Los mapas oficiales lo destacan como un gran rectángulo que se extiende de las plataformas marinas de Chac 1 y Kukulkán 1 en el Golfo de México a los yacimientos de Sitio Grande en las estribaciones de la Sierra de Chiapas y del puerto de Coatzacoalcos a la desembocadura del río Usumacinta.
Los mapas de la memoria describen el arco de una costa de exuberancias solitarias: la primera que vieron los conquistadores españoles. Tabasco, Veracruz, Campeche, un mar color limón, tan verde que a veces parece una llanura, cargado con los olores de su riqueza de pargo, corvina, esmedregal y camarón, enredado de algas que encadenan a las olas mansas que van a desvanecerse frente a las playas de palmeras moribundas: un rojo cementerio vegetal y luego el ascenso lento por las tierras rojas como una cancha de tennis y verdes como un tapete de billar, a lo largo de los ríos perezosos cuajados de jacintos flotantes hacia las brumas de la sierra indígena, asiento del mundo secreto de los tzotziles: Chiapas, una lanza de fuego en una corona de humo.
Es la tierra de la Malinche. Hernán Cortés la recibió de manos de los caciques de Tabasco, junto con cuatro diademas y una lagartija de oro. Fue un regalo más; pero este regalo hablaba. Su nombre indio era Malintzin; la bautizaron los astros porque nació bajo un mal signo, Ce Malinalli, oráculo del infortunio, la revuelta, la riña, la sangre derramada y la impaciencia.
Los padres de la niña maldita, príncipes de su tierra, sintieron miedo y la entregaron secretamente a la tribu de Xicalango. Casualmente, esa misma noche murió otra niña, hija de esclavos de los padres de Malintzin. Los príncipes dijeron que la muerta era su hija y la enterraron con los honores de su rango nobiliario. La niña maldita, como si sus propietarios adivinasen el funesto augurio de su nacimiento, pasó de pueblo en pueblo, parte de todos los tributos, hasta ser ofrecida al Teúl de piel blanca y barba rubia que los indios confundieron con el Dios bienhechor Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada que un día huyó del horror de México y prometió regresar otro día, por él mar del oriente, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.
Entonces la voz de la esclava enterrada habló con la lengua de la princesa maldita y guió a los conquistadores hasta la eterna sede, alta y central, del poder en México: la meseta del Anáhuac y la ciudad de Tenochtitlan, capital de Moctezuma, el Señor de la Gran Voz.
Cortés convirtió a Malintzin dos veces: primero al amor; en seguida al cristianismo. Fue bautizada Marina. El pueblo la llama Malinche, nombre de la traición, voz que reveló a los españoles las ocultas debilidades del imperio azteca y permitió a quinientos aventureros ávidos de oro conquistar una nación cinco veces más grande que España. La pequeña voz de la mujer derrotó a la gran voz del emperador.
Pero debajo de la tierra de la Malinche existe una riqueza superior a todo el oro de Moctezuma. Sellado por trampas geológicas más antiguas que los más viejos imperios, el tesoro de Chiapas, Veracruz y Tabasco es una promesa en una botella cerrada; buscarlo es como perseguir a un gato invisible en un laberinto subterráneo. Las pacientes perforadoras penetran a dos mil, tres mil, cuatro mil metros de profundidad, en el mar, en la selva, en la sierra. El hallazgo de un pozo fértil compensa el fracaso de mil pozos yermos.
Como la hidra el petróleo renace multiplicado de una sola cabeza cortada. Semen oscuro de una tierra de esperanzas y traiciones parejas, fecunda los reinos de la Malinche bajo las voces mudas de los astros y sus presagios nocturnos.