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»Bernstein venía a pasar dos meses al año. Nunca me habló de ti. Ni yo le pregunté. Todo era claro y definido. Mil vida en México quedó atrás. El presente era Israel. Los árabes nos amenazaban por todos lados. Eran nuestros enemigos, querían aplastarnos. Igual que los nazis. Todas mis conversaciones con Bernstein giraban en torno a esto, la amenaza árabe, nuestra supervivencia. Nuestra esperanza era nuestra convicción. Si no logramos sobrevivir esta vez, desapareceremos para siempre. Hablo en plural porque hablo de toda una cultura. Valéry dijo que las civilizaciones son mortales. No es cierto. Son los poderes los que mueren. Mi trabajo de maestra me mantenía viva en la raíz de la esperanza. Aunque cambiaran los poderes, nuestra civilización se salvaría porque yo enseñaba a los niños a conocerla y a amarla. A los niños israelitas y también a los niños palestinos que había en mi clase trataba de enseñarles que deberíamos vivir en paz dentro del nuevo estado, respetando nuestras culturas particulares para hacer una cultura común.

»Claro que conocía la existencia de campos de detención. Pero los justificaba. No exterminamos a los prisioneros de la guerra de seis días, los detuvimos y luego los canjeamos. Y los palestinos prisioneros eran terroristas, culpables de la muerte de personas inocentes. Allí cerraba yo mi expediente. Conocía demasiado lo que nos sucedió en Europa por ser sumisos. Ahora, simplemente, nos defendíamos. La razón moral imperaba, Félix. Ésta era una manera maravillosa de expiar la culpa del holocausto. Purgábamos el pecado ajeno con el esfuerzo propio. Habíamos encontrado un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero lo más importante para mí era pensar que encontramos un lugar donde ser amos sin esclavos.

»El cambio fue para mí muy lento, muy imperceptible. Bernstein me insinuaba su cariño de una manera muy torpe. Conocía mi actitud. Te dejé a ti para seguirlo a él. Pero lo seguí a él para cumplir con el deber que él mismo me señaló. Le era difícil a Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix. Entonces quiso confundir las razones del deber con los impulsos del deseo. Empezó a jactarse de lo que había sido y de lo que había hecho, desde su participación juvenil en el ejército secreto judío durante el mandato británico hasta su actuación en el grupo terrorista Irgún y luego todos sus trabajos en el extranjero para reunir fondos para Israel. Fue Bernstein quien me recordó que Israel había empleado la violencia para instalarse en Palestina. Lo acepté como una necesidad, pero me chocó el carácter jactancioso de sus argumentos y la intención patética que había detrás de ellos, la intención de hacerme suya obligándome a confundir mi deber con la personalidad heroica que él trataba de fabricarse. Lo peor de esta situación tan equívoca es que los dos nos vedamos el contraargumento más evidente. Ni él ni yo dijimos, simplemente, que acaso los palestinos tenían tanto derecho al terror como los israelitas para reclamar una patria y que nuestras organizaciones revolucionarias y terroristas, la Hagannah, el Irgún y la banda Stern, tenían por fuerza que convocar sus gemelos históricos, la O.L.P., los Fedayin, el Septiembre Negro.

»La intención sexual de Bernstein se interponía entre esa terrible verdad y mi conciencia de las cosas. Ese vacío fue ocupado por otro: tu ausencia. Entonces vino la guerra del Yom Kippur y mi mundo y sus razones se hicieron pedazos. No de manera abrupta; a mí todo me sucede gradualmente. Una noche Bernstein fue particularmente agresivo en su requerímiento amoroso y como yo me mantuve fría y tranquila, él se avergonzó primero y luego redobló la agresividad de sus argumentos políticos. Habló como un loco sobre los territorios ocupados en 73 y dijo que jamás los abandonaríamos. Ni una pulgada, dijo. Habló del Gush Emonim que él contribuyó a fundar y a financiar para instalarnos de manera irreversible en los territorios ocupados y borrar hasta la última huella de la cultura árabe. Yo entendí que hablaba de todo esto como le hubiese gustado hablar de mí, yo su territorio ocupado, y el Gush Emonim la virilidad misma de Bernstein. Cuando me atreví a decirle que no era territorio lo que nos faltaba, porque ya teníamos algo más que territorio, teníamos nuestro ejemplo de trabajo y dignidad para defendernos y convencer, me volvió a hablar de la seguridad, los territorios eran indispensables para nuestra seguridad. Recordé los discursos de Hitler. Primero la Renania, luego Austria, los Sudetes, el corredor polaco. Al cabo, el mundo. Un mundo, Europa o el Medio Oriente, el espacio vital, la seguridad de las fronteras, el destino superior de un pueblo. ¿No entiendes esto, tú que eres mexicano?

»Decidí pedir mi traslado de Tel Aviv a una de las escuelas de los territorios ocupados. Me fue concedido porque calcularon que sería una muy eficaz enseñante de nuestros valores.

»Ahora debo evitar muchos nombres de gentes y lugares para eludir represalias. En la pequeña escuela donde fui a trabajar conocí a un muchacho palestino, maestro como yo, más joven que yo. Vivía solo con su madre, una mujer de poco más de cuarenta años. Lo llamaré Jamil. El hecho de que diera clases en árabe a los niños palestinos era una prueba de la bondad de la ocupación. Los extremistas como Bernstein no habían logrado imponer sus puntos de vista. Pero pronto supe que para Jamil la escuela era una trinchera. Lo sorprendí un día dando clase con los textos expurgados que antes se usaban en las escuelas árabes, textos llenos de odio contra Israel. Le hice notar que estaba promoviendo el odio. Me dijo que no era cierto. Había copiado a mano los viejos textos, pero sólo para que permaneciera todo lo que, junto con el odio a Israel, habían eliminado nuestras autoridades: la existencia de una identidad y una cultura palestinas, la existencia de un pueblo que exigía una patria, igual que nosotros. Leí el texto copiado por la mano de Jamil. Era cierto. Este muchacho buscaba lo mismo que yo, mantener vivas las dos culturas. Sólo que hasta ese momento yo me había reservado esa virtud, no la había extendido a ellos.

»Jamil me dijo que seguramente lo delataría pero que no me preocupara. Pertenecíamos a campos diferentes y quizás él haría lo mismo en mi lugar. En ese instante me di cuenta de que nos habíamos combatido tanto tiempo que ya no nos reconocíamos. No dije nada. Jamil siguió enseñando con sus cuadernos copiados a mano. Nos hicimos amigos. Una tarde caminamos hasta una colina. Allí, Jamil me preguntó: "¿Cuántos pueden pararse aquí como tú y yo, mirar esta tierra y decir es mi país?" Esa noche nos acostamos juntos. Con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida. Dejé de ser una niña alemana judía perseguida, pasada por el exilio en México e integrada después al estado de Israel. Me convertí, con Jamil, en una ciudadana de la tierra que pisaba, de todas sus contradicciones, sus combates y sus sueños, sus cosechas pródigas y sus frutos amargos. Vi a Palestina como lo que era, una tierra que sólo podía ser de todos, nunca de nadie o de unos cuantos…»

Terminó la primera cara del disco y Félix automáticamente lo volteó y colocó la aguja sobre la segunda.

22

«Un día, Jamil desapareció. Su madre y yo pasamos semanas sin saber de él. Entendí a esa mujer apegada a una vida simple, feudal, tradicionalista, y me pregunté si sus valores eran los del atraso y los nuestros los del progreso. Viajé a Jerusalén y agoté los recursos oficiales. No sé si me hice desde sospechosa; alegué simplemente que el muchacho era mi colega en la escuela y me extrañaba su desaparición. Nadie | sabía nada. Jamil se había esfumado. Contacté a una abogada judía comunista, la llamaré Beata. Era la única que se atrevería a ir al fondo del asunto. Entiende mis contradicciones angustiosas, Félix. Me repugna el comunismo, pero aquí sólo una comunista tenía el valor de exponerse por mí y por Jamil en nombre de la justicia. Temía una injusticia cometida contra mi amante, pero en Israel contaba con los medios para desafiarla por la vía legal. No sé si esto sería posible en los países árabes.

»Dejé todo en manos de Beata y regresé al pueblo donde enseñaba. Ahora la madre de Jamil había desaparecido. Regresó unos días después, incapaz de llorar. Creí que Jamil había muerto. Los ojos secos de la madre eran más tristes que cualquier llanto. Me dijo que no. No quiso decir más. Horas más tarde Beata me comunicó que Jamil era prisionero. Se le acusaba de ser terrorista. Estaba encarcelado en un lugar llamado la Moscobiya en Jerusalén, la antigua posada de los peregrinos rusos ortodoxos convertida en prisión militar. Mis preguntas a la madre de Jamil quedaron sin respuesta; sólo vi que la mujer ya no sabía llorar. Temblaba mucho y cayó con fiebre. Traje a un doctor; no quiso recibirlo; la obligué. Se defendió como animal acorralado contra la auscultación médica. Luego el doctor me dijo que tenía destrozada la vagina, le habían introducido un objeto duro y ancho, seguramente un palo.

»Dos días después, Beata me pidió que fuera a Jerusalén y me condujo a un hospital militar. Jamil estaba encamado. Tenía una cara vieja. Recordé los ojos alegres de Israel. Ahora miré los ojos tristes de Palestina. Esos ojos me miraron y no me reconocieron. Lloré y la abogada me dijo que Jamil había sido condenado a dos años de prisión. Me mostró copia de 1a confesión firmada por mi amante, donde se declaraba culpable de actos de terrorismo. Beata dijo que agotaría los recursos para demostrar que la confesión había sido arrancada por la tortura. Regresé a nuestro pueblo. Al año, dejaron libre a Jamil. Llegó en un camión de la Cruz Roja. Los primeros días no habló. Luego me contó poco a poco lo que pasó.

»Lo apresaron cuando regresaba de la escuela y le vendaron los ojos. Perdió todo sentido de la orientación. Varias horas después lo bajaron en un lugar cerca del cual pasaba mucho tránsito, una ciudad o una carretera. Le condujeron a un lugar donde le pidieron que confesara. Se negó. Lo golpearon brutalmente, le arrancaron mechones de pelo con la mano y lo obligaron a tragárselos. Luego le pusieron una capucha en la cabeza con dos hoyos de aire y lo llevaron en un transporte a otro sitio. Allí lo metieron en cuatro patas en una perrera. Escuchó los ladridos pero los perros nunca lo atacaron. Al día siguiente volvieron a pedirle la confesión. Como se negó, lo encerraron en un closet de cemento donde no podía recostarse ni estar de pie. Allí duró varios días. A veces lo sacaban para apretarle por atrás los testículos y luego volvía al closet. Después, lo sacaron y le quitaron el capuchón. Su madre estaba frente a él. Decidió no reconocerla para no comprometerla. Pero ella se soltó llorando y le dijo que ya no se preocupara, ella era la culpable, ella ayudaba a los terroristas, no él, ella ya había confesado. Entonces Jamil dijo que no, él era el único culpable. Lo golpearon enfrente de la madre y luego fue al hospital. Allí lo visité, pero entonces él ya había decidido no reconocer o recordar a las gentes que amaba. Pasó el año de detención en la cárcel de Sarafand. Beata logró que le redujeran la sentencia, pero un guardia le dijo que lo soltaban para que regresara a su pueblo y sirviera de escarmiento a los rebeldes como él. Beata dijo que ésta era una práctica establecida para los territorios ocupados; se escogía a una sola persona y a su familia para que su experiencia desmoralizara a los demás.

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