Hyacinth venía a horas fijas a montarle y sacudirle y él se sometía sin rechistar. Pero, al terminar, ella le susurró al oído: «¿Usted está de acuerdo con los demás?», y él comprendió que estaba implicada en la gran conspiración. «Si lo está usted, cuenten conmigo», dijo él. Ella asintió, satisfecha. Chamcha sintió que le invadía un dulce calor y empezó a pensar en coger uno de los puños pequeñitos, pero fuertes, de la fisioterapeuta, pero en aquel momento, de la dirección del ciego llegó una voz: «Mi bastón, he perdido el bastón.» «Pobre infeliz», dijo Hyacinth, y bajándose de Chamcha se acercó corriendo al invidente, recogió el bastón, se lo puso en la mano a su dueño y volvió a Saladin. «Hasta esta tarde -le dijo-. ¿De acuerdo? ¿No hay problemas?»
Él quería que se quedara, pero la mujer se movía con rapidez. «Soy una mujer muy ocupada, Mr. Chamcha. Cosas que hacer, gente que atender.»
Cuando ella se fue, él se recostó en la almohada y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. No se le ocurrió que su metamorfosis debía de continuar, porque tenía ideas románticas acerca de una mujer negra; y, antes de que tuviera tiempo de pensar cosas tan complejas, el ciego del rincón volvió a hablar:
«Me he fijado en usted -le oyó decir Chamcha- y agradezco su amabilidad y comprensión. -Saladin advirtió que estaba haciendo un discurso de agradecimiento al aire, al espacio donde creía que seguía la fisioterapeuta-. Yo no soy hombre que olvide la amabilidad. Quizás un día pueda recompensarla, pero por el momento quiero que sepa que aprecio lo que hace, y con cariño… -Chamcha no tuvo valor para gritar ella no está, se marchó hace rato, y se quedó escuchando tristemente, hasta que al fin el ciego hizo una pregunta al aire-: Confío en que usted también se acuerde de mí. ¿Un poquito? ¿De vez en cuando?» Luego vino un silencio, una risa seca; el ruido de un hombre que, de pronto, se sentaba pesadamente. Y, al fin, después de una pausa insoportable, un brusco cambio de tono: «¡Oh! -se lamentó el ciego en su soliloquio-. ¡Cómo sufre este pobre cuerpo!»
Aspiramos a lo sublime pero nuestra naturaleza nos traiciona, pensó Chamcha; payasos en busca de coronas. Le invadió la amargura. Antaño yo era más alegre, más feliz, amable. Ahora en mis venas está el agua negra.
Pamela seguía sin aparecer. Qué puñeta. Aquella noche dijo al Mantícora y al lobo que estaba con ellos, hasta el fin.
* * *
La gran fuga tuvo lugar varias noches después, cuando los pulmones de Saladin ya estaban casi limpios de lodo verde, gracias a los cuidados de Miss Hyacinth Phillips. Resultó un asunto bastante bien organizado en una escala más bien grande, que afectaba no sólo a los internos del sanatorio sino también a los detenus, como los llamaba el Mantícora, que estaban recluidos tras cercas de alambre en el contiguo Centro de Detención. Puesto que Chamcha no era uno de los grandes estrategas de la fuga, él se limitó a esperar al lado de la cama, tal como le habían ordenado, hasta que Hyacinth fue a avisarle, y entonces salieron corriendo del pabellón de las pesadillas a la claridad de un cielo frío y bañado por la luna, por delante de varios hombres atados y amordazados: sus guardianes. Había muchas sombras que corrían por la noche incandescente, y Chamcha vislumbró criaturas que nunca hubiera imaginado, hombres y mujeres que tenían algo de plantas, o de insectos gigantes e, incluso, algunos eran en parte de ladrillo o de piedra; había hombres con cuernos de rinoceronte en lugar de nariz y mujeres con cuello de jirafa. Los monstruos corrieron en silencio hasta la cerca del complejo del Centro de Detención, donde el Mantícora y otros mutantes de buena dentadura les esperaban junto a los grandes agujeros que habían abierto a dentelladas en la tela metálica, y en seguida estuvieron fuera, libres, yendo cada cual por su lado, sin esperanza pero también sin vergüenza. Saladin Chamcha y Hyacinth Phillips corrían juntos, los cascos de chivo repicaban en el duro pavimento: al Este, dijo ella cuando él oyó que sus propias pisadas sustituían el zumbido de sus oídos, al Este, al Este, al Este corrían por carreteras de tercer orden, camino de la ciudad de Londres.
Jumpy Joshi se convirtió en amante de Pamela Chamcha «por pura casualidad», como ella diría después, la noche en que ella se enteró de la muerte de su esposo en la explosión del Bostan, de manera que el sonido de la voz de su antiguo condiscípulo Saladin que le hablaba desde ultratumba a medianoche, murmurando las cinco palabras mágicas perdón, lo siento, número equivocado -lo que era más, que le hablaba menos de dos horas después de que Jumpy y Pamela formaran la bestia de dos espaldas, con ayuda de dos botellas de whisky- le sobrecogió. «¿Quién era?», se volvió a preguntar Pamela, más dormida que despierta, con un antifaz negro sobre los ojos. «Nadie, un bromista, no te preocupes», decidió responder él, lo cual estaba muy bien, salvo por la circunstancia de que ahora tenía que preocuparse él solo, sentado en la cama, desnudo y chupándose el dedo de la mano derecha, para consolarse, como siempre.
Era una persona pequeña, con hombros de percha de alambre y una enorme capacidad para la agitación nerviosa, evidenciada por su cara pálida, de ojos hundidos; por su pelo, más bien pobre -todavía completamente negro y rizado-, mesado tan a menudo por sus manos frenéticas que ya no le hacían el menor efecto los cepillos ni los peines sino que se disparaba en todas las direcciones, dando a su dueño en todo momento el aire de que acababa de levantarse de la cama, tarde y con prisas; y por su risa alta, tímida, contrita y simpática, pero hiposa y excesivamente nerviosa; todo ello había contribuido a convertir su nombre, Jamshed, en el Jumpy, o «Asustadizo», que todo el mundo utilizaba automáticamente, incluso los que acababan de conocerle; todos salvo Pamela Chamcha. La esposa de Saladin, pensaba él, chupando furiosamente. ¿O la viuda? O. Dios me asista, la esposa, a fin de cuentas. Descubrió un sordo rencor hacia Chamcha. El retorno de una tumba en el mar: un hecho tan espectacular, incluso para esta época, resultaba casi una indecencia, un acto de mala fe.
En cuanto se enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará en mi vida un agujero realmente pequeño.» Jumpy, que tenía ganas de llorar y reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías. Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo. Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.
Ahora, sentado en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes, los olmos, ahora, nosotros, pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después, llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo, Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o quizá no.
Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.