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Así pensaba Zorbas, el gato grande, negro y gordo, porque no sabía lo que se le vendría encima en las próximas horas.

3 Hamburgo a la vista

Kengah desplegó las alas para levantar el vuelo, pero la espesa ola fue más rápida y la cubrió enteramente. Cuando salió a flote, la luz del día había desaparecido y, tras sacudir la cabeza con energía, comprendió que la maldición de los mares le oscurecía la vista.

Kengah, la gaviota de plumas de color plata, hundió varias veces la cabeza, hasta que unos destellos de luz llegaron a sus pupilas cubiertas de petróleo. La mancha viscosa, la peste negra, le pegaba las alas al cuerpo, así que empezó a mover las patas con la esperanza de nadar rápido y salir del centro de la marea negra.

Con todos los músculos acalambrados por el esfuerzo alcanzó por fin el límite de la mancha de petróleo y el fresco contacto con el agua limpia. Cuando, a fuerza de parpadear y hundir la cabeza consiguió limpiarse los ojos, miró al cielo, no vio más que algunas nubes que se interponían entre el mar y la inmensidad de la bóveda celeste. Sus compañeras de la bandada del Faro de la Arena Roja volarían ya lejos, muy lejos.

Era la ley. Ella también había visto a otras gaviotas sorprendidas por las mortíferas mareas negras y, pese a los deseos de bajar a brindarles una ayuda tan inútil como imposible, se había alejado, respetando la ley que prohíbe presenciar la muerte de las compañeras.

Con las alas inmovilizadas, pegadas al cuerpo, las gaviotas eran presas fáciles para los grandes peces, o morían lentamente, asfixiadas por el petróleo que, metiéndose entre las plumas, les tapaba todos los poros.

Esa era la suerte que le esperaba, y deseó desaparecer pronto entre las fauces de un gran pez.

La mancha negra. La peste negra. Mientras esperaba el fatal desenlace, Kengah maldijo a los humanos.

– Pero no a todos. No debo ser injusta -graznó débilmente.

Muchas veces, desde la altura vio cómo grandes barcos petroleros aprovechaban los días de niebla costera para alejarse mar adentro a lavar sus tanques. Arrojaban al mar miles de litros de una sustancia espesa y pestilente que era arrastrada por las olas. Pero también vio que a veces unas pequeñas embarcaciones se acercaban a los barcos petroleros y les impedían el vaciado de los tanques. Por desgracia aquellas naves adornadas con los colores del arco iris no llegaban siempre a tiempo a impedir el envenenamiento de los mares.

Kengah pasó las horas más largas de su vida posada sobre el agua, preguntándose aterrada si acaso le esperaba la más terrible de las muertes; peor que ser devorada por un pez, peor que sufrir la angustia de la asfixia, era morir de hambre.

Desesperada ante la idea de una muerte lenta, se agitó entera y con asombro comprobó que el petróleo no le había pegado las alas al cuerpo. Tenía las plumas impregnadas de aquella sustancia espesa, pero por lo menos podía extenderlas. -Tal vez tenga todavía una posibilidad de salir de aquí y, quién sabe si volando alto, muy alto, el sol derretirá el petróleo -graznó Kengah.

Hasta su memoria acudió una historia escuchada a una vieja gaviota de las islas Frisias que hablaba de un humano llamado Ícaro, quien para cumplir con el sueño de volar se había confeccionado alas con plumas de águila, y había volado, alto, hasta muy cerca del sol, tanto que su calor derritió la cera con que había pegado las plumas y cayó.

Kengah batió enérgicamente las alas, encogió las patas, se elevó un par de palmos y se fue de bruces al agua. Antes de intentarlo nuevamente sumergió el cuerpo y movió las alas bajo el agua. Esta vez se elevó más de un metro antes de caer.

El maldito petróleo le pegaba las plumas de la rabadilla, de tal manera que no conseguía timonear el ascenso. Una vez más se sumergió y con el pico tiró de la capa de inmundicia que le cubría la cola. Soportó el dolor de las plumas arrancadas, hasta que finalmente comprobó que su parte trasera estaba un poco menos sucia.

Al quinto intento Kengah consiguió levantar el vuelo. Batía las alas con desesperación, pues el peso de la capa de petróleo no le permitía planear. Un solo descanso y se iría abajo. Por fortuna era una gaviota joven y sus músculos respondían en buena forma.

Ganó altura. Sin dejar de aletear miró hacia abajo y vio la costa apenas perfilada como una línea blanca. Vio también algunos barcos moviéndose cual diminutos objetos sobre un paño azul. Ganó más altura, pero los esperados efectos del sol no la alcanzaban. Tal vez sus rayos prodigaban un calor muy débil, o la capa de petróleo era demasiado espesa.

Kengah comprendió que las fuerzas no le durarían demasiado y, buscando un lugar donde descender, voló tierra adentro, siguiendo la serpenteante línea verde del Elba.

El movimiento de sus alas se fue tornando cada vez más pesado y lento. Perdía fuerza. Ya no volaba tan alto.

En un desesperado intento por recobrar altura cerró los ojos y batió las alas con sus últimas energías. No supo cuánto tiempo mantuvo los ojos cerrados, pero al abrirlos volaba sobre una alta torre adornada con una veleta de oro.

– ¡San Miguel! -graznó al reconocer la torre de la iglesia hamburguesa. Sus alas se negaron a continuar el vuelo.

4 El fin de un vuelo

El gato grande, negro y gordo tomaba el sol en el balcón, ronroneando y meditando acerca de lo bien que se estaba allí, recibiendo los cálidos rayos panza arriba, con las cuatro patas muy encogidas y el rabo estirado. En el preciso momento en que giraba perezosamente el cuerpo para que el sol le calentara el lomo, escuchó el zumbido provocado por un objeto volador que no supo identificar y que se acercaba a gran velocidad. Alerta, dio un salto, se paró sobre las cuatro patas y apenas alcanzó a echarse a un lado para esquivar a la gaviota que cayó en el balcón. Era un ave muy sucia. Tenía todo el cuerpo impregnado de una sustancia oscura y maloliente.

Zorbas se acercó y la gaviota intentó incorporarse arrastrando las alas.

– No ha sido un aterrizaje muy elegante -maulló.

– Lo siento. No pude evitarlo -reconoció la gaviota.

– Oye, te ves fatal. ¿Qué es eso que tienes en el cuerpo? ¡Y cómo apestas! -maulló Zorbas.

– Me ha alcanzado una marea negra. La peste negra. La maldición de los mares. Voy a morir -graznó quejumbrosa la gaviota.

– ¡Morir? No digas eso. Estás cansada y sucia. Eso es todo. ¿Por qué no vuelas hasta el zoo? No está lejos de aquí y allí hay veterinarios que podrán ayudarte -maulló Zorbas.

– No puedo. Ha sido mi vuelo final -graznó la gaviota con voz casi inaudible, y cerró los ojos.

– ¡No te mueras! Descansa un poco y verás como te repones. ¿Tienes hambre? Te traeré un poco de mi comida, pero no te mueras -pidió Zorbas acercándose a la desfallecida gaviota. Venciendo la repugnancia, el gato le lamió la cabeza. Aquella sustancia que la cubría sabía además horrible. Al pasarle la lengua por el cuello notó que la respiración del ave se tornaba cada vez más débil.

– Escucha, amiga, quiero ayudarte pero no sé cómo. Procura descansar mientras voy a consultar qué se hace con una gaviota enferma -maulló Zorbas antes de trepar al tejado. Se alejaba en dirección al castaño cuando escuchó que la gaviota lo llamaba.

– ¿Quieres que te deje un poco de mi comida? -sugirió algo aliviado.

– Voy a poner un huevo. Con las últimas fuerzas que me quedan voy a poner un huevo. Amigo gato, se ve que eres un animal bueno y de nobles sentimientos. Por eso voy a pedirte que me hagas tres promesas. ¿Me las harás? -graznó sacudiendo torpemente las patas en un fallido intento por ponerse de pie.

Zorbas pensó que la pobre gaviota deliraba y que con un pájaro en tan penoso estado sólo se podía ser generoso.

– Te prometo lo que quieras. Pero ahora descansa -maulló compasivo.

– No tengo tiempo para descansar. Prométeme que no te comerás el huevo -graznó abriendo los ojos.

– Prometo no comerme el huevo -repitió Zorbas.

– Prométeme que lo cuidarás hasta que nazca el pollito -graznó alzando el cuello.

– Prometo que cuidaré el huevo hasta que nazca el pollito.

– Y prométeme que le enseñarás a volar -graznó mirando fijamente a los ojos del gato.

Entonces Zorbas supuso que esa desafortunada gaviota no sólo deliraba, sino que estaba completamente loca.

– Prometo enseñarle a volar. Y ahora descansa, que voy en busca de ayuda -maulló Zorbas trepando de un salto hasta el tejado.

Kengah miró al cielo, agradeció todos los buenos vientos que la habían acompañado y, justo cuando exhalaba el último suspiro, un huevito blanco con pintitas azules rodó junto a su cuerpo impregnado de petróleo.

5 En busca de consejo

Zorbas bajó rápidamente por el tronco del castaño, cruzó el patio interior a toda prisa para evitar ser visto por unos perros vagabundos, salió a la calle, se aseguró de que no venía ningún auto, la cruzó y corrió en dirección del Cuneo, un restaurante italiano del puerto. Dos gatos que husmeaban en un cubo de basura lo vieron pasar.

– ¡Ay, compadre! ¿Ve lo mismo que yo? Pero qué gordito tan lindo -maulló uno.

– Sí, compadre. Y qué negro es. Más que una bolita de grasa parece una bolita de alquitrán. ¿Adónde vas, bolita de alquitrán? -preguntó el otro.

Aunque iba muy preocupado por la gaviota, Zorbas no estaba dispuesto a dejar pasar las provocaciones de esos dos facinerosos. De tal manera que detuvo la carrera, erizó la piel del lomo y saltó sobre el cubo de basura.

Lentamente estiró una pata delantera, sacó una garra larga como una cerilla, y la acercó a la cara de uno de los provocadores.

– ¿Te gusta? Pues tengo nueve más. ¿Quieres probarlas en el espinazo? -maulló con toda calma.

Con la garra frente a los ojos, el gato tragó saliva antes de responder.

– No, jefe. ¡Qué día tan bonito! ¿No le parece? -maulló sin dejar de mirar la garra.

– ¿Y tú? ¿Qué me dices? -increpó Zorbas al otro gato.

– Yo también digo que hace buen día, agradable para pasear, aunque un poquito frío.

Arreglado el asunto, Zorbas retomó el camino hasta llegar frente a la puerta del restaurante. Dentro, los mozos disponían las mesas para los comensales del mediodía. Zorbas maulló tres veces y esperó sentado en el rellano. A los pocos minutos se le acercó Secretario, un gato romano muy flaco y con apenas dos bigotes, uno a cada lado de la nariz.

– Lo sentimos mucho, pero si no ha hecho reserva no podremos atenderlo. Estamos al completo -maulló a manera de saludo. Iba a agregar algo más, pero Zorbas lo detuvo.

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