»Jamil me pidió que me alejara. Temía por mí. Yo acepté su necesidad de estar solo con su madre. Antes que nada, debía rehacer su relación con ella. Entendí que había allí algo insondable para mí y que pertenece al mundo palestino del honor. Desde esas profundidades Jamil debía aprender, en seguida, a recordarme de nuevo. Fui a Jerusalén y esperé el viaje anual de Bernstein. No le dije lo que sabía. Entiéndeme, por favor. Me hice su amante para saber más, es cierto, para derrumbar el muro de su vanidad patética y oír su voz desnuda. Insinué el problema de las torturas. Me dijo tranquilamente que eso era necesario en un combate de vida o muerte como el nuestro. ¿Sabía yo algo de las cárceles en Siria o Iraq? Le pregunté si nosotros, las víctimas del nazismo, podíamos repetir los horrores de nuestros verdugos. Me contestó que la debilidad de Israel no era comparable a la fuerza de Alemania. No me dio tiempo de contestarle que la debilidad de los palestinos no es tampoco comparable a la fuerza de los israelitas. Estaba muy ocupado explicándome en detalle que costaba mucho dinero impedir que se investigaran estas acusaciones; él lo sabía bien, porque era una de sus tareas en el extranjero.
»Pero miento, Félix. Me acosté con Bernstein para cumplir el ciclo de mi propia penitencia, para purgar en mi propio cuerpo de mujer la razón pervertida de nuestra venganza contra el nazismo: el sufrimiento nuestro, impuesto ahora a seres más débiles que nosotros. Buscamos un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero sólo es amo de sí mismo quien no tiene esclavos. No supimos ser amos sin nuevos esclavos. Acabamos por ser verdugos a fin de no ser víctimas. Encontramos a nuestras propias víctimas para dejar de serlo. Me hundí con Bernstein en el tiempo sin fechas del sufrimiento. Lo que nos une a judíos y palestinos es el dolor, no la violencia. Cada uno mira al otro sin reconocer más que su propio sufrimiento en los ojos del enemigo. Para poder rechazar ese sufrimiento ajeno que es sin embargo gemelo del nuestro, sólo tenemos el recurso de la violencia. No miento, Félix. Me acosté con Bernstein para que tú lo odiaras tanto como yo. Jamil y yo somos aliados de la civilización que no muere; Bernstein es agente de los poderes pasajeros. Y porque se sabe pasajero, el poder siempre es cruel. Bernstein sabe que ésta es la venganza anticipada del poder contra la civilización. Él me obligó a añadir nuevos nombres a la geografía del terror. Di Dachau, Treblinka y Bergen-Belsen sólo si puedes decir Moscobiya, Ramallah y Sarafand. Puedes dudar de toda la historia de nuestro siglo, menos de la universalidad de su terror. Nadie escapa a este estigma, ni los franceses en Argelia, ni los norteamericanos en Vietnam, ni los mexicanos en Tlatelolco, ni los chilenos en Dawson, ni los soviéticos en su inmenso Gulag. Nadie. ¿Por qué íbamos a ser distintos los judíos? El pasaporte de la historia moderna sólo acepta un visado, el del terror. No importa. Regreso a mi verdadera tierra a luchar con Jamil contra la injusticia que un pueblo le impone a otro. Es la misma razón que me llevó a Israel hace doce años. Sólo así puedo ser fiel a la muerte de mis padres en Auschwitz.
»No quería partir sin despedirme de ti. Te pondré este disco en el correo del aeropuerto.»
El disco continuó girando. Al cabo, agotada, la aguja se retrajo abruptamente, rayándolo como un cuchillo sobre una cacerola. Félix rescató el mensaje de Sara Klein y lo guardó en la funda nueva donde los ojos de Satchmo eran dos moras alegres.
Lo detuvo largo rato entre las manos, delicadamente, parecido a una corona sin cabeza sobre la cual posarse. Luego se levantó y lo guardó en la maleta. No debía dejar rastro alguno; mientras menos pruebas quedaran en este caso, mejor. Se dirigió hacia el teléfono, marque cero para comunicaciones directas, uno si necesita el auxilio de la operadora, evocando las frases que iba a pronunciar. Se dijo una de ellas, se la aplicó a sí mismo, mi memoria tiene algunos derechos y recordó con un sobresalto doloroso que esa misma mañana Sara Klein fue incinerada. Quizá su obligación, profesional pero sobre todo personal, era estar allí. Sin embargo, la fatiga lo venció y se quedó dormido en el apartamento de la calle de Génova. Quiso olvidar, renunció a los derechos de su memoria, ya nadie podía pedirle cuentas sino a Félix Maldonado, se dijo mientras marcó un número en el teléfono.
Cuando oyó que la comunicación se había establecido y que yo esperaba en silencio en la línea, dijo:
– When shall we two meet again?
– When the battle's lost and won -le contesté-. news?7
– Good news -respondió Félix con la voz quebrada.
– Ha, ha! -reí-. Where?8
– In Genoa9 -murmuró Félix-. I pray you, which is the way to Master Jew's? 10
– He hath a third in México, and other ventures he hath.11
– Why doth the Jew pause?12 -preguntó Félix mirando hacia la valija que guardaba el mensaje hablado de Sara Klein,
– Hurt with the same weapons, heded by the same means13 -le respondí.
Félix hizo una pausa y le pregunté:
– What has been done with the dead body 14
– Compunded it with dust, whereto 'tis kin15 -dijo violentamente Félix, se calmó y me preguntó con el tono neutro que convenimos-. What news? I have some rights of memory.16
– Go merrily to London17 -le aconsejé-. Within the hour they will be at your aid.18
Félix pescó de reojo al gemelo de su imagen en las ventanas opacas cerradas sobre el bullicio de la calle de Génova.
– Lord, I am much changed.19
– A sailor's wife had chestnuts in her lap.20 To Aleppo gone, Master o'the Tiger21 -dije y colgué.
7. ¿Buenas nuevas? Mercader de Venecia, iii, 1, 14.
8. Ja, ja. ¿Dónde? Ibíd.
9. En Génova. Ibíd.
10. Te ruego, ¿cuál es la ruta hacia el Maestro Judío? Ibíd., i, 2, 19.
11. Posee un tercio en México, mas tiene otras empresas. Ibíd., i, 2, 19.
12. ¿Por qué se demora el Judío? Ibíd.
13. Herido con las mismas armas, se cura con los mismos medíos. Ibíd., iii, 1, 65.
14. ¿Qué han hecho del cadáver? Hamlet, iv, 1, 5.
15. Confundido con el polvo, del cual es semejante. Ibíd., iv, 2, 6.
16. ¿Qué noticias? Tengo algunos derechos a la memoria. Ibíd., v, 2, 404.
17. Ve alegremente a Londres. 1.a parte de Enrique IV, ii, 2, 61.
18. Dentro de la hora acudirán en tu auxilio. 1.a parte de Enrique VI, i, 1, 143.
19. Señor, estoy muy cambiado. Mercader de Venecia, ii, 2, 109.
20. La mujer del marinero tiene castañas en el regazo. Macbeth, i, 3, 4.
21. A Aleppo se fue, el capitán del Tigre. Ibíd., i, 3, 9.
Félix escuchó un momento el zumbido muerto de la bocina y también colgó. Sin Solución de continuidad, oyó un timbre y dudó entre el teléfono y la puerta. Descolgó de nuevo la bocina y el paso de abejorros lejanos se repitió: Volvió a colgar. El timbre de la puerta repiqueteó sordo e insistente. Fue a abrir y encontró, al mirar ligeramente hacia abajo, la corta estatura de Simón Ayub con un bulto envuelto en papel periódico bajo el brazo y una llave de hotel en la mano.
– Tranquilo, mano -dijo rápidamente Ayub-, vengo en son de paz. La prueba: tengo la llave de tu cuarto en la mano pero toqué el timbre.
– Luego se ve que tu patrón te está educando.
– Diles que sean más cuidadosos en la recepción. Cualquiera puede entrar así. Basta pedir la llave y te la dan.
– Es un hotel de amantes ilícitos y turistas pendejos, ¿no sabías?
– De todos modos, debían ser más estrictos. Así ni chiste tiene.
Intentó mirar por encima del hombro de Félix, husmeando el ambiente pero invadiéndolo con su acento de clavo,
– ¿Puedo pasar?
Félix se apartó y Simón Ayub entró con esos andares de güerito conquistador que tanto le disgustaron desde que el siriolibanés lo fue a ver al despacho de la Secretaría de Fomento Industrial.
– De una vez te ahorro las preguntas inútiles -dijo Ayub columpiándose sobre los tacones cubanos que lo alturizaban, sin mirar a Félix. Tres contra uno que vendrías aquí y nueve contra diez que ocuparías este apartamento. ¿Correcto?
– Correcto -dijo Félix-. Pero no son ésas mis preguntas.
– ¿Ah, sí? -dijo con displicencia Ayub, escudriñando con la mirada los cuatro costados del apartamento.
– ¿Por qué no salió nada sobre el atentado en los periódicos?, ¿qué sucedió realmente?, ¿quién murió en mi nombre y con mi nombre?, ¿por qué fue necesario matar a otro?, ¿por qué no me capturaron y me mataron a mí?, ¿por qué tuve que escapar del hospital si eso es lo que ustedes querían?, ¿a quién sirven tú y tu patrón?
– Está bonito el lugar -sonrió Ayub, sin hacer caso de las preguntas de Félix-. ¡Las cosas que pasan en estos lugares!
– Seguro -dijo Félix acercándose con paso felino a Ayub-, ¿quién mató a Sara Klein?
– Aquí sólo vienen turistas o parejas de amantes -siguió sonriendo Ayub, permitiéndose los excesos a los que lo autorizaba ser chaparro, blanquito y bonito.
– ¿A qué vienes tú?
– No es la primera vez que vengo -dijo Ayub con su airecillo de suficiencia y Félix lo agarró de la solapa.
Ayub le acarició la mano.
– ¿Ya vamos sanando? ¿Te mando a Lichita a curarte, cuate?
– Recuerda que con una sola mano te di el descontón, enano -dijo Félix sin soltar la solapa del siriolibanés.
– No olvido nada -dijo Ayub con un rencor nublado y repentino en los ojos-, pero prefiero recordártelo en otra ocasión. Ahora no.
Retiró suavemente la mano de Félix y la sonrisa de auto-complacencia regresó a sus labios.
– Ya van dos solapas que me estropean, una el D. G. con su cigarro el otro día y ahora tú con tu manubrio. Así no me alcanza para los tacuches, de plano.
– ¿Quién te viste? ¿La Lockheed? -dijo Félix mirando el traje brillante, color avión, de Ayub.
– Ya estuvo suave, ¿no? -sonrió Ayub alisándose las solapas-. Mira nomás qué manera de recibir a un amigo. Sobre todo a un amigo que te trae un regalo.
Le ofreció a Félix el bulto envuelto en papel periódico. Félix lo recibió con desgano irremediable.