– Okey, ya estuvo bien de payasadas. ¿Qué quieres, Ayub? La soba que me prometiste va a estar difícil, a menos que traigas una patrulla de gorilas contigo. A las patadas te hago mierda.
– ¿No abres mi regalo? -sonrió Ayub como si secretamente pensara que no había mejor regalo que su presencia-. Palabra que no es una bomba -rió en seguida, rió mucho.
– Dime qué es, entonces.
– Ábrelo con cuidado, cuate. Son las cenizas de Sara Klein. No se vayan a volar.
Félix no le volteó a Ayub la bofetada que estuvo a punto de darle porque de la mirada del hombrecito oloroso a clavo y vestido de DC4 había huido toda burla suficiente, toda agresión, toda complacencia. Su actitud de gallo la negaba, pero sus ojos brillaron con una ternura que apaciguaba uno como dolor, una como vergüenza.
– Tú te ocupaste del cadáver de Sara Klein -dijo Félix con el bulto entre las manos.
– Los de la Embajada se desentendieron de ella.
– Era ciudadana del estado de Israel.
– Dijeron que allá no tenía parientes y que había vivido más tiempo aquí que allá.
– Tú no eres su pariente.
– Bastó decir que era su amigo y me ocuparía de todo para que me la soltaran. Esa mujer era como una papa caliente en manos de los israelitas, eso luego se veía. Cogieron la oportunidad al vuelo.
– Bernstein era su amante. A él le correspondía.
– El doctor está, ¿cómo se dice?, incapacitado.
– ¿Bernstein mató a Sara Klein?
– ¿Tú qué crees?
Se miraron en un duelo inútil; cada uno luchaba con dos armas parejas, la incredulidad y la certeza que se anulaban entre sí.
– Tú nomás acuérdate -dijo Ayub -que el doctor tiene fines más altos en esta vida que el amor de una vieja, por muy cuero que haya sido.
Ayub dio tres pasos hacia atrás, extendiendo las palmas abiertas.
– Calmantes montes, mi licenciado. Las cosas como son. Cuidado, que no se te caiga el paquete; se rompe la urna y luego vamos a tener que barrer juntos…
– Hijo de tu chingada -dijo Félix sin soltar el paquete-, la viste desnuda, la tocaste con tus cochinas manitas de puerco manicurado.
Ayub se quedó callado un segundo, rechazando el insulto, mirándose la mano con los anillos de topacio y cimitarras labradas.
– Sara Klein era la mujer de mi primo, un maestro de escuela en los territorios ocupados -dijo con simplicidad Ayub, desnudo de todas sus actitudes acostumbradas-. No sé si ella te contó esa historia. Quizá no tuvo tiempo. Sé que tú también la querías. Por eso te traje las cenizas a ti.
Le dio la espalda a Félix y se dirigió a la puerta con su paso recuperado de conquistador muy salsa. Se volteó a mirar a Félix cuando la abrió.
– Mucho cuidado, mi licenciadito. La próxima vez nos vamos a ver gacho de nuevo, te lo juro. Ni creas que me olvido del descontón que me diste. Te la tengo jurada, palabra. Ahora más que nunca.
Salió cerrando la puerta detrás de sí.
Entró a las ocho de la noche al café de la calle de Londres. El lugar trataba de imitar un pub inglés con barra de madera y bancas de cuero, pero la luz neón lo desfiguraba todo y los espejos biselados se comunicaban destellos de astro muerto.
Se acercó a la barra chapeada de cobre y pidió una cerveza. Miró a su alrededor. Al cabo, agradeció la espantosa luz neón que le permitía ver a los clientes y quizá por eso la instalaron, para que este café no se convirtiera en guarida de parejitas cachondas.
No tardó en divisarlos. El muchacho con los anchos pantalones azules y la playera a rayas anchas, azules y blancas, y una gran ancla bordada sobre el pecho. A la muchacha con el corte de pelo de borrego, negro, corto y rizado, la reconoció en seguida. El problema era que lo reconocieran a él. Se acercó a ellos con el vaso de cerveza en la mano. La muchacha pelaba lentamente las castañas que descansaban en el regazo de la minifalda. Las cáscaras se le quedaban prendidas a las medias caladas. Le ofrecía castañas con la mano al muchacho y se las ponía en la boca.
– Agosto no es época de castañas -dijo Félix.
– Mi amiguito el marinero me las trajo de muy lejos -dijo la muchacha sin levantar la mirada, empeñada en pelar las castañas.
– ¿Me permiten? -dijo Félix, al tomar asiento con ellos.
– Hazte a un lado, Emiliano -dijo la muchacha-, estas banquitas son de a tiro estrechas.
– Es que estás muy bien dada -dijo el muchacho con la boca llena de castañas-, las inglesas han de ser de nalga flaca, aunque dicen que muy alegres.
– Tú has de saber -dijo Félix-, una muchacha en cada puerto.
– No -ronroneó la muchacha acariciando el cuello de su compañero-, es mi peoresnada.
– Cabemos bien -dijo Félix-, mejor que en el taxi. ¿No recuperaste tus libros, Emiliano?
– La mera verdad, soy estudiante fósil. Me eternizo en la Prepa. ¿Verdad, Rosita?
La muchacha de cabecita rizada asintió, sonriendo.
– ¿No gustas una castaña? -le dijo a Félix, ofreciéndosela con la mano.
– Necesito saber de dónde te llegaron -dijo Félix.
– Ya te dije, me las trajo Emiliano.
– ¿De dónde llegaron? -insistió Félix.
– De muy lejos -levantó las cejas Emiliano-. Yo lo que necesito saber es en qué barco llegaron, y quién venía al timón.
– Llegaron en un barco llamado el Tigre y el capitán venía al timón -dijo Félix.
– Aja -masculló Emiliano-. El capitán te manda decir que te estés muy cool y que las castañas vienen de muy lejos, de un lugar llamado Aleppo.
– ¿No hemos viajado juntos también ustedes y yo?
– Segurolas -dijo Emiliano.
– ¿Quiénes viajaban en nuestro barco? -preguntó Félix.
– Uy, venía retacado -dijo Emiliano-. Un chofer, dos monjas, una enfermera, nosotros dos, una placera con una canasta llena de pollos y uno con cara de licenciado, clavado.
Rosita se sacudió las cascaras de castaña del regazo y los tres se miraron entre sí.
– ¿Quién mató a Sara Klein? -preguntó Félix sin mirar a la pareja.
– Los cuícos no han dado con la pista -contestó Emiliano, bajando apenas el tono de la voz.
– El crimen tuvo lugar entre la medianoche y la una de la mañana -dijo Félix-. A esa hora es fácil controlar las salidas y entradas de un lugar como las suites de Génova.
– Dile, Emiliano, no ves que la quería -dijo Rosita con los ojos brillantes.
– Rosita, dedícate a tus castañas y toma nota, pero no hables más.
– Como tú digas, bellezo -sonrió Rosita y le dijo a Félix con cara de tonta-: es mi galán. Nos queremos mucho. Por eso te entiendo. A ti esa vieja que mataron te traía por el callejón de la amargura, ¿no es cierto?
Emiliano pellizcó el muslo descubierto de Rosita.
– ¡Ay!
– Que te saques las cáscaras de las medias. Luego me andas pinchando en la cama. Siempre se te quedan cosas colgando de esas pinches medias.
– ¿Pues para qué me pides que me las deje puestas cuando nos acostamos? -mugió Rosita y se quedó quieta.
– ¿Qué me ibas a decir? -insistió Félix.
– Que el portero jura que no entró ni salió nadie sospechoso, nomás los clientes registrados.
– ¿Es de fiar?
– No ha sido más que portero toda su vida. Se ve bien menso. Lleva nueve años trabajando allí sin quejas.
– La antigüedad y la estupidez son sobornables. Investiguen.
– Seguro. El portero dice que nadie preguntó por la señorita Klein y nadie le mandó mensajes, ni paquetes, ni nada.
– Y en la calle; ¿no pasó nada?
– Lo de siempre en la Zona Rosa. Un grupito de júniores bien pedos se detuvo enfrente con un convertible y tres mariachis. Cantaron una serenata, dizque para una gringuita que no quería irse de México sin que le llevaran gallo, pero la poli los hizo rodar rápido. Y una monja llegó a pedirle al portero lo que fuera su voluntad para unas obras de caridad. Esto es lo único que le pareció raro, una monja suelta a las doce de la noche. No le dio nada y la monja se fue.
– ¿Cómo sabe que era monja?
– Tú sabes, el peinadito de chongo, cero maquillaje, vestido negro hasta el tobillo, rosario entre las manos. Lo de siempre.
– ¿Coincidieron los de la serenata y las monjas?
– Ah, eso sí no sé.
– Averigua y dile al del timón.
– Simón.
– ¿Están seguros de que en ningún momento Bernstein entró a las suites, ni estaba hospedado allí desde antes?
– ¿El maestro? Qué va. Estaba hospitalizado de un balazo que le dieron en el hombro. Esa noche estaba en el Hospital Inglés y de allí no se movió.
– ¿Dónde está ahora Bernstein?
– Eso sí lo sabemos. En Coatzacoalcos, Hotel Tropicana.
– ¿A qué fue?
– Pues a eso, a recuperarse del balazo que le dieron.
– ¿Por qué no salió nada?
– ¿Nada de qué?
– Del balazo de Bernstein.
– ¿Por qué iba a salir algo y dónde?
– En los periódicos. Lo balacearon en Palacio.
– No. Fue un accidente en su casa. No tenía por qué salir nada en los periódicos. Dijo que se accidentó limpiando una pistola. Así dice el acta de ingreso al Hospital.
– ¿No fue en Palacio, durante la entrega de premios? ¿No hubo un atentado contra el Presidente?
Emiliano y Rosita se miraron entre sí y el muchacho alargó la mano y se bebió de un golpe la cerveza de Félix. Lo miró desconcertado.
– Perdón. Es que de a tiro me dejaste… ¿Qué qué?
– Se supone que hubo un atentado en Palacio contra el Presidente -dijo con paciencia Félix, y Bernstein fue herido por equivocación…
– Jijos mano, ¿así de a feo te las truenas? -dijo Rosita.
– Cállate -dijo Emiliano. Eso no es cierto. ¿Por qué lo dices?
– Porque se supone que yo disparé el tiro -dijo Félix con frío en la nuca.
– De eso no sabemos nada -dijo Emiliano con una punta de miedo en los ojos-. Ni salió nada en los periódicos ni el capitán tiene noticias.
Félix tomó la mano del muchacho y la apretó.
– ¿Qué pasó en Palacio? Yo estuve allí…
– Cool, maestro, manténgase cool, son las instrucciones… ¿Estuviste y no te acuerdas, qué pasó?
– No. Cuéntenle al capitán lo que les digo. Es importante que lo sepa. Díganle que una mitad sabe y dice cosas que la otra mitad ignora, y al revés.
– Todos cuentan mentiras en este asunto. Eso lo sabe el capi.
– Así es -dijo con más calma Félix-. Díganle que averigüe dos cosas más. Si no las sé me voy a perder.