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Salió de la clase apoyándose pesadamente en el bastón.

* * *

La City -el mismo Londres, yaar, nada menos- estaba vestida de blanco, como una plañidera en un funeral. «A ver de quién, el funeral, mister -se preguntaba Gibreel Farishta, frenético-; no será el mío, puñeta, espero y deseo.» Cuando el tren entró en la estación Victoria, él saltó sin esperar a que se parase del todo, se torció un tobillo y cayó de bruces entre las carretillas de equipaje y las risas burlonas de los londinenses que esperaban el tren, agarrándose en su caída a su sombrero cada vez más maltrecho. A Rekha Merchant no se la veía por ninguna parte y, aprovechando el momento, Gibreel corrió entre la gente que se apartaba a su paso, como un poseso, sólo para encontrarla en la puerta de billetes, flotando pacientemente en su alfombra, invisible para todos los ojos menos los suyos, a un metro del suelo.

«¿Qué es lo que quieres? -le apostrofó él-. ¿Qué buscas aquí?» «He venido a ver tu caída -repuso ella al instante-. Mira -agregó-, ya he conseguido que hicieras el ridículo.»

La gente se apartaba de Gibreel, aquel tipo raro de la gabardina grande y el sombrero aplastado, ese hombre habla solo, dijo una voz infantil, y la madre respondió shhh, cariño, no hay que burlarse de las desgracias de la gente. Bien venido a Londres. Gibreel Farishta corrió hacia las escaleras del Metro. Rekha, en su alfombra, le dejó marchar.

Pero cuando él, atropelladamente, llegó al andén de la dirección Norte de la Línea Victoria, volvió a verla. Ahora estaba en un cartel publicitario de la pared del otro lado que anunciaba el sistema telefónico automático internacional. Envíe su voz hasta la India en una alfombra mágica -instaba-. Sin djinns y sin lámparas maravillosas. Él lanzó un alarido que nuevamente hizo que sus compañeros de viaje dudaran de su cordura y huyó al andén de la dirección Sur, por cuya vía entraba un tren. Saltó al interior del coche y allí estaba Rekha Merchant, delante de él, con la alfombra arrollada en el regazo. Las puertas se cerraron estrepitosamente a su espalda.

Aquel día Gibreel Farishta huyó en todas las direcciones, en el Metro de la ciudad de Londres y, dondequiera que iba, Rekha Merchant daba con él; en las interminables escaleras mecánicas de Oxford Circus se sentaba a su lado, y en los atestados ascensores de Tufnell Park se le apretaba por detrás de un modo que, en vida, hubiera considerado escandaloso. En los confines de la Metropolitan Line, arrojó los fantasmas de sus hijos desde lo alto de unos árboles que parecían garras y, cuando él salió a respirar delante del Banco de Inglaterra, se lanzó histriónicamente desde la cúspide de su frontón neoclásico. Y, aunque él no tenía la menor idea de la verdadera forma de aquélla, la más proteica y camaleónica de las ciudades, estaba seguro de que, mientras él circulaba por sus entrañas, constantemente cambiaba de forma, de manera que las estaciones cambiaban de línea y se sucedían en una secuencia aparentemente casual. Más de una vez emergió, medio asfixiado, de aquel mundo subterráneo en el que ya no regían las leyes del espacio y del tiempo, y trató de parar un taxi; pero ninguno se detenía, y él tenía que volver a sumirse en aquel laberinto infernal, aquel laberinto sin salida, y proseguir su huida épica. Por fin, exhausto y sin esperanza, se rindió a la lógica fatal de su locura y salió al azar en la que supuso debía de ser última fútil estación de su prolongado e inútil viaje en busca de la quimera de la renovación. Salió a la amarga indiferencia de una calle de desperdicios esparcidos por el viento, próxima a un cinturón infestado de camiones. Ya había oscurecido y él, con paso inseguro, utilizando sus últimas reservas de optimismo, entró en un parque al que las ectoplásmicas luces de tungsteno daban un aire espectral. Cuando cayó de rodillas en la soledad de la noche de invierno, vio una figura de mujer que avanzaba lentamente hacia él a través de la hierba cubierta de nieve, y supuso que era su némesis, Rekha Merchant, que venía a darle el beso de la muerte, a arrastrarle a un submundo más profundo que aquel en el que ella le había enloquecido. Ya no le importaba, y cuando llegó la mujer, él había caído de bruces sobre los antebrazos, con la gabardina colgando alrededor de él, dándole el aspecto de un gran escarabajo moribundo que, por misteriosas razones, llevara un sucio sombrero de fieltro gris.

Como a mucha distancia, oyó que de la garganta de aquella mujer partía un grito en el que se mezclaban la incredulidad, la alegría y cierto resentimiento, y, poco antes de perder el sentido, comprendió que, por el momento, Rekha le permitía hacerse la ilusión de que había llegado a lugar seguro, para que, al fin, su victoria fuera aún más dulce.

«Estás vivo -dijo la mujer, repitiendo las palabras que le dijo la primera vez que lo vio-. Has recobrado la vida. Eso es lo que importa.»

Sonriendo, él se quedó dormido ante los pies planos de Allie mientras caía la nieve.

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