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SEGUNDA PARTE

1 Gato empollando

Muchos días pasó el gato grande, negro y gordo echado junto al huevo, protegiéndolo, acercándolo con toda la suavidad de sus patas peludas cada vez que un movimiento involuntario de su cuerpo lo alejaba un par de centímetros. Fueron largos e incómodos días que a veces se le antojaron totalmente inútiles, pues se veía cuidando a un objeto sin vida, a una especie de frágil piedra, aunque fuera blanca y con pintitas azules. En alguna ocasión, acalambrado por la falta de movimientos, ya que, según las órdenes de Colonello, sólo abandonaba el huevo para ir a comer y visitar la caja en la que hacía sus necesidades, sintió la tentación de comprobar si dentro de aquella bolita de calcio efectivamente crecía un polluelo de gaviota. Entonces acercó una oreja al huevo, luego la otra, pero no consiguió oír nada. Tampoco tuvo suerte cuando intentó ver el interior del huevo poniéndolo a contraluz. La cáscara blanca con pintitas azules era gruesa y no dejaba traslucir absolutamente nada.

Colonello, Secretario y Sabelotodo lo visitaban cada noche, y examinaban el huevo para comprobar si se daba lo que Colonello llamaba "progresos esperados", pero en cuanto veían que el huevo continuaba igual que el primer día, cambiaban de conversación.

Sabelotodo no dejaba de lamentarse de que en su enciclopedia no se indicara la duración exacta de la incubación: el dato más preciso que consiguió sacar de sus gruesos libros fue el de que ésta podía durar entre diecisiete y treinta días, según las características de la especie a la que perteneciera la gaviota madre.

Empollar no había sido fácil para el gato grande, negro y gordo. No podía olvidar la mañana en que el amigo de la familia encargado de cuidarlo consideró que en el piso se juntaba demasiado polvo y decidió pasar la aspiradora.

Cada mañana, durante las visitas del amigo, Zorbas había ocultado el huevo entre unas macetas del balcón, para poder así dedicarle unos minutos a aquel buen tipo que le cambiaba la gravilla de la caja y le abría latas de comida. Le maullaba agradecido, restregaba el cuerpo contra sus piernas, y el humano se marchaba repitiendo que era un gato muy simpático. Pero aquella mañana, después de verlo pasar la aspiradora por la sala y los dormitorios, le oyó decir:

– Y ahora el balcón. Entre las macetas es donde más basura se junta.

Al oír el estallido de un frutero rompiéndose en mil pedazos, el amigo corrió hasta la cocina y desde la puerta gritó:

– ¿Te has vuelto loco, Zorbas? ¡Mira lo que has hecho! Sal ahora mismo de aquí, gato idiota. Sólo faltaría que te clavaras una astilla de vidrio en las patas.

¡Qué insulto tan inmerecido! Zorbas salió de la cocina simulando una gran vergüenza, con el rabo entre las patas, y trotó hasta el balcón. No fue fácil hacer rodar el huevo hasta debajo de una cama, pero lo consiguió, y allí esperó a que el humano terminara la limpieza y se marchara.

Al atardecer del día número veinte Zorbas dormitaba, y por eso no percibió que el huevo se movía, lentamente, pero se movía, como si quisiera echarse a rodar por el piso.

Lo despertó un cosquilleo en el vientre. Abrió los ojos, y no pudo evitar dar un salto al ver que, por una grieta del huevo, aparecía y desaparecía una puntita amarilla.

Zorbas cogió el huevo entre las patas delanteras y así vio cómo el pollito picoteaba hasta abrir un agujero por el que asomó la diminuta cabeza blanca y húmeda.

– ¡Mami! -graznó el pollito de gaviota.

Zorbas no supo qué responder. Sabía que el color de su piel era negro, pero creyó que la emoción y el bochorno lo transformaban en un gato color lila.

2 No es fácil ser mami

– ¡Mami! ¡Mami! -volvió a graznar el pollito ya fuera del huevo. Era blanco como la leche, y unas plumas delgadas, ralas y cortas le cubrían a medias el cuerpo. Intentó dar unos pasos y se desplomó junto a la panza de Zorbas.

– ¡Mami! ¡Tengo hambre! -graznó picoteándole la piel.

¿Qué le daría de comer? Sabelotodo no había maullado nada al respecto. Sabía que las gaviotas se alimentaban de pescado, pero ¿de dónde sacaba él un pedazo de pescado? Zorbas corrió a la cocina y regresó haciendo rodar una manzana.

El pollito se incorporó sobre sus tambaleantes patas y se precipitó sobre la fruta. El piquito amarillo tocó la cáscara, se dobló como si fuera de goma y, al enderezarse nuevamente, catapultó al pollito hacia atrás, haciéndolo caer.

– ¡Tengo hambre! -graznó colérico-. ¡Mami! ¡Tengo hambre!

Zorbas intentó que picoteara una papa, algunas de sus galletas -¡con la familia de vacaciones no había mucho que elegir!-, lamentando haber vaciado su plato de comida antes del nacimiento del pollito. Todo fue en vano. El piquito era muy blando y se doblaba al contacto con la papa. Entonces, en medio de la desesperación, recordó que el pollito era un pájaro, y que los pájaros comen insectos.

Salió al balcón y esperó pacientemente a que una mosca se pusiera al alcance de sus zarpas. No tardó en cazar una y se la entregó al hambriento.

El pollito cogió la mosca con el pico, la apretó y, cerrando los ojos, la tragó.

– ¡Rica comida! ¡Quiero más, mami, quiero más! -graznó entusiasmado. Zorbas saltaba de un extremo a otro del balcón. Tenía reunidas cinco moscas y una araña cuando desde el tejado de la casa de enfrente le llegaron las voces conocidas de los dos gatos facinerosos a los que se había enfrentado hacía ya varios días.

– Mire, compadre. El gordito está haciendo gimnasia rítmica. Con ese cuerpo cualquiera es bailarín -maulló uno.

– Yo creo que está practicando aerobic. Qué gordito tan rico. Qué grácil. Qué estilo tiene. Oye, bola de grasa, ¿te vas a presentar a un concurso de belleza? -maulló el otro.

Los dos facinerosos reían, seguros al otro lado del patio.

De buena gana Zorbas les hubiera hecho probar el filo de sus garras, pero estaban lejos, de tal manera que volvió hacia el hambriento con su botín de insectos.

El pollito devoró las cinco moscas pero se negó a probar la araña. Satisfecho, hipó y se encogió, muy pegado al vientre de Zorbas.

– Tengo sueño, mami -graznó.

– Oye, lo siento, pero yo no soy tu mami -maulló Zorbas.

– Claro que eres mi mami. Y eres una mami muy buena -repuso cerrando los ojos.

Cuando Colonello, Secretario y Sabelotodo llegaron, encontraron al pollito dormido junto a Zorbas.

– ¡Felicidades! Es un pollo muy bonito. ¿Cuánto pesó al nacer? -preguntó Sabelotodo.

– ¿Qué pregunta es ésa? ¡Yo no soy la madre de este pollo! -se desentendió Zorbas.

– Es lo que siempre se pregunta en estos casos. No lo tomes a mal. En efecto, se trata de un pollo muy bonito -preguntó Colonello.

– ¡Qué terrible! ¡Terrible! -exclamó Sabelotodo llevándose las patas delanteras a la boca.

– ¿Podrías decirnos qué es tan terrible? -consultó Colonello.

– El pollito no tiene nada de comer. ¡Es terrible! ¡Terrible! -insistió Sabelotodo.

– Tienes razón. Tuve que darle unas moscas y creo que muy pronto querrá comer de nuevo -reconoció Zorbas.

– Secretario, ¿qué espera? -preguntó Colonello.

– Disculpe, señor, pero no lo sigo -se excusó Secretario.

– Corra al restaurante y regrese con una sardina -ordenó Colonello.

– ¿Y por qué yo, eh? ¿Por qué tengo que ser siempre el gato de los mandados, eh? Que me moje el rabo con bencina, que vaya a buscar una sardina. ¿Por qué siempre yo, eh? -protestó Secretario.

– Porque esta noche, señor mío, cenaremos calamares a la romana. ¿No le parece una buena razón? -indicó Colonello.

– Pues el rabo todavía me apesta a bencina… ¿dijo usted calamares a la romana…? -preguntó Secretario antes de trepar al cubo.

– Mami, ¿quiénes son éstos? -graznó el pollito señalando a los gatos.

– ¡Mami! ¡Te ha dicho mami! ¡Qué terriblemente tierno! -alcanzó a exclamar Sabelotodo, antes de que la mirada de Zorbas le aconsejara cerrar la boca.

– Bueno, caro amico , has cumplido la primera promesa, estás cumpliendo la segunda y sólo te queda la tercera -declaró Colonello.

– La más fácil: enseñarle a volar -maulló Zorbas con ironía.

– Lo conseguiremos. Estoy consultando la enciclopedia, pero el saber lleva su tiempo -aseguró Sabelotodo.

– ¡Mami! ¡Tengo hambre! -los interrumpió el pollito.

3 El peligro acecha

Las complicaciones empezaron al segundo día del nacimiento. Zorbas tuvo que actuar drásticamente para evitar que el amigo de la familia lo descubriera. Apenas oyó abrir la puerta, volcó una maceta vacía sobre el pollito y se sentó encima. Por fortuna el humano no salió al balcón y desde la cocina no oía los graznidos de protesta. El amigo, como siempre, limpió la caja, cambió la gravilla, abrió una lata de comida y, antes de marcharse, se asomó a la puerta del balcón.

– Espero que no estés enfermo, Zorbas. Es la primera vez que no corres en cuanto te abro una lata. ¿Qué haces sentado en esa maceta? Cualquiera diría que estás ocultando algo. Bueno, hasta mañana, gato loco.

¿Y si se le hubiera ocurrido mirar debajo de la maceta? De sólo pensarlo se le aflojó el vientre y tuvo que correr hasta la caja.

Allí estaba, con el rabo muy levantado, sintiendo un gran alivio y pensando en las palabras del humano.

"Gato loco." Así lo había llamado. "Gato loco."

Tal vez tuviera razón, porque lo más práctico hubiera sido dejarle ver el pollito. El amigo habría pensado entonces que sus intenciones eran comérselo y se lo habría llevado para cuidarlo hasta que creciera. Pero él lo había ocultado bajo una maceta. ¿Era un gato loco?

No. De ninguna manera. Zorbas seguía rigurosamente el código de honor de los gatos de puerto. Había prometido a la agonizante gaviota que enseñaría a volar al pollito, y lo haría. No sabía cómo, pero lo haría.

Zorbas tapaba concienzudamente sus excrementos cuando los graznidos alarmados del pollito lo hicieron volver al balcón.

Lo que vio allí le heló la sangre.

Los dos gatos facinerosos estaban echados frente al pollito, movían los rabos excitados y uno de ellos lo sujetaba con una zarpa encima de la rabadilla. Por fortuna le daban la espalda y no lo vieron llegar. Zorbas tensó todos los músculos del cuerpo.

– Quién iba a decir que encontraríamos un desayuno tan bueno, compadre. Es chiquito pero se ve sabroso -maulló uno.

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