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Después de su primera cópula, ella empezó a trabajarle, olvidando sus lágrimas. «¿Sabes lo que tú eres? Yo te lo diré. Un desertor, eso eres, más inglés que nada, envuelto en tu distinguido acento como en una bandera, pero no creas que es perfecto, que a veces se te escurre, baba, como un bigote postizo.»

«Me ocurre una cosa extraña -quería decir él-, una cosa extraña en la voz», pero no sabía cómo explicarlo y optó por callar.

«La gente como tú -resopló ella besándole un hombro- volvéis al cabo del tiempo creyéndoos sabediosqué. Pues mira, hijo, nosotros no tenemos tan buena opinión de vosotros.» Su sonrisa era más brillante que la de Pamela. «Ya veo que no has perdido tu sonrisa Binaca, Zeeny», dijo él.

Binaca. ¿De dónde salía ahora ese viejo y olvidado anuncio de dentífrico? Y las vocales no parecían muy seguras. Cuidado, Chamcha, cuidado con tu sombra. Ese individuo negro que se arrastra detrás de ti.

A la segunda noche, ella se presentó en el teatro con dos amigos, un joven marxista director de cine llamado George Miranda, una ballena de hombre, con las mangas de la kurta subidas, un chaleco amplio y abierto, con manchas antiguas y un bigote de sorprendente aire militar, con las puntas engomadas; y Bhupen Gandhi, poeta y periodista, prematuramente encanecido, pero cuyo rostro tenía una inocencia infantil hasta que él soltaba su risa picara y atiplada. «Vamos, Salad baba -dijo Zeeny-. Te enseñaremos la ciudad. -Miró a sus acompañantes -. Estos asiáticos del extranjero no tienen vergüenza -declaró-. Saladin suena a recondenada ensalada. No te digo…»

«Hace unos días vi a una periodista de televisión -dijo Miranda -. Tenía el pelo color de rosa. Dijo que se llamaba Kerleeda. Yo no la entendí.»

«Es que George es muy inocente -interrumpió Zeeny-. Él no sabe lo raros que os volvéis. Esa Miss Singh, qué escándalo. Yo le dije, el nombre es Khalida, guapa, rima con Dalda, que es un utensilio de cocina. Pero no hubo manera de que lo pronunciara. Y era su propio nombre. Porque vosotros, chicos, no tenéis cultura. No sois más que unos wogs. ¿No tengo razón?», agregó abriendo mucho los ojos con gesto de regocijo, temerosa de haber ido demasiado lejos. «Déjale en paz, Zeenat», dijo Bhupen Gandhi con su voz dulce. Y George, violento, murmuró: «No te ofendas, es una broma.»

Chamcha decidió sonreír y contraatacar: «Zeeny -dijo-, la tierra está llena de indios, tú lo sabes, llegamos a todas partes, somos hojalateros en Australia y nuestras cabezas van a parar al frigorífico de Idi Amin. Quizá Colón tenía razón; el mundo está formado por Indias: Orientales, Occidentales, Septentrionales. Qué diantre, deberíais estar orgullosos de nosotros, de nuestro espíritu emprendedor, de la forma en que pasamos fronteras. Lo malo es que no somos indios como vosotros. Y vale más que os acostumbréis a nosotros. ¿Cómo se llama ese libro que has escrito?»

«Escuchen -Zeeny se colgó de su brazo-. Escuchen a mi Salad. Ahora, de repente, quiere ser indio, después de pasarse la vida tratando de volverse blanco. No se ha perdido todo. Ahí dentro aún queda algo vivo.» Y Chamcha notó que se sonrojaba, que aumentaba su confusión. La India; todo lo enmarañaba.

«¡Por vida de! -agregó ella, clavándole un beso como una cuchillada-. Chamcha. Vaya, joder. Tú te pones en ridículo y esperas que no nos riamos.

* * *

En el maltrecho Hindustan de Zeeny, un coche fabricado para una cultura con criados, con el asiento trasero mejor tapizado que el delantero, Chamcha sentía que la noche se le echaba encima como una muchedumbre. La India le hacía sentir su olvidada inmensidad, su viva presencia, el viejo desorden que él despreciaba. Una hijra amazona, ataviada como una Mujer Cañón, con tridente de plata incluido, detuvo el! tráfico con un brazo imperioso y se plantó delante de ellos.

Chamcha miró sin pestañear sus ojos llameantes. Gibreel Farishta, el actor de cine que inexplicablemente había desaparecido, se pudría en los carteles. Cascotes, desperdicios, ruido. Anuncios de cigarrillos que pasaban fumando: SCISSORS: PARA EL HOMBRE DE ACCIÓN, SATISFACCIÓN. Y, más improbable: PANAMÁ PARTE DEL GRAN ESCENARIO INDIO.

«¿Adónde vamos?» La noche se había teñido de una luz verde neón de anuncio. Zeeny aparcó el coche. «Estás perdido -le acusó- ¿Qué sabes de Bombay? Tu propia ciudad, aunque nunca lo fue. Para ti es un sueño infantil. Criarse en Scandal Point es como vivir en la luna. Allí nada de bustees ni sirree; sólo las casas de los criados. ¿Llegaban hasta allí los seguidores de Shiv Sena a provocar disturbios? ¿Vuestros vecinos pasaban hambre durante la huelga textil? ¿Organizaba Datta Samant un mitin delante de vuestros bungalows? ¿Cuántos años tenías cuando conociste a tu primer sindicalista? ¿Cuántos años tenías la primera vez que subiste a un tren de cercanías en lugar de a un coche con chófer? Eso no era Bombay, cariño, perdona. Eso era el Reino de las Hadas, Peristan, la Tierra de Nunca Jamás, Oz.»

«¿Y tú? -le recordó Saladin-. ¿Dónde estabas tú entonces?»

«En el mismo sitio -dijo ella ásperamente-. Con todos los podridos munchkins. »

Callejones. Estaban pintando un templo jainí y todos los santos habían sido cubiertos con bolsas de plástico, para protegerlos de las gotas. Un vendedor callejero exponía periódicos llenos de horrores: catástrofe ferroviaria. Bhupen Gandhi empezó a hablar con su voz susurrante. Después del accidente, dijo, los pasajeros supervivientes nadaron hasta la orilla (el tren había caído de un puente), donde los esperaban los vecinos del pueblo que los agarraban y los mantenían bajo el agua hasta que se ahogaban, y luego les robaban.

«Calla la boca -le gritó Zeeny-. ¿Por qué le cuentas esas cosas? Él piensa ya que somos unos salvajes, una especie inferior.»

En una tienda vendían sándalo para quemar en un templo de Krishna cercano, y pares de ojos de Krishna que todo lo veían, esmaltados en rosa y blanco.

«Demasiado que ver -dijo Bhupen-. Es un hecho.»

* * *

En una dhaba muy concurrida que George había empezado a frecuentar cuando quería entablar contacto, para fines cinematográficos, con los dadas o patrones que controlaban el comercio de carne de la ciudad, se consumía ron negro en mesas de aluminio, y George y Bhupen, achispados, empezar, ron a pelear. Zeeny tomaba una bebida de cola local y criticaba a sus amigos. «Los dos tienen problemas con la bebida, están más pelados que una olla agujereada y los dos maltratan a la mujer, van a las tabernas y malgastan sus cochinas vidas. No es de extrañar que yo me haya decidido por ti, cariño; el artículo local está tan degradado que a la fuerza te tiene que gustar el de importación.»

George había ido a Bhopal con Zeeny y la emprendió con el tema de la catástrofe interpretándola ideológicamente. «¿Qué es para nosotros Amrika? -inquiría-. No es un sitio real. Es el poder en su forma más pura, abstracto, invisible. No podemos verlo, pero nos jode bien, sin escapatoria.» Comparó la Union Carbide al caballo de Troya. «Nosotros invitamos a venir a esos cabritos.» Era como el cuento de los cuarenta ladrones, dijo. Escondidos en sus tinajas, esperando la noche. «Nosotros no teníamos a un Alí Babá, desgraciadamente -dijo-. ¿Qué teníamos? Teníamos a Mr. Rajiv G.»

Al llegar a este punto, Bhupen Gandhi se levantó bruscamente, tambaleándose, y como si estuviera poseído, como si un espíritu se hubiera apoderado de él, empezó a atestiguar. «Para mí -dijo-, la cuestión no puede centrarse en la intervención extranjera. Nosotros siempre nos absolvemos condenando a los de fuera, América, Pakistán, cualquier jodido lugar. Perdona, George, pero para mí todo se remonta a Assam, por ahí tenemos que empezar.» La matanza de los inocentes. Fotografías de cadáveres de niños, bien colocados en fila, como soldados en un desfile. Habían sido matados a golpes, a pedradas, degollados. Simétrica formación de la muerte, recordaba Chamcha. Como si el horror fuera el único acicate que pudiera conducir a la India al orden.

Bhupen habló durante veintinueve minutos sin vacilaciones ni pausas. «Todos somos culpables de Assam -dijo-. Cada uno de nosotros. A menos que, o hasta que, reconozcamos que las muertes de los niños fueron culpa nuestra, no podremos llamarnos un pueblo civilizado.» Bebía ron de prisa mientras hablaba y su voz se hacía más fuerte, y su cuerpo se inclinaba peligrosamente, pero aunque en el local se había hecho el silencio, nadie se adelantó hacia él, nadie trató de interrumpirle, nadie le llamó borracho. En medio de una frase, todos los días, cegamientos, o fusilamientos, o corrupciones, quién nos hemos creído que, se sentó pesadamente y se quedó mirando el vaso sin pestañear.

Entonces, en un ángulo alejado de la taberna, un joven se levantó y replicó. Assam debía ser entendido políticamente, gritó, había razones económicas, y otro individuo se puso en pie para contestar: Las cuestiones de dinero no explican por qué un hombre hecho y derecho mata a golpes a una niña, y entonces otro individuo dijo: Si piensas así es que nunca has pasado hambre, salah, qué recondenado romanticismo suponer que la economía no puede convertir a los hombres en fieras. Chamcha agarraba el vaso con más fuerza a medida que el ruido aumentaba y el aire se enrarecía, dientes de oro le brillaban en la cara, hombros le rozaban los hombros, codos se le clavaban, el aire se convertía en una especie de sopa y en su pecho empezaban a agitarse palpitaciones irregulares. George lo agarró de la muñeca y lo sacó a la calle. «¿Ya estás mejor, hombre? Empezabas a ponerte verde.» Saladin asintió con gratitud, llenándose los pulmones del aire de la noche, más calmado. «El ron y el cansancio -dijo-. Yo me pongo nervioso después de la función. A veces, me da por temblar. Debí imaginarlo.» Zeeny le miraba y en sus ojos había algo más que conmiseración. Un brillo triunfal, duro. Por fin te has enterado, decía su expresión de malsana satisfacción. Ya era hora.

Cuando has pasado el tifus, pensaba Chamcha, la inmunidad te dura unos diez años. Pero nada es definitivo; al fin los anticuerpos se desvanecen de tu sangre. Él tenía que aceptar el hecho de que su sangre ya no contenía los agentes inmunizadores que le hubieran permitido sufrir la realidad de la India. Ron, palpitaciones, mareo del espíritu. Hora de acostarse.

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