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Nada dura siempre, pensó con los ojos cerrados, sobre algún lugar de Asia Menor. Tal vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos, la melancolía… Estas cavilaciones fueron interrumpidas por un sonoro ronquido que se oyó a su lado. Mr. Sisodia, con su vaso de whisky en la mano, se había quedado dormido.

Evidentemente, el productor era el niño mimado de las azafatas, que se multiplicaban para atender al durmiente, quitándole el vaso de la mano y poniéndolo en lugar seguro, extendiendo una manta sobre la parte inferior de su cuerpo, y lanzando exclamaciones de ternura ante aquella cara que roncaba: «¿No es una monada? ¡Qué ricura!» Inesperadamente, Chamcha recordó a las señoras de Bombay que le acariciaban el pelo en las fiestas de su madre, y reprimió unas lágrimas de sorpresa. En realidad, Sisodia estaba un poco obsceno; antes de quedarse dormido se había quitado las gafas y su cara aparecía extrañamente desnuda. A Chamcha le recordaba un enorme Shiva lingam. Quizás ello explicara su popularidad entre las damas.

Hojeando las revistas y periódicos que le habían dado las azafatas, Saladin encontró a un viejo conocido que estaba en apuros. La depurada Hora de los Aliens de Hal Valance había sido un fracaso en los Estados Unidos y dejaba de emitirse. Peor aún, su agencia de publicidad y sus subsidiarias habían sido engullidas por un leviatán americano, y era probable que Hal tuviera que marcharse, conquistado por el dragón transatlántico que él quiso domesticar. Costaba trabajo sentir compasión por Valance, sin empleo y con apenas unos millones, abandonado por su adorada Mrs. Torture y compañeros, relegado al limbo reservado a los favoritos caídos en desgracia, empresarios fraudulentos, financieros especuladores y ex ministros renegados; pero Chamcha, mientras volaba hacia el lecho de muerte de su padre, se encontraba en un estado de ánimo tan exaltado que hasta dedicó una enternecida despedida al malvado Hal. ¿En el billar de quién jugará Baby ahora?, se preguntó distraídamente.

En la India, la guerra entre hombres y mujeres no daba señales de remitir. En el Indian Express leyó la crónica de la última «novia suicida». El marido, Prajapati, se encuentra en paradero desconocido. En la página siguiente, en la sección semanal de anuncios matrimoniales por palabras, los padres del novio todavía exigían, y los padres de la novia ofrecían con orgullo, muchachas de piel «trigueña». Chamcha recordó el apasionamiento y la amargura con que Bhupen Gandhi, el poeta amigo de Zeeny, hablaba de estas cosas. «¿Cómo acusar a otros de tener prejuicios cuando nuestras propias manos están tan sucias? -preguntó-. Muchos de vosotros, en Inglaterra, os consideráis víctimas. Bien. Yo no he estado allí, no conozco vuestra situación, pero en mi experiencia personal nunca he podido sentirme cómodo cuando se me ha calificado de víctima. En términos de clase, desde luego, no lo soy. Incluso desde el punto de vista cultural, aquí encontrarás toda la intolerancia y el fanatismo asociado con la opresión. De manera que mientras, indudablemente, muchos indios están oprimidos, no creo que ninguno de nosotros pueda reivindicar condición tan atractiva.»

«Lo malo de las críticas radicales de Bhupen es que los reaccionarios como aquí Salad baba las recogen de mil amores», observó Zeeny.

Había estallado un escándalo de tráfico de armas. ¿El Gobierno indio había pagado comisiones a intermediarios y luego ayudado a echar tierra sobre el asunto? Grandes sumas de dinero estaban involucradas, y la credibilidad del Primer Ministro había sido dañada; pero estas cosas no interesaban a Chamcha. Estaba mirando una fotografía borrosa de una página interior, en la que aparecían numerosos bultos flotando en un río. En una población del Norte de la India había habido una matanza de musulmanes, y sus cadáveres habían sido arrojados al agua, donde recibirían las atenciones de un «Gaffer Hexam» del siglo xx. Había centenares de cadáveres hinchados y putrefactos; el hedor parecía desprenderse de la página del periódico. Y en Cachemira, durante las oraciones del Eid, un grupo de airados fundamentalistas islámicos habían arrojado zapatos contra un relevante ministro, antes muy popular, que había hecho una «componenda» con el partido del Congreso de la India. El comunalismo y las tensiones sectarias eran omnipresentes: como si los dioses fueran a la guerra. En la eterna lucha entre la belleza y la crueldad, la crueldad ganaba terreno día a día en todo el mundo. La voz de Sisodia irrumpió en estas tristes reflexiones. El productor, al despertarse, había visto la foto de Meerut en la mesita plegable de Chamcha. «Lo cierto es -dijo sin asomo de su jovialidad habitual- que la fe religiosa, que es compendio de las más altas as-as-aspiraciones de la raza humana, ahora, en nuestro pa-país, es instrumento de los más bajos instintos y Di-Di-Dios, la criatura del mal.»

CONOCIDOS FALSEADORES DE LA HISTORIA, RESPONSABLES DE MATANZAS, alegaba un portavoz del Gobierno, pero los «elementos progresistas» rechazaban este análisis. La policía DE LA CIUDAD, CONTAMINADA POR AGITADORES COMUNALES, apuntaba la réplica. Los NACIONALISTAS HINDÚES SE ENTREGAN A LA MATANZA. Una revista política quincenal publicaba fotografías de unos carteles instalados delante de la Juma Masjid de la Vieja Delhi. El imán, un hombre de abultado abdomen y ojos cínicos, al que la mayoría de las mañanas podía verse en su «jardín» -un trozo de tierra baldía roja y cascotes contiguo a la mezquita- contando las rupias donadas por los fieles y enrollando cada billete de manera que parecía sostener en la mano un puñado de cigarrillos delgados como beedis, y que no era ajeno a la política comunalista, al parecer estaba decidido a sacar partido del horror de Meerut. Sofoquemos el fuego en nuestro Pecho, gritaba el cartel. Saludemos con Reverencia a los que hallaron el Martirio en las Balas de los Polis. Y también: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Awak el Primer Ministro! Y, por último, un llamamiento a la acción: Se observará bandh, y la fecha de la huelga.

«Malos tiempos -prosiguió Sisodia-. Para las pe-pe-películas, la televisión y la economía, efectos per-per-perniciosos. – Entonces, al ver acercarse a las azafatas, se animó-. Confieso que soy mi-mi-miembro de uno de los más selectos clu-clu-clubs -dijo alegremente, asegurándose de que ellas lo oían-. ¿Quiere una reco-comendación?»

Ah, los saltos que es capaz de dar el pensamiento humano, se admiró sombríamente Saladin. Ah, cuántas personalidades diferentes y contradictorias se entremezclaban y revolvían dentro de estos sacos de piel. No es de extrañar que seamos incapaces de mantenernos concentrados en una cosa durante mucho tiempo; no es de extrañar que inventemos dispositivos de mando a distancia para saltar de canal en canal. Si volviéramos estos instrumentos hacia nosotros mismos, descubriríamos más canales de los que soñara un magnate de la televisión por cable o por satélite… Su propio pensamiento, que él trataba de concentrar en su padre, se le escapaba una y otra vez hacia Miss Zeenat Vakil. El le había puesto un cable informándole de su llegada. ¿Estaría esperándole? ¿Qué pasaría o dejaría de pasar entre ellos? ¿Al dejarla, al no volver, al perder el contacto durante un tiempo, habría hecho él Lo Imperdonable? ¿Estaría -pensó, sobrecogido por la idea de que no se le hubiera ocurrido hasta entonces- casada? ¿Enamorada? ¿En relaciones con otro? Y él mismo, ¿qué quería en realidad? Lo sabré cuando la vea, pensó. El futuro, a pesar de que no era más que un tenue resplandor envuelto en un interrogante, no se dejaba eclipsar por el pasado; incluso cuando la muerte avanzaba hacia el centro del escenario, la vida seguía exigiendo iguales derechos.

El vuelo terminó sin incidentes.

Zeenat Vakil no le esperaba en el aeropuerto.

«Venga conmigo -dijo Sisodia agitando una mano-. El coche ha venido a reco-cogerme, así que yo lo lle-llevo.

* * *

Treinta y cinco minutos después, Saladin Chamcha estaba en Scandal Point, delante de las puertas de su infancia, con la bolsa en una mano y los sacos de los trajes en la otra, mirando el portero electrónico de importación controlado por vídeo. Había slogans antidroga pintados en la tapia: Los paraísos ARTIFICIALES ACABAN EN INFIERNOS NATURALES y EL POLVO BLANCO CONDUCE A UN FUTURO NEGRO. Valor, viejo, se animó; y, siguiendo las instrucciones, pulsó a fondo, una vez.

* * *

En el frondoso jardín, su inquieta mirada tropezó con la cepa del nogal talado. Probablemente ahora lo usan de mesa para picnics, caviló amargamente. Su padre siempre fue dado al gesto melodramático y autocompasivo, y almorzar sobre una superficie impregnada de esta carga emocional -con grandes suspiros, sin duda, entre bocado y bocado- era muy propio de él. ¿Haría también un drama de su muerte?, se preguntaba Saladin. ¡Qué fantástico melodrama podría escenificar ahora el viejo granuja para conquistar las simpatías del público! Todo el que está cerca de un moribundo se halla totalmente a su merced. Los golpes que se dan desde un lecho de muerte te dejan cardenales para siempre.

Su madrastra salió de la mansión de mármol del moribundo y recibió a Chamcha sin asomo de rencor. «Salahuddin, me alegra que hayas venido. Le levantará el espíritu, y ahora es con el espíritu con lo que tiene que luchar, porque su cuerpo está más o menos acabado.» Tendría unos seis o siete años menos de los que hubiera tenido ahora la madre de Saladin, y la misma complexión de pajarito. Por lo menos en esta cuestión, su padre, hombre corpulento y expansivo, se había mostrado consecuente. «¿Cuánto tiempo le queda?», preguntó Saladin. Nasreen, tal como indicaba el telegrama, no se hacía ilusiones. «Podría ocurrir en cualquier momento.» El mieloma estaba presente en todos los «huesos largos» de Changez -el cáncer había traído a la casa su propio vocabulario; aquí ya no se decía brazos y piernas- y en el cráneo. Las células cancerosas se habían detectado incluso en la sangre contigua a los huesos. «Debimos sospecharlo -dijo Nasreen, y Saladin empezó a percibir la fortaleza de la anciana, la fuerza de voluntad con la que reprimía sus sentimientos-. Su acusada pérdida de peso durante los dos últimos años. También se quejaba de dolor, por ejemplo, en las rodillas. Pero ya sabes lo que ocurre. Cuando se trata de una persona anciana, echas la culpa a la edad, no sospechas que una enfermedad maligna y asquerosa…» Se interrumpió, por la necesidad de controlarse la voz. Kasturba, la ex ayah, se reunió con ellos en el jardín. Resultó que Vallabh, su marido, había muerto de vejez hacía casi un año, mientras dormía: una muerte más clemente que la que ahora devoraba el cuerpo de su señor, el seductor de su esposa. Kasturba todavía usaba los viejos saris chillones de Nasreen I: hoy había elegido uno blanco y negro, con un mareante dibujo Op-Art. También ella saludó cariñosamente a Saladin: abrazos besos lágrimas. «Yo no dejaré de pedir un milagro mientras haya un soplo de vida en sus pobres pulmones.»

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