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Ésta fue la declaración de Muhammad Din, sarpanch de Titlipur: «En el momento en que me abandonaban las fuerzas, cuando creí que iba a morir en el agua, lo vi con mis propios ojos: vi que el mar se dividía como el pelo bajo el peine, y todos estaban allí, un buen trecho por delante de mí, y se alejaban. Con ellos estaba Khadija, mi esposa, a la que tanto quise.»

Esto es lo que Osman, el chico del toro, dijo a los detectives, que estaban muy impresionados por la declaración del sarpanch: «Al principio, yo tenía mucho miedo de ahogarme. Pero buscaba y buscaba, la buscaba sobre todo a ella, Ayesha, a la que conocía antes de que cambiara. Y en el último momento lo vi, vi la maravilla. Las aguas se abrieron y los vi avanzar por el fondo del océano, entre los peces agonizantes.»

Sri Srinivas juró por la diosa Lakshmi que él había visto retirarse las aguas del mar de Arabia; y cuando los detectives fueron a hablar con Mrs. Qureishi estaban atónitos, porque sabían que era imposible que los hombres se hubiesen puesto de acuerdo. La madre de Mishal, esposa del gran banquero, contó la misma historia a su manera. «Créanlo o no -terminó con énfasis-, pero lo que dice mi lengua es lo que vieron mis ojos.»

Los funcionarios del departamento del Interior, con la piel, de gallina, trataron de aplicar el tercer grado: «Mira, sarpanch, déjate de cuentos. Con tanta gente como había allí, nadie vio esas cosas. Los cadáveres de los ahogados, hinchados y con un olor a diablos, están volviendo a la playa. Como sigas mintiendo, te restregaremos la nariz en la verdad.»

«Podéis enseñarme todo lo que queráis -dijo el sarpanch Muhammad Din a sus interrogadores-. Pero yo sé lo que vi.»

«¿Y usted? -los funcionarios se reunieron para interrogar a Mirza Saeed Akhtar en cuanto despertó-. ¿Qué vio en la playa?»

«¿Cómo pueden preguntar eso? -protestó él-. Mi mujer se ha ahogado. No vengan a importunar con sus preguntas.»

Cuando descubrió que él era el único superviviente de la Ayesha Haj que no había visto abrirse las aguas -Sri Srinivas le dijo lo que habían visto los otros, agregando lúgubremente: «Es una vergüenza para nosotros que no se nos considerara dignos de acompañarles. Sobre nosotros, Sethji, las aguas se cerraron, nos golpearon la cara como las puertas del Paraíso»-, Mirza Saeed se derrumbó y lloró durante una semana y un día, y los sollozos secos siguieron sacudiendo su cuerpo mucho después de que sus lagrimales se quedaran sin sal. Y entonces regresó a casa.

* * *

Las polillas habían devorado las punkahs de Peristan y la biblioteca había sido consumida por un billón de hambrientos gusanos. Cuando abría un grifo, en lugar de agua salían serpientes, y la hiedra se había enredado en la cama de columnas en la que antaño habían dormido virreyes. Era como si, en su ausencia, el tiempo se hubiera acelerado y, en lugar de meses, hubieran transcurrido siglos, de manera que, cuando tocó la gigantesca alfombra persa enrollada en el salón de baile se desintegró bajo su mano, y los baños estaban llenos de ranas de ojos escarlata. Por la noche, los chacales aullaban al viento. El gran árbol estaba muerto, o casi, y los campos, áridos como el desierto; los jardines de Peristan, en los que un día, hacía mucho tiempo, él viera por primera vez a una hermosa muchacha, estaban secos y amarillos. Los buitres eran las únicas aves del cielo.

Saeed sacó una mecedora al porche, se sentó y estuvo meciéndose hasta dormirse.

Una vez, sólo una vez, visitó el árbol. El pueblo estaba pulverizado; campesinos sin tierra y saqueadores habían tratado de apoderarse de la tierra abandonada, pero la sequía los había ahuyentado. Aquí no había llovido. Mirza Saeed regresó a Peristan y cerró con candado las oxidadas verjas. No estaba interesado en la suerte de los que habían sobrevivido con él. Fue al teléfono y lo arrancó de la pared.

Transcurridos días que no contó, Mirza Saeed comprendió que estaba muriéndose de hambre, porque notaba que el cuerpo le olía a quitaesmalte de las uñas; pero como no tenía hambre ni sed, se dijo que no merecía la pena molestarse en buscar comida. ¿Para qué? Era preferible seguir sentado en la mecedora, sin pensar, sin pensar, sin pensar.

La última noche de su vida, Mirza Saeed oyó un ruido que sonaba como si un gigante aplastara una selva bajo sus pies, y olió un hedor como el pedo del gigante, y comprendió que el árbol estaba ardiendo. Se levantó de la mecedora y, tambaleándose, cruzó el jardín para ir a ver el fuego cuyas llamas consumían historias, recuerdos y genealogías, purificando la tierra y viniendo hacia él para liberarle; porque el viento llevaba el fuego hacia las tierras de la mansión, de manera que pronto, pronto llegaría su hora. Vio cómo el árbol estallaba en mil fragmentos y el tronco se reventaba como un corazón; luego dio media vuelta y renqueó hasta el lugar del jardín en el que viera a Ayesha por primera vez; y entonces le invadió una dejadez, el cuerpo le pesaba y se tendió en el polvo. Antes de cerrar los ojos, sintió un roce en los labios y vio que un puñado de mariposas trataba de metérsele en la boca. Luego, el mar se abatió sobre él y se vio en el agua, al lado de Ayesha, que, milagrosamente, había salido del cuerpo de su esposa… «Ábrete -le gritaba-. ¡Ábrete bien!» Unos tentáculos de luz le brotaban del vientre y él trataba de cortarlos con el canto de la mano. «Ábrete -gritaba ella-. Si has venido tan lejos, termina.» ¿Cómo era posible que él oyera su voz? Estaban bajo el agua, perdidos en el rugido del mar, pero él la oía claramente, todos podían oírla, oír aquella voz que era como una campana. «Ábrete», decía. Él se cerraba.

Él era una fortaleza cuyas puertas empezaban a ceder. Ahora se ahogaba. Ella se ahogaba también. Él vio que el agua le entraba en la boca y le gorgoteaba en los pulmones. Entonces, dentro de él algo se resistió, él hizo otra elección y, en el instante en que se rompió su corazón, él se abrió.

Su cuerpo se rajó desde la nuez hasta la ingle, de manera que ella pudiera llegar muy adentro, y ahora ella también estaba abierta, todos lo estaban y, cuando ellos se abrieron, las aguas se dividieron y todos caminaron hacia La Meca por el fondo del mar de Arabia.

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