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El Director General rió huecamente, con su risa seca que se detuvo en el punto más alto del regocijo.

– ¿Me oye usted bien, mi amigo? Afirme con la cabeza. ¿No le duele?

Félix asintió mecánicamente, luego negó, luego admitió pasivamente que era algo peor que un prisionero de estos dos, hombres: era una lombriz con la que jugaban cruelmente, cortándola en pedacitos y picándola con una vara para ver si seguía moviéndose.

– Sigue vivo y nos oye -dijo Ayub pasándose el pañuelo perfumado por la nariz-. Aquí apesta todavía a cloroformo.

– ¡Cuántas medidas drásticas e innecesarias! -suspiró el Director General-. Si sólo nos hubiese permitido actuar, haciéndose ojo de hormiga.

– Le advertí que era muy contreras, muy altanero y celoso de su dignidad -olfateó con desdén el pequeño Simón Ayub.

– ¡Como si eso importase en estos casos! -levantó las manos, como un sacerdote egipcio ultrajado por la presencia de un monoteísta, el Director General.

Dejó que la calidad de su ultraje trascendiera y adornó su discurso en francés:

– Passons. Bref, la pistola estaba en manos de usted, mi amigo, y lo único que nadie se explica es que habiendo podido asesinar al señor Presidente de la República a tan corta distancia, a quemarropa como se dice, su bala se haya desviado para ir a atravesarle un hombro al señor doctor Bernstein, miembro del Colegio Nacional, profesor de la UNAM y premio nacional de economía…

– Y agente a sueldo del Estado de Israel, lagrimeó en son de farsa el diminuto Ayub.

– ¿No hay un cenicero? -dijo fríamente el Director General y aplastó la colilla encendida contra la solapa de Simón Ayub.

– ¡ Mi mejor Cardin! -exclamó con cólera Ayub.

– No sé por qué soporto a un asistente tan inútil y tan alzado -rió huecamente el Director General.

– ¡ Lo sabe muy bien! -chilló Ayub-, ¡ porque me tiene agarrado de las pelotas!

– Decididamente -continuó sin perturbarse el Director General-, ha de ser que tengo un lugarcito débil en mi corazón para ti. Imbécil. La culpa es mía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que una cucaracha como tú iba a disuadir a nuestro amigo de asistir a la ceremonia? Pero prefiero la disuasión a la violencia.

Félix pudo ver a Simón Ayub cuando se acercó peligrosamente al Director General, amenazándolo con el puño delicado, las uñas manicuradas, los anillos de topacio y cimitarra.

– Me estoy hartando -gritó histéricamente-, ayer este Romeo de barrio me llamó enano del carajo y ahora usted me trata de imbécil, un día no voy a aguantar, D. G., un día voy a estallar…

– Cálmate, Simón, siéntate quietecito. Sabes muy bien que no vas a hacer nada por el estilo. Lo acabas de decir muy gráficamente.

– Un día…

– Un día vas a amanecer huerfanito, ¿ sí? -dijo con afabilidad el Director General y volvió a mirar a Félix-: Al grano, señor licenciado. Tal y como se lo advertí durante nuestra cordial entrevista, usted no es responsable del conato de magnicidio, pero su nombre sí. Y su nombre, señor licenciado, ha dejado de existir.

– Dígale el nombre, dígaselo -gimió Ayub como un perro castigado.

El Director General suspiró con alivio:

– Al fin. Félix Maldonado.

Rió; cortó la risa en su punto más alto.

– Déjeme saborear las sílabas, como un buen coñac, mejor como un Margaux. Fé-lix-Mal-do-na-do. Aaaaah. Sólo un nombre. ¿Cómo? El hombre detrás del nombre ya no existe, Simón, rápido, recuerda la recomendación de la enfermera, No se sobresalte, mi amigo. Mire que con esos movimientos bruscos se le zafa la aguja. Ensártasela de vuelta, Simón.

Ayub se acercó con fruición al cuerpo yacente de Félix y Félix concentró todas sus fuerzas para voltearle un golpe con la mano. Ayub lo recibió en pleno pecho, cayó, se levantó tosiendo y se arrojó sobre Félix, quien apretó los dientes| para soportar el dolor de la jeringa zafada. El Director General alargó una pierna y Ayub, de un traspiés, fue a dar contra el filo metálico de la cama de hospital.

Se levantó gimiendo, buscando el pañuelo de estampados Liberty que le asomaba por la bolsa del pecho del saco.

La cabeza de la hidra

– No sé a cuál de los dos odio más -dijo secándose con el pañuelo perfumado la sangre que le escurría de la boca.

– No tiene la menor importancia -dijo el Director General pero si te reconforta saberlo, a nuestro amigo le dolió más que a ti. En fin. Déjese colocar la jeringa, licenciado. No queremos que se nos muera de inanición.

El siriolibanés se acercó con delectación a Félix. En la mano de Ayub, la aguja parecía una más de las cimitarras que adornaban los anillos de topacio.

– Además, continuó el Director General, su calvario dista de haber concluido. Debe usted recuperar fuerzas para resistir lo que le espera aún. Estábamos diciendo, ¿cómo?, su presencia en la ceremonia complicó nuestros planes, pero al cabo todo salió bien. Félix Maldonado, el presunto magnicida, intentó escapar anteayer en la noche del Campo Militar Número Uno, donde fue encarcelado para mayor seguridad y en vista de la naturaleza de su crimen. Como suele suceder en estos caso, se le aplicó la ley de fuga, ¿sí?

El Director General se quitó los espejuelos morados y miró con los párpados entrecerrados a su prisionero.

– Tres balazos bien puestos en la espalda y la vida oficial y privada de Félix Maldonado concluyó. El entierro tuvo lugar ayer a las diez de la mañana, con la discreción del caso. No se trata de sobreexcitar a la opinión pública, ¿cómo? Bastantes teorías se elaboran sobre el frustrado intento de matar al Presidente, Mire cómo son las cosas. Existe un mito internacional según el cual un presidente mexicano nunca muere en su cama. En realidad, Obregón es el último mandatario asesinado, y eso pasó en 1928. En cambio en un país tan civilizado, ¿sí?, como los Estados Unidos, los presidentes caen como moscas y sus familiares y partidarios también. Mitos, mitos.

Ayub terminó de reintroducir la jeringa en la vena de Félix. El suero volvió a fluir.

– Detenle el brazo, Simón. Nuestro paciente es muy emotivo. ¿Qué estará pensando de todo esto? Lástima que no nos lo pueda decir. Yo quiero tranquilizarlo y contarle que los familiares y amigos del licenciado Félix Maldonado, en grupo reducido, asistieron a la ceremonia en el Panteón Jardin. La esposa del difunto, la señora Ruth Maldonado, en primer lugar. Muy digna en su dolor, ¿cómo? Y algunas mujeres interesantes, la señora Mary Benjamín por ejemplo y la señorita Sara Klein, recién llegada de Israel, creo que también concurrió a la cita con el polvo, ¿sí? Mi propio secretario, Mauricio Rossetti y Angélica su esposa, que le perdonaron a Maldonado sus horribles groserías de la otra noche. Se siguió el rito hebraico, claro está.

El Director General cruzó las manos flacas sobre el chaleco y se permitió el lujo de una sonrisa satisfecha, sin emitir su acostumbrado ruido hueco y cortado.

– La duda permanecerá siempre, mi amigo. ¿Quiso Félix Maldonado vengarse del profesor Bernstein porque le aventajó en los favores de la señorita Klein? ¿O fue todo parte de una conspiración contra la vida del señor Presidente? Supongamos, ¿cómo?, supongamos simplemente que tanto el gobierno como la opinión prefieran la segunda hipótesis. Se lo digo, [señor licenciado, para que trate de entender lo que se jugaba. Ponga una crisis política interna de repercusión internacional en un platillo de la balanza y en la otra su miserable vida de tenorio de pacotilla y burócrata de segunda. Usted, un judío convertido, un hombre inestable, como lo prueban sus actos recientes, un loco que lo mismo puede arrojar al fuego | los anteojos de su maestro, provocar escandalosas escenas de celos, insultar inopinadamente a todo mundo, vengarse del Bernstein… o cubrir con estas actitudes irracionales un propósito frío y calculado de magnicidio. Pero al cabo, ¿cómo?, la duda persiste, nadie sabe a ciencia cierta si a última hora el deseo de venganza venció al propósito político, se apoderó de Félix Maldonado una como esquizofrenia límite, quiso matar al mismo tiempo a Bernstein y al Presidente. Misterios i que nunca se aclararán, porque Félix Maldonado está muerto y enterrado.

El Director General sonrió y se miró las uñas:

– Tiens, esa frase me salió en verso. Verso de corrido, el corrido de Félix Maldonado.

Dejó de sonreír, se incorporó con rapidez y le ordenó con energía a Ayub que llamara a la enfermera y se quedara con ella mientras le retiraban el vendaje al paciente.

– Todo hubiera salido como a mí me gusta, limpiamente ejecutado, si usted no se entromete. Lástima -dijo el Director General-, y adiós para siempre, señor licenciado.

15

Durante unos quince minutos Félix Maldonado se supo solo sin más guardián que el pequeño siriolibanés. Quién sabe qué era peor, quedarse allí impotente, vendado de cabeza, sin nadie que lo cuidara, o ser atendido por un enano humillado y vengativo. De todos modos, cualquier extravagancia cruel de Simón Ayub era mejor que lo que el Director General le había obligado a soportar.

«Nunca me volverá a pasar esto», se dijo Félix Maldonado, «nunca más permitiré que alguien me obligue a tragar impunemente las palabras ajenas sin que pueda contestarlas».

– ¿Viste todo lo que me tuve que tragar por tu culpa? -le preguntó con insolencia Ayub como si le leyese el pensamiento. Pues ahora vamos a ver cuánto eres capaz de tragar tú, pendejo. A ver, Licha, quítale las vendas.

– Es demasiado pronto, va a quedar desfigurado -dijo la voz femenina.

– Pícale, cabrona -dijo Ayub con una voz que pretendía ser autoritaria, imitando la del Director General, pero le salía demasiado tipluda para dar órdenes.

Félix escuchó los movimientos, los pasos rápidos y nerviosos de la mujer llamada Licha, las cortinas apartadas bruscamente. La luz prohibida por el fotofóbico funcionario inundó la pieza y la mujer exclamó, no seas salvaje, Simón, no le puedo quitar las vendas con ese luzarrón y Ayub dijo que sólo al jefe le molestaba la luz, que los demás se jodieran.

– Puede dañarle la vista -protestó la mujer.

– Para lo que ha de ver -contestó Ayub.

Licha apareció por fin dentro del limitado campo visual de Félix cuando se sentó junto a él en la cama para colocar correctamente la jeringa que Ayub ensartó sin pericia. El brazo de Félix se veía morado.

Si en vez de corazón Félix Maldonado hubiera tenido un canguro guardado en el pecho, no habría saltado más lejos que en el momento de ver y reconocer a la misma muchacha que subió al taxi en la esquina de Gante cargada de jeringas y ampolletas envueltas en celofán.

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