean, quedas infectado por las plantas de sus pies.

Bilal sigue dirigiéndose a la oscuridad. «¡Muerte a la tiranía de la emperatriz Ayesha, de los calendarios, de América, del tiempo! Nosotros perseguimos la eternidad, la intemporalidad de Dios. Las aguas tranquilas de Dios, no el trasiego dé vinos de la Emperatriz.» Quemad los libros y confiad en el Libro; dejaos de papeles y escuchad la Palabra tal como fue revelada por el ángel Gibreel al mensajero Mahound y explicada por vuestro intérprete e Imán. «Ameen», dijo Bilal, dando por terminados los actos de la noche. Mientras, en su retiro, el Imán envía su propio mensaje llamando, invocando a Gibreel, el arcángel.

* * *

Se ve a sí mismo en el sueño: no un ángel impresionante, sino un hombre con su ropa de calle, las prendas heredadas de Henry Diamond: gabardina y sombrero gris sobre unos pantalones excesivamente grandes sujetos por tirantes, un jersey de pescador y una camisa blanca holgada. Este Gibreel del sueño, tan parecido al de la vigilia, está temblando en el retiro del Imán, cuyos ojos están blancos como las nubes. Gibreel habla en tono quejumbroso, para disimular el miedo. «¿Por qué insistir con los arcángeles? Deberías saber que esos días ya pasaron.»

El Imán cierra los ojos, suspira. La alfombra tiende largos tentáculos peludos que se enredan en torno a Gibreel sujetándolo con fuerza.

«Tú no me necesitas -insiste Gibreel-. La revelación está completa. Déjame marchar.»

El otro mueve la cabeza y habla, pero sus labios no se mueven, y es la voz de Bilal la que llena los oídos de Gibreel, a pesar de que no se ve el altavoz, ésta es la noche, dice la voz, y tú tienes que llevarme volando a Jerusalén.

Entonces el apartamento se esfuma y ellos están de pie en el tejado, al lado del depósito del agua, porque el Imán, cuando desea moverse, puede permanecer quieto y hacer que el mundo se mueva alrededor de él. Su barba ondea al viento. Ahora es más larga; si no fuera por el viento que la hace tremolar como pañuelo de gasa, le llegaría hasta los pies; tiene los ojos rojos, y su voz pende del cielo. Llévame. Gibreel arguye: Por lo visto, no me necesitas para nada; pero el Imán, con un solo movimiento de asombrosa rapidez, se echa la barba sobre el hombro, se sube la falda enseñando dos piernas flacas con una capa de vello casi monstruosa, da un gran salto en el aire de la noche, hace una voltereta y se instala sobre los hombros de Gibreel, agarrándose a él con uñas convertidas en largas y curvadas garras. Gibreel siente que se eleva hacia el cielo, portando al viejo del mar, el Imán cuyo cabello crece a ojos vista flotando en todas las direcciones y cuyas cejas son como gallardetes al viento.

Jerusalén, ¿por dónde cae?, se pregunta. Pero es que, además, es una palabra muy resbaladiza, Jerusalén, tanto puede ser una idea que un lugar: una meta, una ilusión. ¿Dónde está el Jerusalén del Imán? «La caída de la meretriz -le dice al oído la voz incorpórea-. Su ruina, la ramera de Babilonia.»

Vuelan en la noche. La luna se calienta, empieza a hacer burbujas como el queso arrimado a la lumbre; él, Gibreel, ve caer los pedazos de vez en cuando, gotas de luna que chisporrotean en la sartén del cielo. Abajo aparece tierra. El calor se hace intenso.

Es un paisaje inmenso, rojizo, con árboles de copa aplastada. Vuelan por encima de montañas que también tienen las cumbres aplastadas; aquí hasta las piedras están aplastadas por el calor. Llegan a una montaña alta, de forma cónica casi perfecta, una montaña que también se ve en una postal que está en una repisa, muy lejos; y, a la sombra de la montaña, una ciudad se extiende a los pies de los viajeros, implorando, y en la falda de la montaña, un palacio, el palacio, su palacio: la Emperatriz difamada por mensajes radiados. Es una revolución de radioaficionados.

Gibreel, al que el Imán utiliza de alfombra mágica, desciende un poco, y en la noche sofocante, las calles parecen estar vivas, retorcerse como serpientes; mientras, delante del palacio de la derrota de la Emperatriz, está levantándose una montaña nueva, delante de nuestros propios ojos, baba, ¿qué pasa ahí abajo? La voz del Imán pende del cielo: «Baja. Yo te enseñaré lo que es Amor.»

Cuando llegan a la altura de los tejados, Gibreel advierte que las calles son un hervidero de gente. Los seres humanos están tan comprimidos en esos tortuosos caminos, que forman una entidad mayor, homogénea, implacable y serpenteante. La gente avanza despacio, a paso regular, de los callejones a las calles estrechas, de las calles estrechas a las calles más anchas, de las calles más anchas a los paseos y de los paseos a la gran avenida, de doce carriles de ancho, bordeada de eucaliptus gigantes que conduce a las puertas de palacio. La avenida está repleta de humanidad; es el órgano central del nuevo ser de muchas cabezas. De setenta en fondo, la gente camina gravemente hacia las verjas de la Emperatriz. Delante de las cuales los guardias de palacio esperan en tres filas, echados, rodilla en tierra y de pie, con las metralletas preparadas. La gente sube la pendiente hacia las metralletas; setenta en fondo, ya están a tiro; las metralletas barbotan y ellos mueren, y los setenta siguientes se encaraman sobre los cuerpos de los muertos, las metralletas vuelven a carcajearse y la montaña de muertos crece. Los que están detrás empiezan, a su vez, a trepar. En las oscuras puertas de las casas de la ciudad hay madres con el manto en la cabeza que empujan a sus adorados hijos al desfile, ve, sé mártir, haz lo necesario, muere. «Ya ves como me quieren -dice la voz sin cuerpo-. No hay en el mundo tiranía que pueda resistir el poder de este amor lento y en marcha.»

«Eso no es amor -responde Gibreel, llorando-. Es odio. Ella los ha arrojado en tus brazos.» La explicación suena endeble, superficial.

«Ellos me quieren -dice la voz del Imán- porque yo soy agua. Yo soy fertilidad y ella es podredumbre. Ellos me quieren por mi costumbre de destrozar relojes. Los seres humanos que se apartan de Dios pierden el amor, y la certidumbre, y también el sentido de su Tiempo infinito que abarca pasado, presente y futuro; el tiempo sin tiempo que no necesita moverse. Nosotros anhelamos lo eterno, y yo soy eternidad. Ella no es nada: un tic o un tac. Ella se mira al espejo todos los días y siente terror de la vejez y de la huida del tiempo. Por ello, es prisionera de su propia naturaleza; también ella está encadenada al Tiempo. Después de la revolución, no habrá relojes; nosotros los destruiremos todos. La palabra reloj será borrada de nuestros diccionarios. Después de la revolución no habrá cumpleaños. Todos volveremos a nacer, todos tendremos la misma edad invariable a los ojos de Dios Todopoderoso.»

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