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SEGUNDA PARTE EL AGENTE MEXICANO

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Tardó mucho en despertar. Pensó vagamente, como suele ocurrir en el sueño, que estaba muerto. Luego que dormía para siempre, lo que viene a ser lo mismo y sólo después que estaba dormido vivo pero en estado vegetal; al fin que el largo tiempo que le tomaba despertar no era nada comparado con el tiempo que estuvo dormido.

La mirada se le extravió a lo largo de dos túneles blancos. Debía mantenerla fija, siguiendo más o menos el norte imaginario de la punta de la nariz, para vencer la longitud de los túneles gemelos. El campo normal de visión le era vedado. Apenas movía los ojos hacia la derecha o la izquierda, se topaba con muros negros. Pero si miraba rectamente sólo veía un espacio blanco de ondulaciones inciertas.

No veía nada pero la nada que veía era algo pequeñísimo, distante, la visión bifocal a corta vista que todo lo minimiza. Las voces también le llegaban de lejos y reducidas, como a través de muros blandos, de algodón, blancos como la mirada. Cuando se estaba acostumbrando a la conjunción de lo que lograba ver y escuchar, las voces neutras y el espacio blanco, ambos se volvieron a desconectar y Félix Maldonado se quedó solo.

Volvió a hundirse en un sueño sin sueño, sin quererlo, sin contar borregos, repitiéndose nada más la misteriosa información de que la lengua española no distingue entre el hecho de dormir y el hecho de soñar, argumentando contra un enemigo sin rostro que era Félix Maldonado: a cambio de esa aparente Pobreza, es la única lengua que diferencia el verbo ser del verbo estar, eso es distinto, pero no el sueño, el sueño es único, el sueño es todo, el sueño es idéntico a sí mismo.

Despertó más tarde, con sobresalto. Ahora no veía nada, nada, por más que intentara perforar la oscuridad de los túneles. Hizo girar febrilmente los ojos en las órbitas secas. Tuvo la horrible sensación de que los globos de la mirada raspaban el lecho de nervios, tejidos y sangre en el que normalmente reposaban, deshebrándose como queso parmesano sobre una lijadura de metal.

Estuvo a punto de hundirse otra vez en ese sueño pesado y sin escapatoria que le acosaba desde siempre y para evitarlo se preguntó o más bien le preguntó a Félix Maldonado si era o estaba, si esto que acontecía ellos, los dos, lo actuaban o lo padecían. Para evadirse del sueño, intentó cerciorarse de su integridad física. Estaba inmóvil. Era inmóvil.

Trató sin éxito de levantar los brazos. Las articulaciones de todos los miembros le pesaban como una montaña de plomo. Apeló a sus nervios y a sus músculos. Invocó pacientemente un temblor en la punta de los dedos de la mano derecha, un espasmo latente en la boca del estómago, una cosquilla en la planta de un pie, una contracción del esfínter, una sensación de savia fluyente en los testículos. Estaba completo. Era único. Estaba acostado.

Mucho tiempo después, se sintió con fuerzas para incorporarse. La tiniebla no cedía una pulgada. Recorrió a tientas el espacio que le rodeaba. Las manos no le comunicaron sensación alguna. Movió las piernas hasta saber que caían. Buscó con los pies un piso. Cuando lo encontró, permaneció un rato sentado al filo de lo que imaginó ser una cama. Se decidió a levantarse.

Los pies no tenían base real de sustento. Eran como dos ruedas de piedra. Sintió que giraba, que caía, extendió los brazos pesados y fue a chocar, de pie pero tambaleante, contra una superficie plana. Se detuvo como pudo, arañando ese espacio Uso y gruñó con una extraña alegría. La enorme cabeza de algodón silencioso que era la de Félix Maldonado le devolvió, apoyada contra la cosa fría y lisa, una prueba de vida, un vaho, una humedad.

Ciñó con los brazos abiertos el contorno del objeto que le mantenía de pie y respiraba con él, contra él, al mismo tiempo que él. Temió que fuese algo vivo, otro ser que lo abrazaba, y lo detenía para que no cayera muerto.

Las luces se encendieron y Félix miró el reflejo de una momia, envuelta en vendajes, sin más ventanas que los hoyos de los ojos la nariz y la boca.

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Ahora lo despertaron los rumores minuciosos de vidrio y metal, chocando entre sí, ruidos conocidos e inconfundibles, el líquido de una botella que se vacía, una cucharilla removiendo el contenido de un vaso, pisadas ligeras, como de zapatos tennis, pisadas de gato que chirrean sobre un piso de material plástico.

Luego sintió una punzada terrible en el interior del antebrazo y escuchó una voz de mujer:

– No se mueva. Por favor estése tranquilo. No mueva el brazo. Le hace falta su suero. Lleva cuarenta y ocho horas sin comer.

Movió el otro brazo y se tocó el cuerpo. Una sábana le cubría de vientre para abajo y una bata de mangas cortas arriba. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que estaba envuelta en trapos.

– Le digo que se esté quieto. No le encuentro la vena. Como no puede apretar el puño, es difícil.

Félix Maldonado respiró hondo y sólo ubicó la neutralidad aséptica del algodón mojado en alcohol y una lejana sospecha de cloroformo que parecía colgar del techo como una bruma matinal que al huir se encuentra con un cielo recalcitrante.

Repentinamente se unió a esos olores el de lavanda de clavo.

Félix giró desesperadamente los ojos dentro de las cuencas irritadas. No había nadie en su campo visual.

– Déjanos solos, Lichita -dijo la voz de Simón Ayub.

– Está muy delicado. Que no vaya a mover el brazo.

– Nosotros nos ocupamos de él. Es él quien no sabe ocuparse de sí mismo, lió una voz tajante y hueca.

La risa se suspendió abruptamente, a la mitad, cortada! como un hilo. Félix movió la cabeza vendada y por los túneles de los ojos vio al Director General sentado frente a él.

– Tengan cuidado, por favor -dijo la voz femenina.

Félix la quiso reconocer, alguna vez la había escuchado, pero lo agotó el esfuerzo y no le importaba; seguramente esa mujer era una enfermera y lo estuvo atendiendo durante las cuarenta y ocho horas a las que hizo alusión antes.

No importaba, sobre todo, porque ahora sabía perfectamente quiénes estaban allí: Simón Ayub, fuera de su visión pero presente por el aroma de clavo y el Director General, inverosímil en el claustro reverberante de una sala de enfermo, acaso un hospital: los lentes ahumados no domarían el brillo! de esmaltes blancos que hería los ojos del alto funcionario, obligado una y otra vez a quitarse los pince-nez con el pulgar y el índice de la mano izquierda y a frotarse los ojos resecos, privados de sombra bienhechora.

– Baja las persianas, Ayub -dijo el Director General-, corre las cortinas.

Félix escuchó estos movimientos. El Director General volvió a montar los lentes color violeta en el caballete de la nariz y miró inquisitivamente a Félix.

– Por el momento, usted no puede hablar -dijo el Director General cuando Ayub logró ensombrecer el cuarto-. Mejor. Así no hará preguntas innecesarias. Recuerdo su bufonería displicente cuando lo recibí en mi despacho. Se sentía usted muy gallo. Quizás ahora escuche razón. Repito que lo que hacemos es por su bien.

Félix intentó hablar; sólo logró emitir un sonido camuflado semejante al estertor de un moribundo. Aceptó, amedrentado, su posición pasiva y Simón Ayub rió discretamente.

El Director General, con un gesto violento que Félix sólo vio concluir, atrapó del nudo de la corbata a Simón Ayub y lo acercó grotescamente, como a una marioneta. Félix pudo ver al fin al pequeño siriolibanés, con la boca abierta y casi de rodillas frente a su jefe.

– No te burles de nuestro amigo -dijo el Director General con un tono ecuánime que contrastaba con la violencia del acto-. Nos ha servido y vamos a demostrarle que lo queremos mucho.

Soltó a Ayub y volvió a mirar fijamente a Félix.

– Sí, nos ha servido, aunque no con la discreción que hubiésemos deseado. ¿No le molesta que fume?

El Director General extrajo un cigarrillo inglés con filtro de corcho de un estuche de plata labrada.

– El día que me visitó, le pedí prestado su nombre. Nada más. Usted se sintió obligado a interponer su persona física en un asunto que no le concernía. Pero ese es un mal secundario y reparable. Por eso está usted aquí: para reparar el mal. Todo estaba preparado, ¿sí?, para que sólo su nombre fuese culpable. Usted entendería lo sucedido y aceptaría el trato que le ofreceríamos, sin necesidad de todas estas complicaciones. Se lo dije en mi despacho. No me gustan los procedimientos engorrosos, los trámites prolongados, el red tape, en suma. Voy a decirle exactamente lo que pasó, ¿cómo? Ni más ni menos. Los hechos. Si usted se propone averiguar más, lo hará por su cuenta y riesgo. Se lo advierto una vez más, ¿sí? Usted no es culpable de nada. Pero su nombre sí.

– Usted es el culpable -interjectó con rabia Simón Ayub-, usted no impidió que este tipo fuera a la ceremonia en Palacio.

– Es que el licenciado, en el fondo, es muy sensiblero sonrió el Director General-. Creímos con Rossetti que el inevitable pleito en su casa con Bernstein bastaría para que nuestro amigo se abstuviera, ¿cómo?, por decencia, orgullo o coraje, de asistir a la premiación del doctor. Qué barbaridad. Pudieron más su gratitud y su nostalgia de antiguo alumno de Bernstein.

– Está usted tarolas -rió Ayub-. Fue por puritita vardad. Quería saludar al señor Presidente.

– Y sin duda -continuó el Director General pasando por alto la impertinencia-, en este instante nuestro amigo se pregunta si en efecto el Primer Magistrado de la Nación lo reconoció y le dio la mano, ¿cómo?

– Lo que se ha de estar preguntando es por qué siempre le dice usted nuestro amigo y no su nombre -dijo con sarcasmo Ayub.

El Director General arrojó una bocanada de humo directamente a la cara de Félix. El humo se coló por los hoyos del vendaje y Félix comenzó a toser dolorosamente.

– No sea de a tiro -dijo Ayub sofocando la risa con un tono de seriedad burlona-, ¿qué nos dijo la enfermera?, está muy delicado.

– Pues bien, mi amigo -prosiguió el Director General-, no hubo tiempo. El señor Presidente no llegó hasta usted. ¿Cómo le diré? Hubo un accidente. Un instante antes de llegar a usted, sonó un disparo. Los guaruras del Primer Mandatario lo cubrieron con sus cuerpos, obligándolo a caer de rodillas. Espectáculo nunca visto, si me permite usted manifestar mi asombro, ¿sí? En la confusión que siguió, todos los ojos estaban puestos en el señor Presidente, quien en seguida se incorporó con dignidad, librándose del celo de los guardaespaldas y murmuró alguna frase de cajón, muero por México o pueden matarme a mí pero a la patria no, algo de esa índole, ¿cómo? Imagino que todos los jefes de Estado tienen una frase célebre lista para el momento fatal.

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