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Bhupen se levantó airadamente para marcharse. Zeeny le apaciguó: «No podemos permitirnos las escisiones. Hay planes que trazar.» Él volvió a sentarse y Swatilekha le dio un beso en la mejilla. «Perdona -dijo-. Demasiada universidad, como dice George. En realidad, las poesías me gustaron. Sólo quería plantear una teoría.» Bhupen, satisfecho, simuló que le daba un puñetazo en la nariz; crisis superada.

Se habían reunido, según dedujo ahora Salahuddin, para hablar de su participación en una curiosa manifestación política: la formación de una cadena humana que se extendería desde la Gateway of India hasta el extrarradio norte de la ciudad, en apoyo de la «integración nacional». El Partido Comunista de la India (Marxista) había organizado recientemente una cadena en Kerala, con gran éxito. «Pero -argumentó George Miranda- aquí, en Bombay, será diferente. En Kerala, el PCI(M) está en el poder. Aquí, con esos bastardos del Shiv Sena en el control, podemos esperar todo tipo de hostigamiento, desde obstrucción de la policía hasta ataques de las masas en algunos segmentos de la cadena, especialmente cuando pase, como tendrá que pasar, por las fortalezas del Sena en Mazagaon, etcétera.» A pesar de estos peligros, explicó Zeeny a Salahuddin, estas manifestaciones públicas eran esenciales. A medida que aumentaba la violencia entre las comunidades -de la que Meerut no era sino el último de una larga serie de criminales incidentes- se hacía más necesario que las fuerzas de la desintegración se salieran con la suya. «Tenemos que demostrar que existen fuerzas de signo contrario.» Salahuddin estaba aturdido por la rapidez con que, una vez más, su vida empezaba a cambiar. Yo, tomando parte en un acto del PCI(M). Los prodigios no acaban; desde luego, tengo que estar enamorado.

Una vez tomadas las decisiones pertinentes -cuántos amigos podría traer cada uno, dónde se reunirían y qué había que llevar de comida, bebida y equipo de primeros auxilios- el ambiente se distendió y ellos apuraron sus copas de ron barato y charlaron de cosas intrascendentes, y entonces fue cuando Salahuddin oyó por vez primera los rumores acerca del extraño comportamiento del astro cinematográfico Gibreel Farishta que empezaban a circular por la ciudad, y sintió que su vieja vida le pinchaba como una espina oculta; oyó el pasado, como una trompeta lejana, resonar en sus oídos.

* * *

El Gibreel Farishta que regresó de Londres a Bombay a retomar los hilos de su carrera cinematográfica no era, según la opinión general, el irresistible Gibreel de antaño. «El tío parece totalmente abocado a una carrera suicida -declaró George Miranda, que estaba al corriente de todos los chismes del mundo del cine-. ¿Quién sabe por qué? Dicen que tuvo un desengaño amoroso que le dejó desequilibrado.» Salahuddin mantuvo la boca cerrada, pero notó que se le encendía la cara. Allie Cone no quiso reconciliarse con Gibreel después de los incendios de Brickhall. En la cuestión del perdón, reflexionó Salahuddin, nadie pensó en consultar a Alleluia, totalmente inocente y muy perjudicada; una vez más, relegamos su vida a la periferia de la nuestra. No es de extrañar que siga indignada. Gibreel dijo a Salahuddin, en una conversación telefónica final y bastante violenta, que regresaba a Bombay «con la esperanza de no volver a verla, ni a ella, ni a ti, ni a esta maldita ciudad tan fría, en toda mi vida.» Pero, al parecer, volvía a hundirse, y ahora en su tierra natal. «Hace unas películas rarísimas -prosiguió George-. La última, con su dinero. Después de dos fracasos los productores le dan de lado. De manera que, si ésta también fracasa, estará arruinado, aviado, funtoosh.» Gibreel se había lanzado a rodar una nueva versión de la Ramayana trasladada a la época actual, en la cual los héroes y heroínas, en lugar de puros e inocentes, eran degenerados y malvados. Había un «Rama» lujurioso y borracho y una «Sita» ligera de cascos; «Ravana», el rey-demonio, por el contrario, era presentado como un hombre honrado y virtuoso. «Gibreel interpreta a "Ravana" -explicó George con expresión de fascinado horror-. Da la impresión de que busca deliberadamente la confrontación definitiva con los sectarios religiosos, a sabiendas de que no puede ganar, de que será despedazado.» Varios miembros del reparto ya habían abandonado la producción y concedido sabrosas entrevistas a la prensa en las que acusaban a Gibreel de «blasfemia», «satanismo» y otros delitos. Su última amante, Pimple Billimoria, aparecía en la cubierta de Cine-Blitz con esta afirmación: «Era como besar al diablo.» Evidentemente, la halitosis sulfurosa, aquel viejo problema de Gibreel, volvía a aquejarle, y con más fuerza que nunca.

Sus incoherencias habían dado que hablar más aún que la elección de los temas de sus películas. «Unos días es todo simpatía y bondad -dijo George-. Pero otros, llega al trabajo como dios todopoderoso y hasta se empeña en que la gente se arrodille. Personalmente, yo no creo que esa película llegue a terminarse, a menos que él recupere la salud mental, que tiene muy quebrantada. Primero, la enfermedad; después, la catástofe del avión, y, por último, los disgustos sentimentales: es fácil comprender los problemas de ese hombre.» Y había rumores de cosas peores: sus asuntos fiscales estaban siendo investigados; los funcionarios de policía le habían hecho una visita para interrogarle sobre la muerte de Rekha Merchant, y el marido de ésta, el rey de los cojinetes, había amenazado con «romperle todos los huesos del cuerpo al sinvergüenza», por lo que, durante varios días, Gibreel tuvo que hacerse acompañar por guardaespaldas cada vez que usaba los ascensores de Everest Vilas; y lo peor de todo eran las visitas nocturnas al barrio de los prostíbulos, en el que, al parecer, frecuentó ciertos establecimientos de Foras Road hasta que los dadas lo echaron porque hacía daño a las mujeres. «Dicen que algunas quedaron gravemente lesionadas -dijo George-. Y que tuvo que soltar mucho dinero para tapar bocas. No sé. La gente habla mucho. La tal Pimple, desde luego, cuando de atacar se trata no se queda atrás. El Hombre que odia a las Mujeres. Gracias a todo esto, ella está convirtiéndose en una estrella con fama de mujer fatal. Pero Farishta está francamente perturbado. Tengo entendido que tú lo conoces», terminó George mirando a Salahuddin, y éste se puso colorado.

«No mucho. Sólo por la catástrofe del avión y demás.» Estaba impresionado. Al parecer, Gibreel no había conseguido escapar de sus demonios interiores. Él, Salahuddin, creyó -ingenuamente, según se demostraba ahora- que los sucesos del fuego de Brickhall, cuando Gibreel le salvó la vida, en cierta manera los habrían purificado a ambos; que habrían expulsado los demonios lanzándolos a las llamas voraces; que, realmente, el amor podía desarrollar una fuerza humanizadora tan grande como la del odio; que la virtud podía transformar a los hombres tanto como el vicio. Pero nada era para siempre; ni, por lo visto, había cura que fuera completa.

«El mundo del cine está lleno de chiflados -decía Swatilekha a George afectuosamente-. No hay más que verle a usted, mister.» Pero Bhupen se había puesto serio: «Yo siempre consideré a Gibreel una fuerza positiva -dijo-. Un actor de una minoría que interpretaba personajes de muchas religiones y que era aceptado. Si ha perdido el favor, mala señal.»

Dos días después, Salahuddin Chamchawala leía en sus periódicos dominicales que un equipo internacional de montañeros había llegado a Bombay con intención de intentar la subida al Pico Escondido; y cuando vio que con la expedición venía Miss Alleluia Cone, la célebre «Reina del Everest», tuvo la extraña sensación de estar perseguido por un hechizo, de que una parte de su imaginación se proyectaba hacia el mundo real, de que el destino adquiría la lógica implacable de un sueño. «Ahora ya sé lo que es un fantasma -pensó-. Un asunto no concluido, eso es.»

* * *

Durante los dos días siguientes, la presencia de Allie en Bombay llegó a obsesionarle. Su pensamiento insistía en establecer extrañas asociaciones entre, por ejemplo, la evidente curación de los pies de la mujer y el fin de sus relaciones con Gibreel: como si él la hubiera lisiado con sus celos. Él sabía que, en realidad, ella ya sufría aquella afección de los pies antes de conocer a Gibreel, pero se encontraba en un extraño estado de ánimo, disociado de la lógica. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué había venido? Llegó a convencerse de que se avecinaba un terrible desenlace.

Zeeny, que entre las operaciones en el hospital, las conferencias en la universidad y los preparativos para la cadena humana apenas tenía tiempo para Salahuddin y sus estados de ánimo, erróneamente vio en su reserva y sus silencios la expresión de dudas sobre su regreso a Bombay, sobre la forzada intervención en actividades políticas de una naturaleza que siempre aborreció, sobre ella misma. Para disimular sus temores, le hizo una especie de conferencia: «Si estás decidido a desprenderte de tus tendencias extranjerizantes, Salad baba, no te dejes caer ahora en una especie de limbo desligado de todo. ¿De acuerdo? Aquí estamos nosotros. Estamos delante de ti. Esta vez deberías tratar de establecer con esta tierra vínculos de persona mayor. Trata de abrazar a esta ciudad como es, no como un recuerdo de la infancia que te causa nostalgia y dolor. Acércatela. Tal como es. Haz tuyos sus defectos. Conviértete en criatura suya. Asúmela.» Él asintió distraídamente, y ella, pensando que se preparaba para marcharse otra vez, salió de la habitación con una indignación que lo dejó completamente desconcertado.

¿Debía llamar por teléfono a Allie? ¿Le habría contado Gibreel lo de las voces?

¿Debía tratar de ver a Gibreel?

Va a ocurrir algo, le advertía su voz interior. Va a ocurrir y tú no sabes qué es, y nada puedes hacer para evitarlo. Oh, sí, es algo malo.

* * *

Ocurrió el día de la manifestación, que por cierto, contra todos los pronósticos, tuvo un éxito bastante satisfactorio. Se registraron, sí, algunas escaramuzas en el distrito de Mazagaon, pero, en conjunto, el acto fue pacífico. Los observadores del PCI(M) informaron que se había tendido una cadena de hombres y mujeres cogidos de la mano que discurría ininterrumpidamente de arriba abajo de la ciudad, y Salahuddin, que estaba en Muhammad Ali Road, entre Zeeny y Bhupen, tuvo que reconocer que la imagen poseía fuerza. Muchos de los que estaban en la cadena lloraban. La orden de juntar las manos fue dada por los organizadores -entre los que Swatilekha ocupaba lugar preeminente, circulando en la parte trasera de un jeep, megáfono en mano- a las ocho en punto de la mañana; una hora después, cuando el tráfico de la ciudad alcanzaba su punto culminante, la multitud empezó a dispersarse. No obstante, a pesar de los miles de personas que intervinieron en el acto, a pesar de su carácter pacífico y de su mensaje positivo, la formación de la cadena humana no fue recogida por los servicios informativos de la televisión de Doordarshan. Tampoco All-India Radio se refirió a ella. La mayoría de los periódicos proclives al Gobierno omitieron también toda mención. Sólo un diario en lengua inglesa y un dominical dieron la noticia; nada más. Zeeny, recordando el tratamiento que se había dado a la cadena de Kerala, había vaticinado este silencio ensordecedor cuando ella y Salahuddin volvían a casa. «Es un acto comunista -explicó-. Por lo tanto, inexistente.»

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