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– ¿Qué quieres? ¿Quién eres? -preguntó alarmada la gata.

– No te vayas, por favor. Me llamo Zorbas y vivo cerca de aquí. Necesito que me ayudes. ¿Puedo bajar?

La gata le hizo un gesto con la cabeza. Zorbas saltó hasta la terraza y se sentó sobre las patas traseras. Bubulina se acercó a olerlo.

– Hueles a libro, a humedad, a ropa vieja, a pájaro, a polvo, pero tu pelo está limpio -aprobó la gata.

– Son los olores del bazar de Harry. No te extrañes si también huelo a chimpancé -le advirtió Zorbas. Una suave música llegaba hasta la terraza. -Qué bonita música -comentó Zorbas.

– Vivaldi. Las cuatro estaciones. ¿Qué quieres de mí? -quiso saber Bubulina.

– Que me invites a pasar y me presentes a tu humano -contestó Zorbas.

– Imposible. Está trabajando y nadie, ni siquiera yo, puede importunarlo -respondió la gata.

– Por favor, es algo muy urgente. Te lo pido en nombre de todos los gatos del puerto -imploró Zorbas.

– ¿Para qué quieres verlo? -preguntó Bubulina con desconfianza.

– Debo maullar con él -respondió Zorbas con decisión.

– ¡Eso es tabú! -maulló Bubulina con la piel erizada-. ¡Lárgate de aquí!

– No. Y si no quieres invitarme a pasar, ¡pues que venga él! ¿Te gusta el rock, gatita? En el interior, el humano tecleaba en su máquina de escribir. Se sentía dichoso porque estaba a punto de terminar un poema y los versos le salían con una fluidez asombrosa. De pronto, desde la terraza le llegaron los maullidos de un gato que no era su Bubulina. Eran unos maullidos destemplados y que sin embargo parecían tener cierto ritmo. Entre molesto e intrigado salió a la terraza y tuvo que restregarse los ojos para creer lo que veía.

Bubulina se tapaba las orejas con las dos patas delanteras sobre la cabeza y, frente a ella, un gato grande, negro y gordo, sentado sobre la base del espinazo y la espalda apoyada en una maceta, sostenía el rabo con una pata delantera como si fuera un contrabajo y con la otra simulaba rasgar sus cuerdas, mientras soltaba enervantes maullidos.

Repuesto de la sorpresa no pudo reprimir la risa y, cuando se dobló apretándose el vientre de tanto reír, Zorbas aprovechó para colarse en el interior de la casa.

Cuando el humano, todavía muerto de risa, se dio la vuelta, se encontró al gato grande, negro y gordo sentado en un sillón.

– ¡Vaya concierto! Eres un seductor muy original, pero me temo que a Bubulina no le gusta tu música. ¡Menudo concierto! -dijo el humano.

– Sé que canto muy mal. Nadie es perfecto -respondió Zorbas en el lenguaje de los humanos.

El humano abrió la boca, se dio un golpe en la cara y apoyó la espalda contra una pared.

– Ha… ha… hablas -exclamó el humano.

– Tú también lo haces y yo no me extraño. Por favor, cálmate -le aconsejó Zorbas.

– U… un ga… gato… que habla -dijo el humano dejándose caer en el sofá.

– No hablo, maúllo, pero en tu idioma. Sé maullar en muchos idiomas -indicó Zorbas.

El humano se llevó las manos a la cabeza y se cubrió los ojos mientras repetía "es el cansancio, es el cansancio". Al retirar las manos el gato grande, negro y gordo seguía en el sillón.

– Son alucinaciones. ¿Verdad que eres una alucinación? -preguntó el humano.

– No, soy un gato de verdad que maúlla contigo -le aseguró Zorbas-. Entre muchos humanos, los gatos del puerto te hemos elegido a ti para confiarte un gran problema, y para que nos ayudes. No estás loco. Yo soy real.

– ¿Y dices que maúllas en muchos idiomas? -preguntó incrédulo el humano.

– Supongo que quieres una prueba. Adelante -propuso Zorbas. -Buon giorno -dijo el humano.

– Es tarde. Mejor digamos buona sera -corrigió Zorbas.

– Kalimera -insistió el humano.

– Kalispera , ya te dije que es tarde -volvió a corregir Zorbas.

– Doberdanl -gritó el humano.

– Dobreutra , ¿me crees ahora? -preguntó Zorbas.

– Sí. Y si todo esto es un sueño, qué importa. Me gusta y quiero seguir soñándolo -respondió el humano.

– Entonces puedo ir al grano -propuso Zorbas.

El humano asintió, pero le pidió respetar el ritual de la conversación de los humanos. Le sirvió al gato un plato de leche, y él se acomodó en el sofá con una copa de coñac en las manos.

– Maúlla, gato -dijo el humano, y Zorbas le refirió la historia de la gaviota, del huevo, de Afortunada y de los infructuosos esfuerzos de los gatos para enseñarle a volar.

– ¿Puedes ayudarnos? -consultó Zorbas al terminar su relato.

– Creo que sí. Y esta misma noche -respondió el humano.

– ¿Esta misma noche? ¿Estás seguro? -inquirió Zorbas.

– Mira por la ventana, gato. Mira el cielo. ¿Qué ves? -invitó el humano.

– Nubes. Nubes negras. Se acerca una tormenta y muy pronto lloverá -observó Zorbas.

– Pues por eso mismo -dijo el humano.

– No te entiendo. Lo siento, pero no te entiendo -aceptó Zorbas.

Entonces el humano fue hasta su escritorio, tomó un libro y rebuscó entre las páginas.

– Escucha, gato: te leeré algo de un poeta llamado Bernardo Atxaga. Unos versos de un poema titulado "Las gaviotas".

Pero su pequeño corazón
-que es el de los equilibristas-
por nada suspira tanto
como por esa lluvia tonta
que casi siempre trae viento,
que casi siempre trae sol.

– Entiendo. Estaba seguro de que podías ayudarnos -maulló Zorbas saltando del sillón.

Acordaron reunirse a medianoche frente a la puerta del bazar, y el gato grande, negro y gordo corrió a informar a sus compañeros.

11 El vuelo

Una espesa lluvia caía sobre Hamburgo y de los jardines se elevaba el aroma de la tierra húmeda. Brillaba el asfalto de las calles y los anuncios de neón se reflejaban deformes en el suelo mojado. Un hombre enfundado en una gabardina caminaba por una calle solitaria del puerto dirigiendo sus pasos hacia el bazar de Harry.

– ¡De ninguna manera! -chilló el chimpancé-. ¡Aunque me claven sus cincuenta garras en el culo yo no les abro la puerta!

– Pero si nadie tiene intención de hacerte daño. Te pedimos un favor, eso es todo -maulló Zorbas.

– El horario de apertura es de nueve de la mañana a seis de la tarde. Es el reglamento y debe ser respetado -chilló Matías.

– ¡Por los bigotes de la morsa! ¿Es que no puedes ser amable una vez en tu vida, macaco? -maulló Barlovento.

– Por favor, señor mono -graznó suplicante Afortunada.

– ¡Imposible! El reglamento me prohíbe estirar la mano y correr el cerrojo que ustedes, por no tener dedos, sacos de pulgas, no pueden abrir -chilló con sorna Matías.

– Eres un mono terrible, ¡terrible! -maulló Sabelotodo.

– Hay un humano afuera y está mirando el reloj -maulló Secretario, que atisbaba por una ventana.

– ¡Es el poeta! ¡No hay tiempo que perder! -maulló Zorbas corriendo a toda velocidad hacia la ventana.

Las campanas de la iglesia de San Miguel empezaron a tañer los doce toques de medianoche y un ruido de cristales rotos sobresaltó al humano. El gato grande, negro y gordo cayó a la calle en medio de una lluvia de astillas, pero se incorporó sin preocuparse de las heridas en la cabeza y saltó de nuevo hacia la ventana por la que había salido.

El humano se acercó en el preciso momento en que una gaviota era alzada por varios gatos hasta el alféizar. Detrás de los gatos, un chimpancé se manoseaba la cara tratando de taparse los ojos, los oídos y la boca al mismo tiempo.

– ¡Tómala! Que no se hiera con los cristales -maulló Zorbas.

– Vengan acá, los dos -dijo el humano tomándola en sus brazos.

El humano se alejó presuroso de la ventana del bazar. Bajo la gabardina llevaba a un gato grande, negro y gordo, y a una gaviota de plumas color plata.

– ¡Canallas! ¡Bandoleros! ¡Pagarán por esto! -chilló el chimpancé.

– Te lo buscaste. ¿Y sabes qué pensará Harry mañana? Que tú rompiste el vidrio -maulló Secretario.

– Caramba, por esta vez acierta usted al quitarme los maullidos de la boca -maulló Colonello.

– ¡Por los colmillos de la morena! ¡Al tejado! ¡Veremos volar a nuestra Afortunada! -maulló Barlovento.

El gato grande, negro y gordo y la gaviota iban muy cómodos bajo la gabardina, sintiendo el calor del cuerpo del humano, que caminaba con pasos rápidos y seguros. Sentían latir sus tres corazones a ritmos diferentes, pero con la misma intensidad.

– Gato, ¿te has herido? -preguntó el humano al ver unas manchas de sangre en las solapas de su gabardina.

– No tiene importancia. ¿Adónde vamos? -preguntó Zorbas.

– ¿Entiendes al humano? -graznó Afortunada.

– Sí. Y es una buena persona que te ayudará a volar -le aseguró Zorbas.

– ¿Entiendes a la gaviota? -preguntó el humano.

– Dime adónde vamos -insistió Zorbas.

– Ya no vamos, hemos llegado -respondió el humano.

Zorbas asomó la cabeza. Estaban frente a un edificio alto. Alzó la vista y reconoció la torre de San Miguel iluminada por varios reflectores. Los haces de luz daban de lleno en su esbelta estructura forrada de planchas de cobre, que el tiempo, la lluvia y los vientos habían cubierto de una pátina verde.

– Las puertas están cerradas -maulló Zorbas.

– No todas -dijo el humano-. Suelo venir aquí a fumar y pensar en soledad durante las noches de tormenta. Conozco una entrada para nosotros.

Dieron un rodeo y entraron por una pequeña puerta lateral que el humano abrió con la ayuda de una navaja. De un bolsillo sacó una linterna y, alumbrados por su delgado rayo de luz, empezaron a subir una escalera de caracol que parecía interminable.

– Tengo miedo -graznó Afortunada.

– Pero quieres volar, ¿verdad? -maulló Zorbas.

Desde el campanario de San Miguel se veía toda la ciudad. La lluvia envolvía la torre de la televisión y, en el puerto, las grúas parecían animales en reposo.

– Mira, allá se ve el bazar de Harry. Allá están nuestros amigos -maulló Zorbas.

– ¡Tengo miedo! ¡Mami! -graznó Afortunada.

Zorbas saltó hasta la baranda que protegía el campanario. Abajo, los autos se movían como insectos de ojos brillantes. El humano tomó a la gaviota en sus manos.

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