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– Corazón, no hay más que un macho en este mundo que me pueda obligar a traicionar a don Memo que tan bueno ha sido conmigo.

– ¿Te refieres a Simón Ayub? -dijo Félix brutalmente.

Licha se le prendió de la solapa:

– Tú, corazón, tú sólo tú como dice la canción. Sólo si tú me lo pides yo te lo digo. Sólo si tú me lo das yo te lo doy, corazoncito.

– No -dijo Maldonado agarrándose a la cola de una intuición que le pasó como un cometa por la mente-, te pregunto si Simón Ayub dispuso todo esto…

Permitió que su mano señalara hacia el féretro, los pies desnudos y el menorah que se iba apagando. No era ese el lugar de su mano; acarició un seno bajo el escote de Licha, la miró como dándole a entender que sí, estaba bien, lo que ella quisiera.

– ¿Tú crees? -Licha se apartó de Félix contoneándose victoriosa, pero Félix la sintió por primera vez asustada. Licha extrajo un chicle de su bolsa acharolada y lo desenvolvió deliberadamente. Félix la tomó del brazo y se lo apretó.

– ¡Ay! No maguyes.

– ¿Sabes? -dijo Félix con la voz de familiaridad violenta que en realidad le gustaba a Licha, recordó eso, a eso sí respondía sin defensas Licha-, ¿sabes? -le dijo-, a todas las mujeres hay que aguantarlas…

– Yo no corazón, yo me hago querer -chilló quedamente la enfermera.

– A todas hay que aguantarlas -dijo Félix sin soltar el brazo adolorido de Licha-, a cualquiera o a una sola, da No hay salida. Hasta cuando las rechazas, tienes que aguantarlas.

Recogió la maleta y salió caminando de prisa del recinto fúnebre. Licha se quedó un instante con el chicle en la boca, sin mascarlo, aturdida por los cambios de actitud de Félix y en seguida corrió detrás de él, repiqueteando con sus tacones picudos. Lo alcanzó en la escalera. Trató de detenerlo tirando de la manga, se adelantó y se le plantó enfrente.

– Déjame pasar, Licha.

– Está bueno, ya no me castigues más -dijo Licha aventando hacia atrás la cabeza-, Simón se ocupó de todo, es cierto, él la trajo aquí -dijo que tú la seguirías a cualquier parte porque estabas enculado de la vieja…

El tono rispido, histérico de la voz de Licha fue cortado por una bofetada de Félix. La enfermera fue a dar contra un muro de mármol, se retiró dejando una huella húmeda, como la sábana sobre el cuerpo de Sara.

– ¿Para quién trabaja Ayub? -dijo Félix sin dejar de descender la escalera, aliviado por la presencia ultrajante de Licha, desposeído del momento que quiso consagrarle a Sara Klein por una mujercita vulgar y estúpida que se coló a la fuerza en su vida porque creía que él ya no tenía vida, ni nombre, ni nada.

– No sé, corazón, palabra.

– ¿Cómo se apoderó del cuerpo de esta mujer, quién se lo entregó, por qué dices que quiso atraerme aquí si me tenía bien encerrado en el hospital, para qué tuvimos que armar esa tramoya ridicula del incendio, para qué me escapé?

– No sé, me cae de madre -chilló Licha-, sólo dijo que te quería poner una soba de perro bailarín, así dijo…

– Me la pudo poner en el hospital.

– Más respeto -dijo el conserje con cara de mico cuando llegaron al vestíbulo-, aquí es lugar de respeto.

Félix se detuvo un instante, sorprendido, al ver de nuevo los rasgos olvidados del conserje. Giró para mirar la escaleta de piedra que lo alejaba del cadáver de Sara Klein. Recordó el rostro de la mujer, que identificaba la memoria y la muerte y sólo entonces se dio cuenta de que la había mirado con un rostro que no le pertenecía, el rostro del hombre que sustituía a Félix Maldonado. Si Sara hubiese despertado, no lo habría reconocido.

Salieron a la madrugada de la calle de Sullivan; el olor de tortilla tatemada de la ciudad renacía. Licha se le volvió a abrazar.

– A eso vine, corazón, te lo juro, a advertirte, pícale, vámonos juntos, yo sé dónde meternos, que no te encuentren, te juro que no sé nada más.

Félix detuvo un taxi, abrió la portezuela, arrojó la maleta adentro y subió sin mirar a la enfermera.

– Vámonos juntos -gimió Licha-, quiero que seas mi galán, ¿me entiendes?, por ti hago cualquier cosa…

La enfermera se quitó el zapato de tacón puntiagudo y lo arrojó con fuerza hacia el taxi que se perdía velozmente en la calle desierta.

El conserje con cara de changuito viejo los había seguido hasta la calle. Se acercó a Licha y le dijo si no quería subíi con la señorita que estaba tendida sola en el segundo piso, estaba tan sola y eso era malo para la imagen de la agencia, podían contratarla por hora, había partida para contratar a uno que otro deshalagado.

– Mejor vete al zoológico y contrata a tu pinche madre, Chita -le dijo Licha con una mirada de odio, recogió y se puso el zapato y se fue taconeando rumbo a Insurgentes.

20

Félix calculó acertadamente que en las suites de Génova le asignarían el apartamento más difícil de alquilar. Para empezar, el empleado de la recepción observó con disgusto mal disfrazado la extraña cara apenas cicatrizada y los anteojos oscuros que a su vez intentaban disfrazarla. En seguida le dijo que lo sentía mucho pero estaban totalmente llenos. Un segundo empleado le cuchicheó algo en la oreja al primero.

– En efecto, sólo hay una suite libre -dijo el primer empleado, un hombre joven, moreno y flaco con ojos y pelo nadando en aceite.

Al primer empleado Félix hubiera querido preguntarle, ¿de dónde saliste, miserable rotito, que te permites mirarme así, del Palacio de Buckingham o de la Candelaria de los Patos?; y a los dos, ¿cuántas personas han llegado por aquí pidiendo cualquier suite menos la que desocupó dos días antes, con publicidad en la prensa, el cadáver de una mujer degollada?

– ¿Su nombre, por favor? ¿Quisiera llenar la tarjeta?

Los empleados de la recepción se miraron con complicidad, como diciendo mira nomás a este payo mientras Félix escribía el nombre Diego Velázquez, Poza Rica, Veracruz, 18 diciembre 39, domicilio 3.a Poniente 82, Puebla Pue., le dije que mezclara siempre la verdad y la mentira, dudó antes de firmar con el nombre del autorretrato al cual ya no se parecía y vio al empleado flaco sacar la llave del casillero marcado 301; chocó contra su gemela de repuesto y el flaco aceitoso acompañó a Félix hasta el tercer piso, le entregó la llave y el botones depositó la valija sobre la silla plegadiza. Félix le entregó un billete de veinte dólares, el empleado flaco se fijó y los dos salieron caravaneando.

Solo, miró alrededor. Si algo quedó allí para significar el de Sara Klein, seguramente la policía lo retiró antes. le aseguraba que aquí murió la mujer sino la alianza de la imaginación y la voluntad. Bastaba. Había regresado al lugar de la muerte de Sara para concluir el homenaje interrumpido por Licha. Pero pensar en la enfermera le obligó a pensar en Simón Ayub y la idea de que el pequeño siriolibanés perfumado pudo ver y tocar el cuerpo desnudo de Sata le irritó primero y luego le produjo un asco espantoso.

Renunció a la voluntad y a la imaginación y se entregó al cansancio. Tomó un largo baño con la mano vendada col. gando fuera de la tima y después se detuvo frente al lavabo y se miró. La cara se le había deshinchado mucho y las cortadas cicatrizaban rápido. Se palpó la piel de las mejillas y las mandíbulas y las sintió menos tiernas. Sólo los párpados seguían morados y gruesos, desfigurándolo y velando las dos puntas de alfiler de la identidad imborrable de los ojos. Se dio cuenta de que el bigote naciente le devolvía el viejo parecido con el autorretrato de Velázquez que era su broma privada con Ruth. Se enjabonó con la mano libre la barba que llevaba cinco días creciendo y se rasuró cuidadosamente, con dificultad y a veces con dolor, pero respetó el crecimiento del bigote.

Pidió un desayuno y no pudo terminarlo, a pesar del hambre. Cayó dormido en la cama ancha. Tampoco tuvo fuerzas para soñar, ni siquiera en el cuerpo desnudo de Sara manoseado por Ayub. Despertó al atardecer, cuando el bullicio vespertino de la Zona Rosa se vuelve insoportable y todos los tarzancitos con coche convertible pasan pitando La Marsellesa. Se levantó a cerrar la ventana y bebió una taza de café frío. Miró con indiferencia el mobiliario típico de estos lugares, moderno, bajo, telas mexicanas de colores sólidos y audaces, mucho naranja, mucho azul añil, cortinas de manta. Encendió sin ganas el aparato de televisión; sólo encontró una serie estúpida de telenovelas dichas con voces engoladas en decorados de hoquedad.

Apagó y se dirigió al tocadiscos. Era un pequeño aparato viejo y maltratado, útil sólo para disquitos de 45 revoluciones por minuto. Se acercó al estante donde se encontrabas unos cuantos discos metidos en fundas maltratadas y los revisó sin interés. Sinafra, Strangers in the Night, Nat «King» Cole, Our Love (is Here to Stay), Gilbert Bécaud, Et Main¡iftattt, Peggy Lee, dos o tres conjuntos de mariachis, Armando Manzanero y Satchmo, el gran Louis Armstrong, la balada de Mackie, la canción de los veinte años, el cabaret Versalles, Sara en sus brazos, la balada amarga y jocosa de un criminal del Londres Victoriano que se preguntaba qué era peor, fundar un banco o asaltar un banco, Mack the Knife, convertida en la canción de la juventud y el amor de Sara Klein y Félix Maldonado, el ritmo sacudido del Berlín de los años treintas que unía como un puente de miserias los crímenes de entonces y los de ahora, la persecución de la niña y el asesinato de la mujer, la sucesión de asesinos, Mack la Navaja, Himmler el Carnicero, Jack el Destripador.

Era la única funda nueva. Félix tuvo la convicción de que lo había comprado Sara, para oírlo aquí. Para que él lo oyera también. Sacó el disco de la funda aún brillante, sobre todo en comparación con las fundas maltratadas, rotas, opacas de los otros discos; leyó la etiqueta del lugar donde fue adquirido, Dallis, Calle de Amberes, México D.F. Encendió el aparato y colocó el disco que cayó sin ruido, con su boca ancha, desde la torrecilla de plástico beige. Giró y la aguja se insertó sin pena. Félix esperó la trompeta de Satchmo. En vez, oyó la voz de Sara Klein.

21

«Félix. Tengo que ser breve. Sólo tengo cinco minutos de cada lado. Te amé de joven. Creímos que íbamos a vivir juntos. Tuve miedo. Me idealizabas demasiado. No compartías mi amor. Bernstein sí. Se aprovechó para convencerme. Me hizo sentir que mi deber era viajar a Israel y allí incorporarme a la construcción de una patria para mis gentes. Me dijo que no había otra manera de responder al holocausto. A la muerte y a la destrucción contestaríamos con la vida y la creación. Era cierto. Nunca he visto ojos más limpios y felices que los de todos los hombres, mujeres y niños que convertimos ese desierto en una tierra próspera y libre, con ciudades, escuelas y caminos nuevos. Me ofrecieron ser profesora de universidad. Preferí las tareas más humildes para conocer desde la base nuestra experiencia. Me hice maestra de escuela elemental. A veces pensaba en ti. Pero cada vez que lo hacía, te rechazaba, Mi afecto no debía cruzarse en el camino de mi deber. Sólo ahora me doy cuenta de que al dejar de pensar en ti dejé de pensar también en los demás. Me encerré en mi trabajo y te olvidé. El precio fue olvidar, o más bien no ver, que es lo mismo. Todo lo que, rodeándome, no tenía relación directo con mi trabajo.

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